Claro está que pueden doblegarle. ¿Qué se había pensado? No lo dude ni un segundo; les va la vida, la cartera y el prestigio en ello. Pueden inventar conflictos territoriales artificiales, generarle un miedo pavoroso con las pensiones, con la educación de sus hijos, con la lista de espera de las operaciones quirúrgicas y pueden montar otra crisis financiera cuando se les antoje que le pille con el pie cambiado. La derecha no tiene escrúpulos ni siquiera a la hora debatir.
Un señor, elegido recientemente CEO del PP, que en las elecciones no sacará ni para pipas en Cataluña, se presenta como el salvador de una patria hilvanada a su medida. Ese pirómano cínico proclama cómo sofocar un incendio en un sitio dónde nadie le quiere. Es un partido residual en un lugar muy sensible donde justamente no hace ninguna falta arrojar más combustible ni pregonar más extravagancias. El hijo adoptivo de Aznar, que arrastra una recua de exministros enfangados judicialmente, no da puntadas sin hilo: quiere ser el adalid de las personas decentes que sacan a sus perros a pasear, que cogen el metro y que trabajan de mala manera, cobrando 79 veces menos que los consejeros de la compañía donde están empleados precariamente (como ha dejado escrito Juan José Millás, sea quién sea ese escritor). Un tipo como Casado, que retuerce las cifras, que se atribuye más empleos de la cuenta y que miente descaradamente, quiere comprarles el voto del domingo a precio de saldo.
Pablo Casado tiene una pareja de baile incondicional, el ciudadano Rivera. Un tipo que atiza a todos desde su atril, bendecido por esos poderosos que, con la excusa de quitarles un insignificante tramo de un impuesto, un raquítico tanto por ciento simbólico, van a vender al mejor postor generosas porciones de servicios públicos tiradas de precio. Van a lucrarse con usted, aunque crea que es justo al contrario. Todo lo que mejora la vida de la gente podría ser subastado. No hace falta recordar ejemplos recientes. ¡No sea pardillo!
Muchos ciudadanos de a pie se harán el harakiri político el domingo en medio de la plaza pública para desahogarse con el vecino, con su jefe o con la parienta. Por desgracia es mejor reclamo electoral la mala leche que el buen rollito. Van a salirse con la suya, algoritmo a algoritmo, capítulo a capítulo de las series de ficción que devoran ávidamente uno detrás de otro, subida tras subida de los precios de algunos productos básicos, partido a partido (como dice Simeone). ¡Es irremediable! Tienen la sartén por el mango. ¡Somos carne de cañón! Quizá ya ni el voto pueda salvarnos. Acuda al local de una ONG cercana, afíliese a un sindicato reivindicativo, lea prensa más o menos independiente, rece cuanto crea conveniente o embárquese en el Open Arms.
Protéjase de los que le quieren mal. ¡No sea soplapollas! Rivera y Casado y viceversa, tanto montan, les van a servir una colmada ración de extrema derecha al ajillo, una tonelada de racismo premeditado y les van a instalar una carga explosiva de prejuicios de alta precisión que les estallará de lleno en sus conciencias. Tiempo al tiempo. ¡Pum, pum!
Ellos si van a poder con ustedes. No sabemos la fecha exacta pero trabajan arduamente para ello, poco a poco, sin prisa. Degusten cuanto puedan del perecedero régimen de libertades del que disfrutamos antes de que caduque del todo. A este cuento, los poderosos, los Trump globales y los locales, le están escribiendo el epitafio, un final poco halagüeño. El Papa dijo que estamos inmersos en la tercera guerra mundial y ustedes, pobres idealistas, van a ir a votar pacíficamente y a pecho descubierto el domingo. ¡Ellos sí que pueden! Han sido diseñados para usurparles la dignidad y los ahorros. De momento solo se me ocurre una cosa: el domingo al menos no les vote. No les dé el gusto.
Créanme, cuánto más tarden en salirse con la suya mejor para sus hijos.