Definir la política educativa mediante sentencias de los tribunales de justicia es una tarea casi imposible. Cuando, además, esa definición es promovida por partidos que están retrocediendo de manera significativa en el territorio en el que quieren que su política educativa se imponga, no es que la tarea sea casi imposible, sino que se acaban alterando todas las normas que presiden el funcionamiento de la democracia.
No digo que se vulneren, sino que se idean artificios de naturaleza política para obviar la aplicación de las mismas. Quienes inventan esos artificios tienen mucho cuidado en que los mismos puedan ser defendidos jurídicamente, de tal manera que nadie pueda ser responsabilizado personalmente a través de una decisión judicial de haberlos puesto en circulación.
Esto es lo que está ocurriendo en Catalunya con la enseñanza en castellano. El Tribunal Superior de Justicia de Catalunya (TSJC), después de muchas idas y venidas, acabó dictando una sentencia en la que impone que el 25% como mínimo de las clases se den en castellano o en catalán. El mínimo es bidireccional.
No cabe duda que las sentencias tienen que ser ejecutadas en los términos en que han sido dictadas. Este es un principio esencial de todo Estado de Derecho. Pero ¿qué ocurre cuando el Parlament que aprobó la ley que fue interpretada por el TSJC en los términos que se acaba de indicar decide sustituirla por otra distinta antes de que se haya iniciado la ejecución de la sentencia? A partir del momento en que la nueva ley ha sido aprobada, la sentencia del TSJC es inaplicable. La nueva ley rechaza que se puedan utilizar el porcentaje como canon para decidir en qué lengua debe poder prestarse y ejercerse el derecho a la educación. Como consecuencia de ello, la sentencia del TSJC deja de tener asidero en el que sustentarse. Es una sentencia vacía.
Dado que el Parlament tiene “libertad de configuración” para dar respuesta a través de una ley a cualquier problema sobre el que decida hacerlo y dado que una ley o una norma con fuerza de ley, como es un Decreto-ley, únicamente puede ser impugnado ante el Tribunal Constitucional, el TSJC no puede reaccionar de ninguna manera ante la nueva norma. En este momento únicamente cincuenta diputados del PP o de VOX podrían interponer un recurso de inconstitucionalidad contra la nueva ley. El TSJC tendrá que esperar a que el Govern dicte los reglamentos oportunos para la aplicación de la nueva Ley y a que dichos reglamentos sean recurridos ante él, para poder tomar una decisión, sea la que sea.
Imponer mediante decisiones judiciales una política educativa con la que se está radicalmente en desacuerdo a un Gobierno con mayoría parlamentaria es una operación destinada al fracaso. La posibilidad de cambiar los términos en que la mayoría parlamentaria y su gobierno deciden hacer efectiva la prestación necesaria para el ejercicio del derecho a la educación no puede ser limitada. La libertad del Parlament para legislar no puede ser impedida. Podrá acabar siendo declarada anticonstitucional una determinada ley por el TC, pero nada más. En tal caso sería el propio Parlament el que tendría que dictar una nueva, con la limitación de lo que el Tribunal Constitucional le haya impuesto, pero con libertad para decidir los términos en que lo hace. El TC no puede decirle lo que tiene que hacer, sino que únicamente puede decirle que no puede hacer lo que ha hecho. El TC no podría imponer el 25%.
Dicho en pocas palabras: el TSJC no puede imponerle al Govern y a la mayoría parlamentaria que lo sustenta una política educativa con la que dichos órganos constitucionales y estatutarios están radicalmente en contra. Y sin cometer ningún acto antijurídico. Simplemente haciendo uso de la potestad legislativa. En el juego del ratón y el gato en que se ha convertido la relación entre el Parlament y el Govern y el TSJC en la prestación y ejercicio del derecho a la educación, este último no puede ganar nunca.
Constitucionalmente es así y debe ser así. Son los órganos de naturaleza política los que tiene que decidir como se da respuesta a los problemas con los que una sociedad tiene que enfrentarse y no pueden ser sustituidos en dicha tarea por los jueces y magistrados que integran el poder judicial. Estos últimos deberían ser conscientes de cuál es su sitio en la arquitectura constitucional y no pretender hacer lo que no pueden.
Obviamente, nada de esto debería estar ocurriendo. Pero hay tantas cosas que no deberían haber ocurrido desde que se inició el proceso de reforma del Estatuto de Autonomía de Catalunya, que ya no podemos extrañarnos de que pase lo que está pasando.