Tracas y truenos versus escultura Luceros

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Estamos sufriendo una sustracción de nuestro derecho y del ejercicio de defensa de la cosa pública. No se trata de que se pueda o no acudir a los tribunales, sino de que una vez en ellos se nos escuche, de que no se violen derechos y principios, de que no se mire para otro lado en cuanto a la cosa pública se refiere. Es cierto que hoy en día ningún derecho se encuentra a salvo: ni el de los individuos ni el de los pueblos, ni el derecho privado, ni el derecho público ni el derecho de gentes. Luchar contra ello: no cabe otra posibilidad que sea digna. Nuestra lucha no es otra que la lucha por el Derecho. Luchamos por el derecho privado y el público, por el derecho a defendernos de las arbitrariedades de las administraciones en su gestión pública, en su inexistente atención a las normas cuando prevalecen otros intereses, en su mentira en la relación con las causas de lo litigioso.

No todas las personas entienden esta lucha por la defensa de la res pública de dominio igualmente público. El entendimiento más romo podría comprender que esos bienes en cuestión -patrimonio cultural y edilicio de la ciudad- no merecen el particular sufrimiento y el sacrificio de parte de la ciudadanía si no hay trueque, un “a cambio de...”, una contraprestación. En general, pocos van a entender la confrontación, mientras que otros se preguntarán por qué no ceder ante los gestores municipales. Sin duda, en este caso no es una cuestión de lo tuyo o de lo mío, se trata de lo legado por generaciones pasadas con el obligado compromiso por parte de las presentes de mantenerlo en perfectas condiciones de estabilidad y durabilidad, de cuidarlo y preservarlo ante cualquier acción dañosa que lo ponga en riesgo con el fin de que perdure para las generaciones venideras.

En otros tiempos la cosa del enfrentamiento por lo mío y lo tuyo se zanjaba en la lid y se hacía resaltar la verdadera significación de la lucha. En ellas, la espada era la llamada a poner término al conflicto tras los desafíos. La lucha no era únicamente por la cosa material, se defendía algo más; se defendía el derecho y el honor, además de la propia persona. Hoy y aquí, no hay ventajas materiales para quienes luchan por sus convicciones e ideales contra una Administración local, que viene obligada a mantener el patrimonio cultural (artículo 103.1 de la Constitución española), y quieren hacerse oir ante los tribunales de justicia, que igualmente vienen obligados a controlar que los actos de las Administraciones sean ajustados a la ley y a derecho (artículo 106.1 del mismo texto legal). Todo ello de conformidad con lo señalado en el artículo 9.3 de esa misma norma suprema.

Es cierto que en ocasiones y, a pesar de resultar lesionados los derechos que se creen deben ser respetados por todos -principalmente por las Administraciones tutelantes- , no se mantiene una tensión constante, se baja, se enfunda el sable a la vez que se hace una mirada retrospectiva sobre lo caminado o batallado hasta el momento. ¿Ceder ante el adversario o resistir ante sus arbitrariedades? No hay tregua para la cesación de acciones cuando está en juego la defensa del derecho de todos.

La ausencia de objetividad e imparcialidad es, en este caso, el bastión central de la cosa litigiosa. Hay que añadir el desinterés de quienes ostentan posiciones que, por imperio de la norma, vienen obligados a estudiar, analizar y resolver ajustados a los hechos y a derecho, y que esto no ocurre: se toma el camino fácil, se ataja con asunciones incomprensibles.

Hay muchas formas de eludir las responsabilidades del cargo y de la posición que se ostenta, entre otras las dimanantes de las omisiones, las de no entrar a analizar, escuchar y atender a quienes saben, las de mirar para otro lado. Y, a pesar de ello, lo que es peor aún, resuelve a sabiendas de que su decisión no es ajustada a derecho. No se tiene solvencia para afrontar cuestiones que no siempre gustan o apetecen, por lo que se opta, en estos casos, por flexionar al menor considerable -al osado ciudadano que se enfrenta a la administración- y, en un acto de alejamiento de no querer saber, se abandonan las obligaciones y cometidos del cargo.

Aquí la cuestión sustantiva es que la víctima, el que va de ello, no es el bien cultural que se daña “cada 9 de noviembre”, ni los ciudadanos que emprenden esta batalla ante la dejación de funciones de las administraciones públicas, la mártir aquí es precisamente el verdugo, quien ataca y atenta contra el bien “protegido”.

Si no se lucha contra la injusticia, venga de donde venga, no hay derecho. Resistirse a la injusticia, como decía Rudolf Von Jhering en su libro “La lucha por el Derecho”, es un deber del individuo para consigo mismo, porque es un precepto de la existencia moral; y un deber para con la sociedad. El que se ve atacado en su derecho o en el de la res pública, debe resistir; ésta es un obligación que debemos tener y hacer cumplir todos. Si así fuera, las cosas no estarían como están.

Recuerdo un libro que me gustó mucho, “El origen de la Justicia”, de Jordi Nieva Fenoll, en el que se exponen los motivos y prelación por los que el ser humano históricamente ha venido asediando y siendo origen de conflictos: que no ha evolucionado desde los primates, que sus intereses se vienen repitiendo desde el principio de su existencia, y que no son otros que el poder, el territorio, la jerarquía y la hembra. Sin duda, el primero implica interés pecuniario y éste respalda el territorio.

La falacia, la mentira, es una forma de violentar y perjudicar al otro en beneficio propio. La mentira no nos vino de los primates, nace con el lenguaje se fortalece con el desarrollo de nuestra capacidad de percepción de los estados mentales de los otros y de forma relevante faltan a ella desde posiciones de la función pública, arrinconando los principios de imparcialidad y objetividad.

“Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” no debe ser muy verosímil y no deben opinar así quienes con mucha frecuencia y de forma relevante faltan a ella desde poisciones de la función pública, arriconando los principios de imparcialidad y objetividad. Faltan a la verdad y sin duda lo peor no es que mientan, que sí, sino que sean escuchados, atendidos y creídos en sus falacias y que, por el contrario, no se escuche, ni se atienda a los que saben y pueden ilustrar. No se deja a un lado a quien falta a la verdad por mero interés personal de cargo, y sí a quienes acreditan los hechos con trabajos, análisis y estudios pormenorizados por entes y organismos competentes y homologados.

Así que la verdad, lejos de hacernos libres, creo que nos hunde en un mundo de desesperanza y tristeza.

  • Manuel Ayús y Rubio es doctor en Derecho.