Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Una Constitución obsoleta y pisoteada
España ya no cabe en su Constitución. La crisis económica ha puesto al descubierto muchas de nuestras vergüenzas políticas. Algunas proceden en exclusiva del juego de partidos; otras, en cambio, derivan, por acción u omisión, de nuestro sistema constitucional.
Los diagnósticos a este respecto difieren. Algunos han localizado en la génesis de nuestra democracia las carencias que estaban destinadas a provocar la crisis actual. Según este relato, en aquel momento se formó una Constitución pensada principalmente para restaurar la monarquía, instituir el turnismo bipartidista, conjurar la participación directa del pueblo y resolver la plurinacionalidad a través de la descentralización. Además, se dejaron intactas decisivas estructuras de poder del franquismo, tanto en los aparatos estatales –magistratura, fuerzas de seguridad, ejército, burocracia– como en sectores empresariales, se postergó todo lo social a la posición menos vinculante y se decretó el olvido y la consiguiente impunidad de los crímenes franquistas.
De aquellos polvos estos lodos, podría decirse. Encerrar a los gobernados en la jaula de hierro de la democracia representativa habría llevado a su desconexión total con los representantes. La autonomía de los gobernantes, libres ya de fiscalización popular, sumada al turnismo sustentado por las derechas nacionalistas, habría producido las condiciones propicias para el imperio de la corrupción. La continuidad de las élites económicas franquistas explicaría nuestro persistente capitalismo de Gaceta. La permanencia en su puesto de burócratas y magistrados de la dictadura habría inspirado una cultura jurídica leguleya, ajena al primado constitucional de los derechos. Y todo ello se habría visto envuelto por una narrativa hegemónica, la Cultura de Transición, amparada y promovida por el poder social e institucional, y constitutiva de la principal fuente de identificación política en nuestra sociedad.
Para otros, sin embargo, la Constitución de 1978 fue, cómo no, hija de las circunstancias. Hubo de responder, por tanto, a las limitaciones materiales que rodearon su alumbramiento. Y lo hizo del mejor modo posible: permitiendo el salto de una dictadura totalitaria a una democracia con garantías, aun cuando el ejército y el terrorismo ultraderechista respiraba sobre el cogote de toda la oposición digna de tal nombre. Es más, se habría logrado entonces incluir en el articulado constitucional hasta los enganches –sufragio universal, planificación económica– que permitían aspirar a lo máximo, a la llamada «transición legal al socialismo».
Pero justo por obedecer a aquella coyuntura especialísima, la Constitución no podía sino devenir obsoleta pasado el tiempo. La necesidad de establecer un marco común a posiciones diametralmente opuestas llevó a los constituyentes a afirmar una cosa y su contraria, sin adoptar una decisión conclusiva: el libre mercado y la planificación, la igualdad y la progresividad fiscal, la indisolubilidad de la nación y la existencia legítima de nacionalidades… El peso de las consecuencias culturales de la guerra inspiró artículos concretos, como el que da por hecho que las «creencias religiosas de la sociedad española» son las católicas, solo mayoritarias en 1978 por la recatolización violenta llevada a cabo durante la conflagración y la dictadura. Por otro lado, aquel pacto constituyente solo se explicaba por un conjunto de cesiones mutuas –v. gr. monarquía por democracia, capitalismo por derechos sociales– que muy pronto dejaron de obligar a la oligarquía y sus mandatarios. Y, además, determinadas soluciones, como la adoptada por la cuestión territorial, pronto se revelarían como provisionales, al ser desbordadas por la realidad.
Desde este ángulo, la Constitución lleva más de dos décadas reclamando una revisión. Debió expresar en su momento la homogeneidad socioeconómica conquistada por el incipiente Estado del bienestar, reflejando el consenso suscitado en torno a su extensión y garantía. Tuvo que asegurar el juego de cesiones mutuas, que iba descompensándose por la integración europea, las privatizaciones y las reformas laborales. Hubo asimismo de incitar las reformas necesarias para lograr la democratización plena de los aparatos del Estado y reconocer los derechos de las víctimas de la dictadura. Y debió, en fin, dar el salto definitivo desde la lógica de las autonomías a la del federalismo. Todo ello fue asignatura pendiente de los gobiernos mayoritarios socialistas. Las voces que así se expresaban fueron, sin embargo, minoritarias y sistemáticamente marginalizadas.
Tan mayoritaria era la aceptación de nuestra norma fundamental hace una década, que el primer resorte que se movió al desencadenarse la crisis fue el de invocarla como garantía frente a los desafueros del Gobierno. Y he aquí un tercer frente de críticas que señalan la necesidad de su actualización: una vez bastardeado el Tribunal Constitucional a través de nombramientos partidarios, se ha revelado incapaz de frenar por sí sola las embestidas que ha ido sufriendo en sus propios fundamentos. Recordemos solo algunas.
El abuso de la legislación por decreto ha dejado prácticamente sin contenido la forma parlamentaria. La constitucionalización de la austeridad ha quebrado la dimensión social del Estado y ha recentralizado el régimen. En esta misma línea, la regulación reciente de la administración local ha socavado la autonomía municipal. La recuperación de la justicia onerosa ha mermado el derecho a la tutela judicial efectiva. Los recortes en servicios públicos y la política de vivienda convierten en ilusorios los derechos sociales más elementales. Las concatenadas reformas laborales han eliminado la obligatoriedad de la negociación colectiva y han vaciado aspectos sustanciales del derecho al trabajo. La reciente legislación en materia de seguridad ciudadana merma gravemente los derechos de reunión o manifestación y la libertad de expresión. Y, por si fuera poco, en el horizonte se otean reformas electorales para liquidar todo atisbo de proporcionalidad, una regulación de la huelga dirigida a eliminar su carácter de derecho fundamental o una ley seguridad nacional con estados de excepción literalmente extraconstitucionales.
La Constitución, por tanto, se ha mostrado incapaz de frenar su vaciamiento, de impedir su sustitución paulatina por una suerte de Estado neoliberal, en el que los derechos vuelven a estar al albur de una legislación diseñada en exclusiva por el ejecutivo. La Constitución habría perdido así su dimensión promisoria, defraudando muchas de las expectativas en ella depositadas. Por eso, desde este parecer, habría que revisarla, sí, pero para reforzar sus lados más garantistas, cuya vulnerabilidad ha quedado palmariamente demostrada.
Así las cosas, a día de hoy, los que todavía sostienen la idoneidad del marco constitucional lo hacen solo porque saben que no les limita en absoluto, que pueden pisotearlo sin coste alguno e invocarlo solo a conveniencia, como para frenar las aspiraciones independentistas. Muchos de los que creemos que se requiere su revisión parcial, o incluso total, aspiramos, por el contrario, a blindar sus derechos y culminar el objetivo de fundar una democracia constitucional, respetuosa con la plurinacionalidad, algo imposible de realizar enteramente en origen debido a las circunstancias propias del final de la dictadura. Sin embargo, en este bloque de la opinión pública, andamos entretenidos con un debate escolástico y poco sustantivo, el de la disyuntiva entre reforma constitucional y proceso constituyente, un revival del clásico «reforma o revolución».
Es un dilema adjetivo porque la vía que se adopte para el cambio dependerá siempre de la correlación de fuerzas en presencia. Las salidas parecen claras: o referéndum consultivo sobre la idoneidad de abrir un periodo constituyente, creando un verdadero año cero para nuestro orden político en caso de asentimiento mayoritario; o aligeramiento de los requisitos para la revisión, a través de la reforma de la propia cláusula de reforma; o cumplimiento de dichas exigencias, marcadas en el art. 168 de la Constitución. En cualquier caso, lo que dará dimensión constituyente a una hipotética y deseable revisión de la letra constitucional, por parcial y localizada que ésta sea, será siempre la intervención directa y sin mediaciones del poder constituyente del pueblo. Y todo apunta a que, a estas alturas, el establecimiento de un nuevo pacto constitucional, por mucho que conserve del ahora nominalmente vigente, deberá contar con la legitimidad conferida por el cuerpo electoral.
Actualizando aquel dicho conservador de que «nuestra sociedad no está aún preparada para vivir en democracia», muchos señalan que no se dan las condiciones propicias para lograr ahora un consenso constituyente. Lo cierto, sin embargo, es que la inclinación al diálogo y la transacción solo se verá reforzada cuando la necesidad de tomar decisiones compela a ello. Ahora bien, tras casi una década de regresión autoritaria, la intervención del poder constituyente del pueblo no es garantía de nada progresivo, como algunas visiones románticas sostienen. El conservadurismo neoliberal, el auténtico materialista oculto de nuestra dialéctica política, ha logrado, a través de sus «reformas estructurales», sembrar un ánimo y crear una atmósfera espiritual en la que las mayorías sociales, tremendamente golpeadas, se encuentran ya dispuestas a ceder lo máximo para conservar lo mínimo. No la falta de consenso, sino la posibilidad cierta de un consenso regresivo, tal es ahora el principal peligro de la revisión constitucional para las aspiraciones más garantistas. Tal es, también, la explicación de que muchos se sumen ahora a la reforma constitucional, no para revertir la regresión sufrida, sino para terminar de consagrar en el articulado de la Constitución lo conseguido a través de su nueva legalidad.
Sobre este blog
Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.