Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.
No ha sido la primera ni será la última
La sentencia del Tribunal Supremo en la que ha condenado al diputado de Podemos Alberto Rodríguez por haber dado una patada en la rodilla a un agente de la Policía Nacional en una manifestación ha sido analizada con extrema dureza inmediatamente después de su publicación. Joaquín Urías en Público el 7 de octubre (“La policía siempre tiene la razón y si no, la justicia se la da”), Jodi Nieva en el Diario el 8 (“Una condena que no debió dictarse”) y José Antonio Martín Pallín en Infolibre el 11 (“Entre el derecho y el no derecho: la patada en la rodilla”) han acusado implícitamente de prevaricación a los siete magistrados que dictaron la sentencia, poniendo de manifiesto que esa es también la acusación que se desprende del voto particular discrepante de dos magistrados de la Sala Segunda.
Doy por supuesto que el lector de elDiario.es no necesita ningún análisis adicional desde una perspectiva estrictamente jurídica de la sentencia. En consecuencia no va a ir en esa dirección este artículo.
La sentencia es un caso de libro de la anécdota que se convierte en categoría. Se inserta en una pauta de conducta del TS, pero también del Tribunal Constitucional, dirigida a promocionar la tesis de falta de legitimidad del Gobierno presidido por Pedro Sánchez, que ha sido el núcleo esencial de la estrategia del PP y Vox y también aunque en menos medida de Ciudadanos, desde el debate de investidura, es decir, desde antes de que Pedro Sánchez se convirtiera en presidente del Gobierno.
Cristina Monge ha publicado el 11 de octubre en Infolibre un artículo con el expresivo título “Ganar en los juzgados lo que no se ganó en las urnas”, en el que hace referencia a varias sentencias dictadas por diversos órganos jurisdiccionales, dirigidas a dar credibilidad a la estrategia de las derechas españolas de negar la legitimidad del Gobierno de coalición que se constituyó tras las elecciones de noviembre de 2019. La acusación de falta de legitimidad viene, en realidad, desde la aprobación de la moción de censura en julio de 2018.
El uso “arbitrario” del poder en el ejercicio de la función jurisdiccional, del que el Comité de Derechos Humanos de la ONU ya acusó al Tribunal Supremo por la forma en que condenó al juez Baltasar Garzón, está aumentando de manera notable y me temo que va a ir a más en lo que queda de legislatura.
La arbitrariedad en el ejercicio de la función jurisdiccional es una expresión de la impotencia política de las derechas españolas. Se está proyectando sobre el pasado, pero con una perspectiva de futuro. Las derechas españolas saben que de la “unidad de España” que ellos propugnan, queda fuera la mayoría de la sociedad española. Viene siendo así desde diciembre de 2015, pero cada vez lo es más. Quedó claro en la votación de los Presupuestos Generales del Estado para este 2021 y va a volver a quedar claro en la de los Presupuestos Generales para 2022. La visión de España de las derechas españolas, que es la que tenía el general Franco, no puede imponerse democráticamente.
Es de esta impotencia democrática de donde procede el “activismo judicial” al que estamos asistiendo. Lo que se pretende con ello es desmovilizar a los ciudadanos para que no acudan a las urnas, intentando convencerles de la inutilidad de su voto, ya que a través de los jueces se puede desactivar la acción política de los partidos por los que ellos han votado mayoritariamente.
Las derechas españolas están “provocando” a través de la “guerra jurídica” a los ciudadanos, con la finalidad de que den un paso en falso, que pueda justificar su estrategia antidemocrática.
Es de suma importancia no caer en la trampa. El voto es más útil en este momento que nunca. Es posible que lleguemos a las próximas elecciones con un Consejo General del Poder Judicial con más de 1.500 días de prórroga. Y con unos magistrados del Tribunal Constitucional con casi mil días y con unos del Tribunal de Cuentas también con centenares de días. Pero todo tiene su límite.
Desde que en las elecciones europeas de mayo de 2014 el PP supo que ya no volvería a tener la mayoría absoluta y que la derecha iba a ser una opción minoritaria en el país, su estrategia ha consistido en tratar de impedir por la forma que fuera, que se revisara la interpretación de la Constitución que Mariano Rajoy impuso con los resultados de las elecciones de 2011. Hasta el momento han conseguido frenar los avances en dicha revisión, aunque cada vez con menos éxito.
En esta legislatura ya se están dando pasos importantes. La forma en que se ha hecho frente a la crisis de la Covid es completamente distinta a la forma en que se hizo frente a la crisis de Lehman Brothers. En la próxima legislatura, si las derechas pierden las elecciones, se darán más. Esto es lo que está detrás de la acusación de falta de legitimidad del Gobierno de coalición y de la “guerra jurídica” con la que pretenden que se abra camino. Esto es lo que explica las sentencias del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo de estos últimos meses.
La sentencia del Tribunal Supremo en la que ha condenado al diputado de Podemos Alberto Rodríguez por haber dado una patada en la rodilla a un agente de la Policía Nacional en una manifestación ha sido analizada con extrema dureza inmediatamente después de su publicación. Joaquín Urías en Público el 7 de octubre (“La policía siempre tiene la razón y si no, la justicia se la da”), Jodi Nieva en el Diario el 8 (“Una condena que no debió dictarse”) y José Antonio Martín Pallín en Infolibre el 11 (“Entre el derecho y el no derecho: la patada en la rodilla”) han acusado implícitamente de prevaricación a los siete magistrados que dictaron la sentencia, poniendo de manifiesto que esa es también la acusación que se desprende del voto particular discrepante de dos magistrados de la Sala Segunda.
Doy por supuesto que el lector de elDiario.es no necesita ningún análisis adicional desde una perspectiva estrictamente jurídica de la sentencia. En consecuencia no va a ir en esa dirección este artículo.