La primera vez que subí a una montaña me pareció una tarea inalcanzable. Éramos todos pequeños, una tropa de chiquillos a quienes sus padres habían llevado a comer la mona de pascua a uno de los enclaves típicos del pueblo: la Covalta, en Albaida. No sólo me parecía tremenda por lo pequeña que yo era por aquel entonces –tendría 6 o 7 años- sino también porque la mayor parte de la senda para alcanzar la entrada de una cueva situada en su cima -de ahí su nombre, Cueva Alta, Covalta en valenciano- estaba sin un solo árbol, y aquello me daba la sensación de ser lo más inhóspito del mundo. Tan sólo una alfombra de matorral nos acompañó por aquel estrecho y empinado caminillo, siguiendo dóciles todos nosotros a mi padre. Por supuesto que yo no tuve ojos para fijarme en la multitud de especies botánicas que constituía aquella moqueta viva que se extendía por toda la sierra.
Años más tarde, otra montaña marcó mi carácter: el Bernia, a la que la profesora de biología nos llevó hasta casi su cúspide, durmiendo al raso 42 adolescentes y contemplando el amanecer sobre la hermosa bahía de Altea enmarcada por el Peñón de Ifach al norte y la sierra Helada al sur. El Bernia era más potente no solo por sus 1.054 metros de altura (algo más de 230 metros que la Covalta) sino también por la longitud del macizo que lo iguala ilusoriamente al Puig Campana, un monte de 1.400 metros situado en sus cercanías. La excursión fue diferente por otro aspecto: empezaba a tener conocimientos rudimentarios sobre geología, edafología, botánica, zoología y ecología, todas ellas disciplinas que nos explicaban en la asignatura de Biología. Así que la ruta hasta alcanzar la cumbre se convirtió en una clase práctica donde reconocíamos en su hábitat natural especies comunes como romeros, tomillos o adelfas -por citar algunas conocidas- y otras endémicas como la pebrella, el trencapedres o el rabo de gato. Además, retazos de bosque constituido en su mayoría por pino carrasco, coscoja y alguna que otra encina de menor o mayor porte le daban a aquella excursión un plus de descubrimientos para cualquiera que tuviera un mínimo de curiosidad.
Aprendimos aquellos días tres lecciones reveladoras. La primera era que la montaña era la que “decía” cuáles y adonde tenían que situarse las plantas. Sí, así era, porque según los estratos geológicos que la formaban, su orientación y el suelo que los cubría, crecían unas u otras, pues todas ellas precisaban una proporción concreta de nutrientes, minerales y condiciones específicas de humedad, viento y horas de sol. La segunda, que el conjunto de especies botánicas daba a su vez soporte vital a un cúmulo de insectos, avifauna y pequeños mamíferos que en una suerte de círculo virtual contribuían al mantenimiento del ecosistema haciendo rodar nutrientes, semillas y residuos orgánicos, donde todo es necesario y nada sobra: eso sí que es verdadera economía circular, que diríamos ahora. Y la tercera, que la gran mayoría de plantas tenían utilidad en la gastronomía. ¡Vaya!, no salían de los puestos del mercadillo de los martes, sino de aquellas sierras que las proporcionaban constante y gratuitamente.
Con el paso de los años, he tenido la suerte de poder recorrer muchos más montes tanto por nuestra querida Comunidad como fuera de ella, cruzando de parte a parte la península ibérica u otros que no caben en la mirada como el macizo Alpino. Y en todos ellos, a pesar de sus diferencias orográficas, aquellas tres lecciones grabadas a fuego en mi memoria se cumplen a rajatabla. La montaña es la que determina la presencia o ausencia de especies botánicas y faunísticas, regula los ciclos bioquímicos y climáticos y proporciona una multitud de alimentos que componen las gastronomías locales, dando soporte a una actividad agrosilvopastoral favorecedora de la diversidad natural, a la existencia del sector primario del que dependemos y a una cultura gastronómica diferenciada y propia de cada región. Y como consecuencia inmediata de todo ello, aparecen paisajes únicos, distintos e irrepetibles. El mantenimiento de estos elementos propicia a su vez la existencia de un turismo de calidad con réditos económicos demostrados que ayudan a disminuir la tendencia al despoblamiento de las zonas rurales. Por ello, podemos afirmar que las montañas son guardianas de vida del ecosistema global, prestadoras de servicios ambientales gratuitos. No debemos perder de vista que suministran agua dulce a más de la mitad de la población mundial merced a los glaciares que albergan y que el 50% de la riqueza biológica vive en ellas. Y precisamente son las altas cumbres las que con más intensidad están siendo afectadas por el cambio climático perdiendo las nieves perpetuas a un ritmo más que alarmante. Por ello, el Objetivo de Desarrollo Sostenible nº 15 de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas contempla su protección reconociendo sus funciones.
Pero más allá de eso, las montañas también nos atan a nuestras raíces y nos permiten avanzar sin olvidar lo que somos. Porque en estos tiempos líquidos de velocidades desaforadas, de consumo desmedido, de adoración sin límites a lo digital y perdiendo referentes en un mundo que precisa urgentemente una revolución cultural para no provocar nuestro propio declive, ellas permanecen ahí sólidas, reales, armando nuestra memoria y nuestras emociones. Celebremos hoy, 11 de diciembre, el día Internacional de las Montañas.