La inscripción desde 1998 a nombre de la Iglesia católica de más de 30.000 propiedades en toda España, su inmatriculación con el único certificado de las diócesis respectivas, gracias a una reforma legal del Gobierno de José María Aznar revertida en 2015, cuando ya era muy tarde para detener el expolio, es motivo de escándalo y, ahora que el Gobierno de Pedro Sánchez ha hecho pública la relación de bienes afectados, va a dar mucho que hablar.
El problema no consiste solo en que la Iglesia se haya adjudicado la titularidad de ermitas, edificios y fincas, sino también, como señala el documento publicado, en los bienes de servicio público y los bienes del patrimonio histórico que han sido inscritos a favor de las autoridades eclesiásticas.
¿Es una catedral un inmueble que puede ser registrado como propiedad de la Iglesia o se trata de un bien patrimonial histórico de la ciudad o del territorio en el que se asienta? ¿Puede una ermita secularmente usada por las gentes de una localidad, incluso reformada y conservada con fondos del municipio, ser considerada sin más una propiedad eclesiástica? ¿Y los campanarios de uso civil?
En la lista de inmatriculaciones figura la “santa iglesia catedral basílica metropolitana” de Valencia con sus “dependencias complementarias”. ¿También la torre del Micalet?
El denominado “campanar nou”, como fue conocido inicialmente porque vino a sustituir a una torre anterior, que los valencianos bautizaron pronto como “el Micalet” porque su campana principal lleva el nombre de Miquel, en honor al santo del día en que se instaló, no es solo un emblema de València sino que se pagó con dinero de la ciudad.
Fue, de hecho, un proyecto compartido del Consell de la ciudad y el cabildo de la catedral, se erigió sobre suelo municipal y estaba inicialmente exento, es decir, que fue un edificio aislado hasta que una ampliación del conjunto catedralicio lo absorbió. La magnífica torre octogonal de estilo gótico, construida entre 1381 y 1429, no solo ha hecho sonar sus campanas a efectos religiosos sino que durante muchos siglos marcó con sus sonidos (recuperados en las últimas décadas por el antropólogo Francesc Llop y el Gremi de Campaners) los usos y costumbres de València. Uno de ellos, vigente hasta que se derribaron las murallas en 1865, fue el “toque de queda”, que advertía a la gente del inminente cierre de las puertas de la ciudad.
El Micalet fue también torre vigía y de señales, desde los tiempos en que hogueras encendidas en sus alturas (las “alimares” o “falles”, que darían nombre a la fiesta por antonomasia de València), alertaban de la presencia de barcos de piratas berberiscos en la costa (de ahí la expresión “moros en la costa”) hasta la misma Guerra Civil, entre 1936 y 1939, cuando centralizó el sistema de alertas antiaéreas para la defensa de la capital, pasando por la señalización de la llegada de buques al puerto y su amarre en la dársena.
Se trata, pues, de algo mucho más relevante que el campanario de un recinto religioso y su tipología de campanile italiano no es una excepción. Sin ir más lejos, en Castelló de la Plana, la torre del Fadrí, construida ya en pleno siglo XV, se levanta en la Plaça Major, esta sí, como un elemento arquitectónico exento y de titularidad municipal junto a la concatedral.
El Micalet, que presidió durante siglos el perfil de València como una especie de torre de homenaje sobre el conjunto urbano y la huerta que lo circunda, pertenece a todos los valencianos, creyentes o no, feligreses o no feligreses, como seguramente otros edificios ahora inmatriculados. Pienso en la iglesia de Santa María del Temple, que forma parte del convento y colegio neoclasicista construido en el siglo XVIII, durante el reinado de Carlos III, donde se ubica la Delegación del Gobierno en la Comunidad Valenciana, inscrita ahora a nombre del Arzobispado de València por obra y gracia de esa especie de desamortización invertida que ha hecho posible la arbitraria decisión de un Gobierno del PP.