Ya se sabe, sobre gustos no hay nada escrito. “Hay mucho escrito y yo me lo he leído”, esta era la respuesta que solía espetar un jefe que tuve en un estudio de arquitectura cuando empezaban las hostilidades con los clientes alrededor de un proyecto. Ante el tópico, respondía siempre con la misma sentencia implacable que lo erigía como responsable único y absoluto de cualquier decisión que se tuviese que tomar. Pese a la actitud totalitaria y algo cuestionable de mi exjefe, hoy en día la autoridad de los arquitectos está probablemente en las cotas más bajas de la historia de la profesión.
El hecho de haber leído mucho o poco sobre gustos, tener un título que conlleva más de seis años de estudio, máster en el extranjero, una carrera dilatada con varios proyectos destacables y encima la capacidad comunicativa para reivindicar toda esta solvencia profesional, no tiene por qué reflejarse en una actitud diligente por parte del cliente hacia el arquitecto. Y es que quizás tampoco tiene por qué ser así, al fin y al cabo el cliente es quien paga y, normalmente, cuando hay una obra de por medio, no es poco. Sí que lo suelen ser los honorarios del arquitecto, pero ese es un jardín en el que no entraremos.
Detrás de cualquier obra de arquitectura existe una vastísima historia relacional entre el promotor y su arquitecto. Un proyecto arquitectónico, por simple y pequeño que sea, siempre conlleva contratiempos, cambios imprevistos, sobrecostes y mucho desgaste acumulado. Cualquier lector que se haya hecho una casa, la reforma de un piso o incluso la renovación de su cocina supongo que a estas alturas ya sabe de qué hablo. Ante el periplo tortuoso y fatigante que representa llevar a cabo una obra, arquitecto y cliente discurren cogidos del brazo hacia un final incierto donde su vínculo o amistad, si es que eran previamente amigos o incluso familiares, quedará inexorablemente dañada.
Frente a esta realidad de la profesión, cuando veo publicado cualquier proyecto, no puedo evitar preguntarme por la trama humana que ha precedido a su materialización. Algo así pensé el otro día ante el reportaje en AD sobre la nueva casa de los Javis, firmada por el estudio barcelonés Mesura en colaboración con los valencianos Viraje y los interioristas de Minim.
Los cineastas Javier Calvo y Javier Ambrossi mostraban su nueva casa en Pozuelo de Alarcón (Madrid), donde han trasladado su residencia para vivir de acuerdo con su “momento vital”, según palabras textuales suyas. A juzgar por el reportaje, su momento vital debe ser extraordinariamente exitoso ya que descubre una mansión con todo tipo de lujos espaciales y materiales, y decorada hasta el último metro cuadrado con piezas de arte y de mobiliario de alta gama.
Ante este tipo de documentos periodísticos, donde se mezcla arquitectura y diseño con famoseo, los profesionales y puristas de los dos primeros términos nos situamos sistemáticamente en la trinchera del escepticismo y del prejuicio. Habitualmente, estos reportajes enseñan casas con un exceso ingente de eclecticismo, incoherencias y disonancias entre referentes estilísticos que nos invitan a pensar que el colega arquitecto que hay detrás de tal pastiche ha debido pasar por algunos apuros.
Aunque cliente y arquitecto, tal y como he intentado señalar, acaban conformando una suerte de matrimonio de conveniencia, su relación es siempre algo más compleja ya que se desarrolla en un terreno poliamoroso. En la ecuación que conforma el proyecto para una casa, especialmente con clientes adinerados, participan interioristas, constructores que diseñan, ingenieros especialistas, project managers, paisajistas y hasta otros agentes que no me atrevo a calificar de ninguna manera porque en realidad no acreditan ningún título ni conocimiento pero que se atreven a meter baza en cuanto pueden.
Ante el periplo tortuoso y fatigante que representa llevar a cabo una obra, arquitecto y cliente discurren cogidos del brazo hacia un final incierto donde su vínculo o amistad, si es que eran previamente amigos o incluso familiares, quedará inexorablemente dañada
Ante este panorama pluridisciplinar y variopinto, al arquitecto se le atribuye per se la desafortunada tarea de coordinador del equipo y de tener que lidiar con las presiones y los intereses de cada colectivo en representación del cliente y como responsable último del resultado conjunto. Cabe decir que, de toda la lista de profesionales citados, el arquitecto es de los pocos, cuando no el único, que tiene una responsabilidad civil sobre el trabajo que realiza que le obliga a pagar un seguro incluso cuando ya se ha jubilado.
No obstante, este agravio comparativo ni se tiene en cuenta ni se valora popularmente, y hay determinados clientes que le otorgan la misma credibilidad e influencia a quien concibe todos los espacios de su casa y calcula su estructura que a quien le elige las alfombras y cojines. Estas comparaciones son odiosas y pueden desprender cierto hedor de superioridad. Se entiende que todas las labores que intervienen en el diseño y la construcción de una casa son importantes y valiosas, pero desjerarquizarlas por completo también es un error injustificado.
En ese sentido, recuerdo otro reportaje célebre sobre la casa de una pareja famosa. Se trataba de una pieza de la revista Hola! en la que Helen Lindes y Rudy Fernández abrían las puertas de su nueva casa. En la portada se mostraba el siguiente texto: “Rudy y yo hemos diseñado todo juntos, desde el exterior hasta el más mínimo detalle interior”, destacaba. A esta apropiación de la autoría hay que añadirle el hecho de que el nombre del arquitecto no aparecía tampoco en todo el reportaje. Algunos arquitectos se hicieron eco de ello en redes y lo comentaron con sorna como por ejemplo en esta entrada del blog ¿Arquitectamos locos?. No daban crédito a que se obviase de una forma tan gratuita la figura del arquitecto cuando en el título, y resaltado en mayúsculas, se anunciaba “la espectacular casa”. ¿Alguna vez han visto un reportaje sobre un libro o una película donde no se cite ni una sola vez al autor o al director?
Siguiendo con más casos de famosos que nos enseñan y explican las virtudes de sus nuevos hogares, tenemos la reciente incorporación al género de los streamers. Los más veteranos parece que ya han cosechado suficientes ganancias como para sumarse al club de los 'codiseñadores' y, alentados por la vanidad y la ostentación que impera entre los detractores del mileurismo, se animan a ofrecernos un tour virtual por sus “casoplones”.
Este nuevo campo lo ha explorado el arquitecto divulgador Pau M. Just en su canal de YouTube, donde analiza por ejemplo las casas de Ibai Llanos o de El Xokas. En el caso de este último, Pau M. Just hizo una crítica contundente de su nuevo ático dúplex, valorado en más de dos millones de euros y ubicado en el centro de Madrid. Sus palabras no fueron demasiado bien recibidas por El Xokas, que respondió con un vídeo en su propio canal, avivando la polémica entre ambos.
Sin ánimo de decantarme por ninguno de los dos bandos, cabe señalar que las casas de los gamers suelen carecer de cualquier interés arquitectónico o estilístico. Solo hace falta ver las composiciones de colores, el festival de luces de neón, los pósteres y resto de elementos que les respaldan cuando se graban jugando o hablándole a la cámara para comprender, que tal y como diría mi exjefe, sobre gustos no han leído demasiado o directamente nada. Eso no quita que vivan muy confortablemente en casas hechas a su medida y necesidades y que, para ello, hayan contado con el asesoramiento de arquitectos competentes capaces de llevar a cabo sus peticiones.
Hay determinados clientes que le otorgan la misma credibilidad e influencia a quien concibe todos los espacios de su casa y calcula su estructura que a quien le elige las alfombras y cojines
Decía Alejandro de la Sota que el arquitecto siempre da liebre por gato. Contrariamente a la expresión común, los arquitectos tienden a trabajar más allá de los límites de sus honorarios por culpa de su dichosa vocación. De ese modo, su labor se encuentra en el filo que existe entre satisfacer a sus clientes por los servicios por los que los han contratado y en conseguir sacar de cada proyecto aquella materia sensible que les haga sentir realizados. Ambas cosas a veces coinciden y es motivo de júbilo y de celebración. Pero cuando no es así, se convierte en un pulso que debe librarse con mano izquierda, resignación y asertividad.
El mismo Xokas decía acerca de su nuevo ático: “Hay muchas cosas de esta casa que no me las han recomendado ni mis arquitectos ni mis diseñadores, pero que las he hecho porque me ha salido de los cojones” [sic]. Siento citar explícitamente esta expresión tan ordinaria, pero creo que en elocuencia es insuperable. Un arquitecto quizás tiene el deber deontológico de seguir lo que dictan las enciclopedias e incunables del buen gusto hasta que su cliente se oponga, ya sea por falta de sensibilidad, por capricho, por escasez o abundancia económica, por interferencias de terceros o por un ramalazo de testosterona.
Hace algo más de dos mil años, Marco Vitruvio escribió el famoso tratado De Architectura donde proponía tres principios básicos para la disciplina: Firmitas (firmeza), Utilitas (utilidad, funcionalidad) y Venustas (belleza). En la actualidad, el marco normativo que regula el trabajo de los arquitectos exige que Firmitas y Utilitas estén bien resueltos y fija unos criterios para ello. Sin embargo, deja a merced de los gustos particulares el Venustas.
La tensión entre cliente y arquitecto debe ser tan antigua como la arquitectura misma. En 1900, el prestigioso arquitecto vienés Adolf Loos escribió una fábula donde relataba la historia entre un arquitecto en la época de la Sezession con su cliente rico. En un fragmento del cuento, el arquitecto reñía a su cliente por salir de su dormitorio con unas zapatillas que estaban diseñadas exclusivamente para esa estancia: “Usted está estropeando todo el ambiente con esas dos horribles manchas de color”, le afeaba el arquitecto.
En el vídeo de los Javis, en un momento dado, Javier Calvo dice algo que me hizo recordar esta escena: “Tenemos esta planta enorme que Benji, mi arquitecto, quiere que saquemos de aquí”. Ante una estantería imponente de madera de roble a doble altura y con unas escaleras integradas, aparece una maceta inmensa con un ficus bastante deslucido. En la casa de los Javis, que por cierto es un proyecto fantástico, lleno de espacios amplios y luminosos, con geometrías bien encajadas y con un rigor de materiales, estilos y diseños que hasta ofende de tan armónico que resulta, ese ficus supone un acto de rebeldía, un resquicio para la libertad, el único símbolo disidente ante la tiranía del buen gusto.