Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.
Un discurso imposible
El Rey se encontraba en una situación imposible. El PP, a pesar de que desde 2015 carece de mayoría parlamentaria para ser el partido de Gobierno, no ha aceptado la legitimidad de la alternativa encabezada por el PSOE. En España no opera desde hace ocho la condición sine qua non para que la democracia pueda operar con normalidad: la aceptación de la derrota por quien no consigue el número de diputados suficientes no solo para alcanzar la investidura, sino para poder gobernar a continuación. El reconocimiento de la derrota es lo que garantiza la legitimidad del resultado electoral por encima de toda sospecha. Cuando esto no ocurre, el sistema político funciona a trancas y barrancas. Y, cuando esto ocurre, el Rey no puede decir nada.
Desde la no aceptación de la derrota por Donald Trump en las elecciones de 2020, la democracia como forma política ha dejado de tener el prestigio de ser la única forma no ya aceptable, sino indiscutible, de organización del poder. A pesar de que la diferencia entre el Partido Demócrata y el Partido Republicano fue de siete millones de votos y de que no debería existir duda de ningún tipo de cuál fue el resultado electoral, las dudas acerca de la victoria de Joe Biden no han desparecido por completo. Sin reconocimiento expreso de la derrota propia y de la consiguiente victoria ajena, el resultado electoral no está por encima de toda sospecha como fuente de la legitimidad para la dirección del Estado.
En España hemos tenido el dudoso honor de adelantarnos a los Estados Unidos. Antes de que el Partido Republicano haya puesto en duda la legitimidad de la Presidencia del Partido Demócrata, las derechas españolas han puesto en duda la legitimidad de la presidencia del Gobierno del partido socialista. La legitimidad de Pedro Sánchez se puso en cuestión antes que la de Joe Biden. Además de las reservas sobre la moción de censura de 2018, el PP ha intentado hacer saltar por los aires las investiduras de 2019 y 2023. En esta última han intentado incluso implicar al Rey, exigiendo de manera constitucionalmente más que discutible que el Rey formulara la propuesta de Alberto Núñez Feijóo como candidato a la investidura incluso antes de que se hubiera producido la constitución de las Cortes y se hubieran designado los presidentes y demás miembros de las mesas del Congreso y del Senado. No llegaron a conseguirlo, pero sí mantuvieron durante más de un mes el espantajo de la victoria del PP en las elecciones del 23 J.
No cabe duda de que la democracia española está operando como una democracia. Así es reconocido por todas las instituciones que evalúan los sistemas políticos de todos los países del mundo. Pero lo está haciendo sin el reconocimiento no solo del principal partido de la oposición, sino de todos los demás partidos de la derecha española. Así como también de sus terminales mediáticas.
Ello no se ha traducido en que la democracia española sea una democracia débil, pero sí en que es una democracia permanentemente amenazada. En los últimos cinco años se ha conseguido recuperar el ejercicio normalizado de la potestad legislativa y de la potestad presupuestaria que habían caído en desuso desde 2016 a 2018 y, de no ser por la negativa del PP de cumplir con la obligación de pactar la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), la Constitución estaría operando como una constitución plenamente normativa.
La democracia funciona, pero bajo una amenaza constante. Con insultos permanentes, manifestaciones continuas ante las sedes del PSOE y agresiones ocasionales en Parlamentos de algunas comunidades autónomas o en Ayuntamientos. Manifiestos en contra del Gobierno de la Nación por parte de asociaciones de jueces, de altos funcionarios del Estado, de asociaciones de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado.
Dirigir en estas condiciones la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del estado como encomienda la Constitución en el artículo 97 al presidente del Gobierno y al Consejo de ministros no es tarea fácil, pero no resulta imposible. La mayoría parlamentaria de investidura se ha alcanzado con cierta seguridad y, aunque hay nubarrones para la cohesión de dicha mayoría de investidura como mayoría de gobierno, no parece que haya riesgo para su continuidad. No lo sabremos con certeza hasta las elecciones europeas del mes de junio.
Para quien resulta imposible dirigirse al país con normalidad es para el Rey. Una magistratura hereditaria no puede operar en un ambiente político tan encanallado como lo está el de España en este momento. Lo único que puede hacer es intentar que nadie pueda apoderarse de o atacar con credibilidad lo que él diga. Y es lo que hizo. Hablar de la Constitución y de España. Y de la Constitución y de España como realidades inmutables, respecto de las cuales no puede siquiera contemplarse reforma de ningún tipo.
Es verdad que, como el Rey dijo, la Constitución descansa sobre determinados principios que no pueden ser siquiera sometidos a discusión y que es la indiscutibilidad de esos principios lo que nos permite discutir civilizadamente todos lo demás. Pero es la falta de coincidencia en esos principios indiscutibles, el primero de los cuales es la Monarquía, lo que nos impide plantearnos la reforma de la legitimidad originaria del texto constitucional, que, tras 45 años, es obvio que necesita ser reformado. Como consecuencia de ello, las palabras del Rey sobre la Constitución han sido huecas.
Poniéndose a escarbar, siempre se puede encontrar algún escoramiento en una dirección u otra, pero lo importante para el Rey no es como lo interpreten los dirigentes de los distintos partidos, sino que los ciudadanos lo perciban como una magistratura neutral.
Pienso que lo consiguió.
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