Los yonkis también merecen ser recordados

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Leo que unas artistas han recuperado la memoria de los muros de la Cárcel Modelo de València y vuelve a sobrecogerme aquella humedad afilada que te penetraba hasta los huesos mientras esperabas escuchar: “familiares de…”. Recuerdo el portón de hierro con un intimidador pestillo negro que abrían y cerraban. El movimiento y el sonido que emitía era terrorífico, pero teníamos que pasar por ahí para llegar a los cubículos acristalados y enrejados, tras los que él nos esperaba.

Al principio, nos comunicábamos a través de una rejilla ubicada en la parte inferior del marco de madera. Después instalaron unos teléfonos. Era igual de ensordecedor. Todos gritando, muchos llorando. El tiempo pasaba volando y todos queríamos hablar a la vez. Las huellas de nuestras manos se quedaban prisioneras sobre el cristal, intentando tocar la suya. Sonaba el timbre y volvíamos por el mismo camino empedrado.

Más de tres décadas después, siento aquel frío. Podría hasta tocarlo. La cárcel olía a rancio. A moho. A una tristeza acumulada en aquellas paredes grises, de yeso, que se sentaba en los bancos de piedra que enmarcaban la sala de los tornos, donde las madres dejaban los cestos llenos de comida y de ropa limpia, impecablemente planchada.

Porque ser pobre no está reñido con ir limpio. La apariencia es lo que habla de nosotros y lo que aquellas mujeres intentaban mantener en medio de aquel infierno. Sebastián era el más pulcro y presumido. Siembre impecable, hasta cuando se quedaba tirado por las esquinas después del chute. Mis amigos jamás se burlaron, muchos vivían el mismo drama y siempre me avisaban cuando lo veían para que fuera a recogerlo.  Le despertaba, pasaba su brazo alrededor de mi cuello y me lo llevaba a casa. Despacio, con un ligero zig-zag.

Las infancias deberían ser otra cosa, pero también las hay peores. Como su vida y la de miles de jóvenes que murieron y que siguen enganchándose a la oscuridad, al dolor más absoluto. Acabarán haciendo cosas que nunca imaginaron. Robarán, se prostituirán, física y moralmente. Desaparecerán. Se convertirán en despojo, en zombis que vagan por las calles en busca de una dosis que jamás volverá a ser como la primera.

Sebastián murió en la cárcel de Llíria, pero podría haber sucedido en la Modelo de València, la de Castellón o la de Cáceres. En cualquier callejón o en cualquier cubo de la basura. Era cuestión de tiempo. Fue un mal chute como podría haber sido cualquier otra cosa.

La Conselleria de Hacienda ha adquirido algunas de las piezas de las artistas valenciana, que se instalarán en la Ciutat Administrativa 9 d’Octubre.  No puedo transitar por los espacios que quedan de aquella cárcel cuando voy allí porque reconozco la sala de espera que construyeron con posterioridad, compadecidos de las pobres madres que se quedaban ateridas de frío. Una sala nueva y unas estufas les concedieron.

Expondrán algunas de las piezas que atribuyen a presos franquistas, todos artistas, todos cultos. Qué maravilla. Pero también de aquellos ´perros callejeros’ que murieron tan jóvenes sin luchar por la libertad y la democracia, por los derechos laborales, por la igualdad y la justicia social.  

Mi hermano era un joven de Barona, como tantísimos otros. Ahora intentan sustituir ese nombre maldito por Orriols para borrar aquella década de caballo, como si así se pudiera cambiar el presente. La realidad es que es triste ver que tantos años después, sigue el drama de la delincuencia y de la droga. De la desesperanza y el desempleo.

Mi hermano era un joven, como tantísimos otros que hoy siguen cayendo. Sensible, cariñoso, inteligente. Tenía talento para pintar. Llenaba sus cartas de dibujos y palabras bonitas, impecablemente escritas. Ojalá dejara algo impreso en su chabolo o en las salas de vis-a-vis y lo hayan rescatado del olvido.

Cuando parece no importar ya aquella literatura sobre la transición esta iniciativa me llena de alegría porque es una manera de mantenerlos vivos a todos. Transformaron las celdas de la Modelo en oficinas, pero ellos siguen ahí, adheridos a la humedad de aquellos fríos muros en los que perdieron sus vidas.  Ahora seguirán presentes en la historia porque los yonkis también merecen ser recordados (pero sin romanticismo, por favor).

En memoria de Sebastián, Antonio, Maricarmen,

El Chico y todos sus amigos.

De todas las madres y padres;

de todas las familias que quedaron huérfanas.