Vivimos en una sociedad del riesgo. Los aspectos más comunes de nuestra vida exigen disponer de modelos de gestión del riesgo, aunque no lo percibamos. Conducir un vehículo, consumir alimentos producidos en todo el mundo, ser atendidos en un hospital o arrancar nuestro ordenador supone un enorme esfuerzo de diseño orientado a reducir el riesgo a mínimos tolerables. Expresado en términos coloquiales determinar un riesgo no consiste más que en establecer las probabilidades de que un hecho dañoso se materialice y tenga un impacto.
Esta operación tan sencilla, multiplicar la probabilidad por el impacto, exige adoptar medidas de reducción del riesgo de modo que el llamado riesgo residual sea tolerable. Prácticamente sin ser conscientes de ello la población adopta y ejecuta esas medidas en su vida cotidiana. Lo hacemos cuando respetamos las señales de tráfico o nos ajustamos el cinturón de seguridad, cuando lavamos fruta o verdura o comprobamos la fecha de caducidad de un alimento, o al instalar un antivirus o al no ejecutar un mensaje sospechoso. Una parte significativa de la gestión del riesgo comporta obligaciones individuales que, tal vez por su cotidianeidad, no son percibidas como tales.
La gestión del riesgo en COVID-19 no es una excepción, aunque presenta un matiz significativo. El hecho dañoso que prevenimos es el contagio de una enfermedad desconocida y sin un tratamiento eficaz. En la determinación del riesgo encontramos un hecho evidente el impacto es potencialmente muy alto. Y ello, obliga a la autoridad sanitaria a definir medidas que acentúen la reducción de la probabilidad al mínimo posible. La población debe entender que, ante una enfermedad desconocida, y en una situación incierta, muchas medidas sean altamente exigentes e incluso cambiantes. A medida que los datos y la investigación científica aporten nuevas certezas tales medidas evolucionarán en direcciones hoy desconocidas. Y, aunque puede que cuando las contemplemos retrospectivamente nos parezcan ridículas o inadecuadas, deberemos estar agradecidos de vivir en un mundo en el que miles de profesionales dedicaron un esfuerzo titánico para contribuir a la reducción del riesgo de contagio.
Por ello, resulta sencillamente incomprensible que centenares de adultos responsables cursando estudios superiores se convoquen a una fiesta sin mascarillas, de asistencia masiva y rica en abrazos y contacto humano próximo. No se trata de trabajadores clandestinos obligados a trabajar enfermos por un explotador que amenace su despido o movidos por la necesidad de alimentar a una familia. Los organizadores y asistentes a la fiesta, incluso los gestores del centro, son personas formadas que en algunos casos estudian en sus propias titulaciones modelos de gestión del riesgo, o a los que la Ley exige disponer de planes de contingencia en materia de prevención de riesgos o evacuación de edificios.
Este hecho, que personas a las que la sociedad ha proporcionado una formación adecuada generen un escenario para un contagio masivo en la Comunitat Valenciana, aumenta más si cabe el disvalor de su conducta. Por ello, es más que razonable poner negro sobre blanco algunos de los impactos potenciales de tal imprudencia. En primer lugar, hay uno muy obvio: COVID-19 es una enfermedad que en su manifestación más virulenta genera en los pacientes fiebre, problemas gastrointestinales, perdida de gusto y olfato, mareos, insuficiencia respiratoria y muerte. Por si nuestros lectores universitarios no me han entendido, el paciente rabia como un perro.
Tal vez, nuestros estudiantes del colegio mayor no se hayan percatado, pero los profesores y el personal universitario peina canas. Y aunque los tintes obran milagros, lo cierto es que la media de edad está por encima de los cincuenta años, y no es inusual que seamos diabéticos, hipertensos y rechonchetes. Así que, cuando un conjunto de imprudentes realiza una quedada y el 30% de ellos y ellas se contagia pone en riesgo nuestra vida. Y uno puede entender que nuestra salud sea poco apreciada por nuestros colegas estudiantiles, pero, ¿y la de sus padres y abuelos?
Además, existen otros impactos que estudiantes de economía y administración de empresas deben entender y compartir. Los rastreadores suelen ser personal de enfermería o asimilado. Si un rastreador atiende de 60 a 80 casos diarios y cuesta al erario público unos 3000 euros al mes, hagan la cuenta. Si 130 contagiados asisten a un centenar de clases con una media de 50 estudiantes, se relacionan con una decena de familiares y otra decena de amigos en su población de origen, ¿Cuánto nos cuesta esa tarea de rastreo?
Pero sigamos haciendo balance de impactos. Si con motivo de este brote hay personas que necesitan ser asistidas en un hospital, el coste económico medio de una cama-noche, suma más de mil euros. El de una UCI con ventilación asistida multiplica significativamente esta cantidad. Baste con señalar que la ratio de enfermería es de un profesional cada dos enfermos de UCI en cada turno, es decir al menos 5 salarios mensuales de enfermería, más los médicos, auxiliares, limpieza, mantenimiento, costes de aparatos y medicinas….
¿Y cuánto nos cuesta a las universidades? Miles de profesores y estudiantes se han visto obligados, de nuevo a la docencia online. Esto implica un esfuerzo adicional en inversión y mantenimiento de los sistemas de información y un esfuerzo añadido para el personal informático. Desde el lado del profesor implica, volver a preparar las clases, planificar el curso por segunda vez, conectarse desde casa y a su propio coste, -no tenemos un plus por conectividad ni nadie nos indemniza la compra de un micrófono o una cámara-, y una renuncia a la conciliación y a la vida privada. Y podríamos seguir. Un campus es un microcosmos que funciona como un polo de dinamización del comercio local. Supermercados, tiendas de todo tipo, fotocopiadoras, librerías, bares y restaurantes del área de influencia de una universidad generan polos de creación de riqueza y empleo, ahora en peligro.
Y esta es la realidad de los hechos un conjunto de jóvenes adultos imprudentes, con capacidad de acceso a la educación superior por el puro placer de unas copas ibicencas han puesto en riesgo nuestra salud, el desarrollo normal del curso, y podrían causar al menos potencialmente un impacto significativo con elevados costes económicos. Son jóvenes cuya educación se sufraga en un porcentaje muy significativo con los impuestos de la población y que, a cambio, nos devuelven ansiedad y dolor. No sólo se trata por tanto de una conducta reprobable e imprudente sino de una insolidaridad incalificable.
Pero no es la única. Basta con pasear un campus universitario para descubrir como algún que otro estudiante disciplinado en el aula, se deshace de su mascarilla en cuanto la abandona el espacio docente compartiendo efluvios, abrazos, besos y humo en la calle, en los bancos del campus, o en la cafetería. Esperemos, que del reciente evento en un colegio mayor podamos todos extraer alguna lección aprendida. Tal vez, quepa atribuir estas conductas a la sensación de inmortalidad que proporciona la juventud. Pero recuerden aquella vieja película: en “Los inmortales” sólo podía quedar uno.
*Ricard Martínez Martínez, profesor de Derecho Constitucional de la Universitat de Valencia