Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.
¿Y ahora qué?
La Constitución es la norma superflua por excelencia. La Constitución no resuelve ningún problema de los que se plantean en la convivencia. En una sociedad democráticamente constituida nadie tiene jamás un problema que tenga su respuesta en la Constitución. Por eso, la Constitución ha sido un producto tan tardío en la historia de la convivencia humana. Hasta el siglo XVIII no aparecerán las primeras constituciones. Hasta bien entrado el siglo XIX no empezarán a extenderse por diversos países europeos y americanos. Y hasta bien entrado el siglo XX no se afirmará la Constitución como norma jurídica. Una sociedad tiene que tener un nivel de desarrollo alto para poderse permitir el lujo de tener una Constitución. Y muy alto para tener una Constitución con el carácter de norma jurídica.
La función de la Constitución no es resolver problemas, sino posibilitar que cualquier problema que se presenta en la convivencia encuentre una respuesta política de una manera jurídicamente ordenada. La Constitución no resuelve ningún problema, pero, sin ella, no se resuelve ninguno.
Obviamente, en sociedades democráticamente constituidas. Las no constituidas democráticamente no necesitan la Constitución. Les estorba la Constitución. Las democráticamente constituidas no pueden vivir sin ella.
Precisamente porque no resuelve ningún problema, la Constitución tiene necesariamente que prever quien y de qué manera tiene que dar respuesta a los problemas que inevitablemente se producen en la convivencia.
Y todas las Constituciones democráticas no lo hacen igual, pero sí de la misma manera. Atribuyendo a un órgano elegido directamente por todos los ciudadanos y ciudadanas mediante el ejercicio del derecho de sufragio, la “potestad legislativa”, la potestad de dictar la norma jurídica con base en la cual se da respuesta a cualquier problema con el que la sociedad tenga que enfrentarse. Los problemas, todos los problemas que se plantean en la convivencia, encuentran la respuesta en la ley, en las leyes, porque la Ley no existe sino en la forma de infinitas leyes, cada una de las cuales ordena una determinada esfera de la vida en sociedad. La Constitución es una. Las leyes son muchas.
La Constitución tiene que decidir qué órgano constitucional y a través de qué procedimiento va a decidir todo lo que ella no ha decidido, que es prácticamente todo. Dicho órgano es el único que tiene legitimación democrática directa. Representa directamente a todos los ciudadanos y ciudadanas. Y por eso, tiene “libertad de configuración” para dictar la norma con base en la cual se va a dar respuesta al problema con el que la sociedad tenga que enfrentarse.
En una democracia parlamentaria únicamente el Parlamento tiene “libertad”. Todos los demás operadores jurídicos, desde los diferentes órganos constitucionales a todas las personas físicas o jurídicas, no tienen libertad, sino “autonomía” dentro del marco de la voluntad general, de la ley. En el binomio voluntad general, constituida mediante el ejercicio del derecho de sufragio objetivada en la ley y voluntad particular, que son las de todos los demás, descansa el sistema político y el ordenamiento jurídico de todas las democracias dignas de tal nombre.
La “libertad” del Parlamento en el proceso de elaboración de la ley no puede ser interferida en ningún momento por nadie. El Parlamento, las Cortes Generales en nuestro país, tiene “libertad absoluta” para dictar la ley en los términos que le parezca oportuno. Durante la tramitación parlamentaria de la ley no tiene límite alguno. Esto es así en todas las democracias parlamentarias sin excepción.
Una vez aprobada la ley y publicada en el BOE o en el equivalente de los demás países democráticos, la “libertad” del Parlamento “puede dejar de ser absoluta”, si en la Constitución se contempla la existencia de un órgano que puede revisar la constitucionalidad de la ley. Hay democracias parlamentarias que no tienen control de constitucionalidad en su fórmula de gobierno. Otras, entre ellas la española, sí lo tienen. El TC tiene atribuida la facultad de revisar la interpretación que las Cortes Generales han hecho de la Constitución al dictar la ley.
Pero esa revisión únicamente puede producirse una vez que la “voluntad general” ha recorrido todo el proceso legislativo previsto en la Constitución y en los Reglamentos Parlamentarios, ha sido sancionada y promulgada por el Jefe del Estado y ha sido publicada en el BOE. A partir de ese momento y siempre que se interponga un recurso o una cuestión de inconstitucionalidad, el TC tiene autoridad para revisar la interpretación que han hecho las Cortes Generales de la Constitución.
El intérprete de la Constitución son las Cortes Generales. El TC no es intérprete de la Constitución, sino revisor de la interpretación que las Cortes Generales ha hecho de la Constitución. Sin ley que haya interpretado la Constitución, el TC no puede hacer nada. Hasta que las Cortes Generales no han recorrido todo el proceso legislativo y la norma no ha sido sancionada, promulgada y publicada en el BOE, no se puede interponer ningún recurso contra ella ante el TC.
Así se expresa el principio de legitimación democrática en el proceso de “creación del derecho”. Cualquier interrupción de dicho proceso desde el exterior supone una quiebra de dicho principio de legitimidad democrática, que, como dijo el TC en una de sus primeras sentencias, la STC 6/1981, es el fundamento de “TODA” nuestra ordenación jurídico-política.
Esto es lo que acaba de hacer el TC, conculcando la Constitución y la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional de manera flagrante. Un órgano constitucional que no está en la Constitución para hacer nada en positivo, sino para evitar que la ley aprobada por las Cortes Generales pueda ser contraria a la Constitución, ha decidido intervenir en el proceso legislativo y privar a las Cortes Generales de la “libertad absoluta” que tienen en dicho proceso.
¿Y ahora qué?
Puesto que se trata de algo inédito, que no tiene precedentes en ninguna democracia parlamentaria, no podemos acudir a ninguna experiencia que nos sirva de referencia. El sistema político español tiene que “inventarse” una respuesta.
De momento, es la Mesa del Senado la que tiene que dar el primer paso, que, en mi opinión debería consistir en mantener la convocatoria del Pleno prevista para el viernes.
El segundo debería corresponder a los grupos parlamentarios. En mi opinión, a todos, que deberían ponerse de acuerdo en aceptar la decisión del TC y suprimir los preceptos que fueron recurridos y respecto de los cuales el TC ha dictado las medidas cautelarísimas de todos conocidas. El resto de la reforma no afectado por el recurso y por la decisión del TC se debería someter a votación.
Obviamente, el texto aprobado por el Senado tras estas mutilaciones, tendría que volver al Congreso de los Diputados para ser aprobado definitivamente.
Quedaría por resolver la renovación del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional. Volveríamos, por tanto, a la situación en que nos encontrábamos antes que se introdujeran las enmiendas que han dado origen al recurso de amparo que ha sido resuelto por el TC de la forma conocida por todos.
Ahora mismo no es posible hacer otra cosa.
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La Constitución es la norma superflua por excelencia. La Constitución no resuelve ningún problema de los que se plantean en la convivencia. En una sociedad democráticamente constituida nadie tiene jamás un problema que tenga su respuesta en la Constitución. Por eso, la Constitución ha sido un producto tan tardío en la historia de la convivencia humana. Hasta el siglo XVIII no aparecerán las primeras constituciones. Hasta bien entrado el siglo XIX no empezarán a extenderse por diversos países europeos y americanos. Y hasta bien entrado el siglo XX no se afirmará la Constitución como norma jurídica. Una sociedad tiene que tener un nivel de desarrollo alto para poderse permitir el lujo de tener una Constitución. Y muy alto para tener una Constitución con el carácter de norma jurídica.
La función de la Constitución no es resolver problemas, sino posibilitar que cualquier problema que se presenta en la convivencia encuentre una respuesta política de una manera jurídicamente ordenada. La Constitución no resuelve ningún problema, pero, sin ella, no se resuelve ninguno.