Siempre me he inclinado a pensar que en las democracias plenas nuestros representantes legítimos deciden pensando que hacen lo más conveniente en favor del interés general. En este caso pienso lo mismo. Y tengo la sensación de que aquellos que tienen el poder ya han decidido apoyar la ampliación norte del puerto de Valencia, duplicando su capacidad para albergar contenedores. Desde su punto de vista creen que es una buena decisión. Yo en cambio defiendo lo contrario. Por esa razón me dirijo, en primer lugar, a quienes nos representan, sea en los gobiernos, sea desde la oposición. Porque todos y todas me representan. Pero también quiero dirigirme al resto de actores económicos y sociales que tienen voz propia. El poder no solo está en manos de quienes forman parte de los gobiernos. Y desde hace unas décadas esto es mucho más evidente. A todos ellos, que son mayoría entre los que toman decisiones, les pido que lo reconsideren. A mi juicio, se trata de una decisión equivocada desde el punto de vista geopolítico, económico, social, ambiental y cultural. Es una decisión propia de otro tiempo ya pasado. Constituye un ejemplo insuperable de mala gobernanza (la buena gobernanza es mucho más que la ausencia de escándalos), invita a una interesante reflexión sobre dónde reside hoy el poder y un gran ejemplo sobre la difícil conciliación de los tiempos: el político (escasamente cuatro años), el económico (entre diez y veinte años) y el ambiental (no menos de cincuenta años).
Cambien de rumbo. Acuerden la paralización del proyecto. Apelo a la conciencia de quienes tienen capacidad política para tomar esa decisión histórica y quienes tienen el poder y la influencia. Porque han de saber que (para bien o para mal) pasarán a la historia de la ciudad y de la región urbana. Es mejor desdecirse que persistir en el error. En plena época de descarbonización de la economía, de apuesta por la movilidad sostenible y de la cuarta revolución industrial, nuestra aspiración colectiva debe ser mucho más ambiciosa que superar al puerto de Bremen en capacidad de manipular contenedores. Lo más coherente, lo menos despilfarrador, lo mejor para la salud de más de un millón de personas y para nuevas generaciones, si pretendemos enviar ese mensaje desde una ciudad y una región que quiere ser reconocida de otra forma, sería anunciar la paralización del proyecto ahora que aún se está a tiempo. Sin esperar a que una decisión política de esta magnitud tenga que ser sustanciada finalmente en tribunales de justicia, porque eso evidenciaría el fracaso de la política. Sin centrarse en discutir acerca de si es necesaria o no una nueva Declaración de Impacto Ambiental. Esa, a mi juicio, no es la cuestión. Además, dicho sea de paso, si esta gigantesca actuación no precisa, en opinión de sus impulsores, de una Evaluación Ambiental Estratégica y una nueva Declaración de Impacto Ambiental, lo que tenemos que exigir es que se modifique la legislación en esta materia y la propia Ley de Puertos de Estado para evitar que se produzcan situaciones similares en el futuro.
De materializarse, estaríamos ante una situación irreversible, de consecuencias muy negativas para el futuro de la ciudad y su región metropolitana y para generaciones futuras. Piensen en cómo va a afectar sobre la calidad de vida de más de un millón de personas. Pónganse en el lugar de la mayoría de los ciudadanos que no tienen voz y que, salvo minorías, ustedes saben que no van a movilizarse ante decisiones de este tipo, aunque tengan un impacto de incalculables consecuencia para nuestro futuro. No debe llamarnos la atención la escasa resistencia ciudadana, siempre ha sido así. Hasta que por cualquier razón, en especial los jóvenes, pueden indignarse, pero en este caso podría ser demasiado tarde y la responsabilidad por los daños causados inatribuible. Los ciudadanos, en general, no tienen por qué saberlo, pero ustedes sí. Recuerden el texto seminal de Ulrich Beck cuando hablaba de la “irresponsabilidad organizada” y de la paradoja de la sociedad del riesgo en esta nueva modernidad.
Cambio de paradigma “imparable”
No solo importa el crecimiento económico. Estamos ante un cambio de paradigma que ya se ha instalado en el imaginario de una parte importante de la sociedad. Que es imparable. Que lo que era posible hace siquiera una década ahora ya no lo es. Que la democracia se entiende de otra forma. Que al delirio del crecimiento, en palabras de David Pilling, ahora se contraponen políticas públicas que tienen en cuenta el capital natural. Que ya no hablamos de desarrollo sostenible como un significante vacío sino de un concepto que ya ha pasado a impregnar las agendas políticas. Porque lo que está ocurriendo es que asistimos a un proceso de maduración de contextos culturales de acuerdo con la secuencia bien conocida: primero la comunidad científica alerta sobre un problema; en segundo lugar los medios de comunicación se hacen eco de la dimensión de ese problema; después, sectores crecientes de la ciudadanía son plenamente conscientes de la gravedad de la situación, y finalmente los poderes públicos impulsan agendas que, entonces sí, se muestran eficaces. Nosotros estamos ya entre la segunda y tercera etapa. Y ahora no solo es necesario sino posible que los poderes públicos puedan impulsar nuevas medidas y estrategias de adaptación a la crisis climática. Eso sí, gestionando adecuadamente la transición hacia otros modelos y ofreciendo seguridades y compensaciones económicas, muy especialmente para el sector del transporte. Porque la justicia ambiental y la justicia social son inseparables. Pero la sociedad en su conjunto se beneficia.
Estamos en situación de emergencia climática. Las evidencias son incuestionables. Y uno de los objetivos prioritarios en la Unión Europea para esta próxima década será la lucha contra el calentamiento global y la reducción significativa de las emisiones contaminantes a la atmósfera. Podría ahora citar, pero no lo creo necesario, decenas de estudios sobre el discutible impacto económico de muchos puertos en las economías regionales y el elevado impacto ambiental negativo sobre su entorno, declaraciones institucionales de gobiernos y parlamentos sobre emergencia climática, informes de la Agencia Europea de Medio Ambiente sobre transporte y calidad del aire (el último de 2019), Planes Nacionales, leyes y reglamentos del propio gobierno español y de gobiernos regionales y locales sobre niveles, ya sobrepasados, de contaminación atmosférica y sus causas, incluso abundante normativa sobre movilidad, contaminación y riesgo comprobado sobre la salud de las personas. Por no referirme a la existencia de reconocimientos internacionales sobre la Huerta de Valencia como referente mundial o a Planes Territoriales y leyes de ordenación y protección de la Huerta.
Doy por supuesto que quienes apoyan esta decisión conocen bien estas declaraciones, informes, planes, leyes y reglamentos -también su grado de (in)cumplimiento- y cómo una ampliación de estas dimensiones, pese a su reducido impacto económico regional, aumentará, aún más, los niveles de contaminación atmosférica ocasionados por la movilidad exacerbada de trasporte por carretera y sus consecuencias sobre la salud de las personas, las alteraciones del fondo marino y de la línea de costa y los efectos de la urbanalización y las fracturas territoriales. Igualmente conocen bien que la economía regional dispone de capacidad suficiente con la actual dimensión del puerto. Y quiero suponer que han pensado alguna vez que lo que es bueno para algunas empresas que trabajan en el puerto no necesariamente es bueno para la ciudad. Nuestros problemas de modelo productivo, de pérdida de competitividad, de baja productividad y de bajos salarios no se van a resolver con actuaciones de este tipo.
“Claridad” en el proceso
Se necesita claridad. Aunque la decisión estuviera ya tomada ni siquiera hay claridad en el proceso. Y esa cuestión no se resuelve con un plan de comunicación para “reverdecer” la decisión. Casi se duplicaría el acceso de camiones al puerto y los promotores e interesados exigirían un nuevo acceso para camiones por el Norte (contraviniendo por cierto lo señalado en la Declaración de Impacto Ambiental de 2007) puesto que una línea de ferrocarril apenas podría absorber menos de un 20% de contenedores. Pero nada sabemos del verdadero volumen de recursos públicos que se deberían comprometer ni de compromisos presupuestarios de las administraciones competentes. En realidad sí sabemos: a día de hoy no hay recursos comprometidos para esa actuación ni previsión de que los haya en opinión de los distintos responsables de los gobiernos. Ni para un supuesto túnel submarino, ni para un enlace por ferrocarril… ni para un túnel pasante para la ciudad, ni para una gigantesca actuación restauradora de la fractura que causaría la salida del ferrocarril en la Huerta. Demasiados anuncios y escasos compromisos presupuestarios. Y cualquier solución “provisional” para entrada y salida de camiones por el Norte sería inaceptable e inviable a estas alturas del siglo. El conflicto social estaría asegurado. De otra parte, si hubiera disponibilidad presupuestaria las prioridades deberían ser otras.
Soy consciente de la dificultad y de las presiones. Además de mi trabajo académico, en el pasado he tenido el privilegio de formar parte de gobiernos, tanto en el central como en el autonómico. Conozco bien el poder del sistema cuando se pone en marcha, el relato sobre el empleo y el progreso mayoritariamente expresado por los actores políticos, económicos y sociales interesados y su capacidad para conseguir que sus visiones prosperen. Salvo que un tribunal de justicia decida lo contrario ustedes ganarán en este desigual debate democrático… pero ya han perdido el monopolio del relato. Hay momentos en los que hay que marcar la diferencia entre administrar la cosa pública, gobernar o liderar. Por eso estamos ante una decisión histórica que bien merece ser reconsiderada y consensuada para que nadie caiga en la tentación de obtener rédito político. Esta cuestión lo merece. Piensen en sus hijos, no en las próximas elecciones.
Joan Romero es catedrático de Geografía Humana de la Universitat de València.