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Por un Estado verdaderamente laico

Reformular las relaciones entre las iglesias y el Estado en un hipotético proceso constituyente nos remite, inevitablemente, a la Segunda República y su implacable proyecto secularizador. Se intentó entonces, entre 1931 y 1933, separar por completo las órbitas del Estado y de la Iglesia católica, afirmar la soberanía e independencia del poder civil democrático y construir una ciudadanía política liberada de toda injerencia religiosa. La profesión de una fe había de ser práctica privada, amparada por la libertad de conciencia y de cultos. En respuesta compensatoria a su grado de penetración en las instancias públicas, la Iglesia católica debía ser reducida a la condición de asociación privada, colocada en pie de igualdad respecto de otras asociaciones y desprovista de las libertades de enseñanza, comercio e industria.

Se trataba con ello de obturar las fuentes de su poderoso influjo como paso indispensable para democratizar la sociedad española, emancipándola de la tutela moral ejercida por una jerarquía eclesiástica mayoritariamente integrista y politizada. Francisco Ayala, joven espectador de la política republicana, identificaba en 1933 la aspiración del nuevo régimen. Antes de la República -escribía en El Sol- «España tenía una religión oficial, cuyo culto sufragaba y a cuyo servicio ponía los centros oficiales de enseñanza. Las doctrinas y la concepción del mundo de esa religión eran aceptadas por el Estado como propias». Lo que la República intentó con su política laicista no fue entonces entablar «persecución ninguna». Ahí estaban las libertades religiosas consagradas en su Constitución para aclararlo. Procuró más bien «liberar al Estado de la tutela y servicio de la Iglesia, relegando la religión al terreno ‘privado’».

Pero fracasó en su intento. Abundan quienes explican este fracaso porque la política republicana contradecía la supuesta fisonomía católica de España. Ahora bien, si la mayoría de los españoles era católica, ¿cómo llegó a formarse una mayoría parlamentaria capaz de suscitar y aprobar tales medidas laicistas? Otros, confundiendo víctimas y verdugos, justificando al agresor por las presuntas provocaciones del agredido, afirman que fue precisamente el atrevimiento secularizador de la República el que nos condenó a la guerra civil. Muy pocos, sin embargo, son los que, huyendo de censuras retrospectivas, tratan de situar ese propósito en su contexto e identificar ahí su coherencia interna.

Justo es recordarlo porque una revisión constituyente de la posición del Estado en materia de religión cuenta con este precedente histórico fundamental. Y la enseñanza que de él puede extraerse no ha de teñirse de tono conservador, con la amenaza de repetir la conflagración en caso de caer en la tentación de activar una política seriamente laicista. Por el contrario, atender a aquel primer intento secularizador permite ante todo percatarse de la discrepancia existente entre la España de los años treinta y la actual.

Por ningún lado encontramos hoy el enconado anticlericalismo habitual de aquellos tiempos. Además, si ya entonces hubo quien proclamó que el país, sociológica y culturalmente, había dejado de ser católico, hoy no cabe duda de que la indiferencia religiosa y el pluralismo confesional han crecido de forma exponencial. En consecuencia, si ya en aquellos años aparecía a muchos como desproporcionada e ilegítima la penetración de la Iglesia católica en la vida pública y privada, con mayor razón descuadra hoy su notoria y consentida influencia. Una decisión constituyente en esta materia partiría así de un contexto de menor presión, de mayor libertad, que el vivido en 1931, pero también en 1978, con el nacionalcatolicismo aún en pie.

Cabría preguntarse por qué no sirve el marco constitucional vigente, que declara en su art. 16.3 la aconfesionalidad, para articular un Estado verdaderamente laico. De hecho, el buen constitucionalismo identifica en tal precepto un principio de laicidad, que obliga tanto a la separación Iglesia-Estado como a la neutralidad estatal en materia religiosa. Sin embargo, en este aspecto, como en otros tantos, se aprecia de forma cristalina la distancia insalvable entre la Constitución propiamente dicha y su ulterior desnaturalización política. Aunque formalmente vivimos en un Estado laico, bien cierto es que las prácticas institucionales revelan inercias de fuerte impronta confesional, justamente las que deberían proscribirse en un posible y futuro sistema político.

Toca ante todo revisar el capítulo de la financiación de la Iglesia católica. Aunque el Estado pueda contribuir a la canalización formal de fondos, las diferentes confesiones deben ser sostenidas por sus fieles en todas las actividades que realicen, desde la más estricta de adoctrinamiento y liturgia a las aparentemente públicas de enseñanza y caridad. Con ello no solo se salva la independencia del poder público, sino también la de las propias iglesias, liberadas de toda subyugación económica al Estado.

En el aspecto económico, resulta especialmente sangrante que la privilegiada fiscalidad de los bienes de la Iglesia católica se haya convertido en oportunidad para un fraude masivo. Urgiría, pues, una equiparación tributaria de las asociaciones religiosas y un tratamiento fiscal colaborativo, pero ajeno a toda forma de privilegio.

Si el ámbito familiar, con la plena consolidación del divorcio, el amplio reconocimiento del matrimonio homosexual y el goce efectivo de los derechos por filiación extramatrimonial, se encuentra sustraído ya al derecho canónico, el campo de la enseñanza continúa padeciendo una intensa infiltración católica. No se trata de negar la libertad de enseñar a las entidades eclesiásticas. Tampoco -a mi juicio- de vetar a los padres la formación de sus hijos en la confesión que profesen. Solo de distinguir netamente la enseñanza obligatoria, condición de ciudadanía y suficiencia cultural, del adoctrinamiento religioso.

Tomarse en serio la distinción implicaría, en primer lugar, la retirada del sostenimiento público de enseñanzas provistas por órdenes religiosas, compensada con la garantía efectiva de la instrucción obligatoria por parte de centros públicos. En segundo lugar, la plena libertad para que los alumnos escojan asignatura confesional impartida por profesores remunerados por su iglesia, e incluso la necesidad de incluir en el currículum educativo la formación en la historia y cultura del fenómeno religioso. Pero supondría igualmente, en tercer y último lugar, la garantía de que en los centros religiosos privados, más que adoctrinar en el fanatismo, se impartirán igualmente materias, acordadas por los poderes públicos, que inspiren el respeto al pluralismo y a los derechos humanos.

La aconfesionalidad estricta del Estado, su neutralidad en materia religiosa y el respeto a la libertad de conciencia deberían conducir asimismo a la proscripción de los símbolos y ceremonias católicos en actos y edificios públicos. Si un maestro acude al aula exhibiendo signos de sus creencias, si un cargo público decide jurar ante su Dios, contemplamos ejercicios visibles de la libertad de conciencia. Pero si se organiza un funeral de Estado según la liturgia católica, apostólica y romana, en el que el Primado de la Iglesia realiza una sermón admonitorio, se está faltando clamorosamente a los deberes de la laicidad estatal.

En ese hipotético proceso constituyente deberían debatirse más cuestiones, como la garantía efectiva del derecho de apostatar, la protección de las expresiones populares de religiosidad o las prevenciones a adoptar para evitar la movilización del poder y los recursos públicos por parte de poderosas sectas religiosas. Pero, en todo caso, lo crucial es que del mismo salga un modelo verdaderamente laicista, de estricta separación Iglesia-Estado y de respeto escrupuloso al pluralismo religioso, que cuente con una mayoritaria e incontestable aprobación ciudadana.

Reformular las relaciones entre las iglesias y el Estado en un hipotético proceso constituyente nos remite, inevitablemente, a la Segunda República y su implacable proyecto secularizador. Se intentó entonces, entre 1931 y 1933, separar por completo las órbitas del Estado y de la Iglesia católica, afirmar la soberanía e independencia del poder civil democrático y construir una ciudadanía política liberada de toda injerencia religiosa. La profesión de una fe había de ser práctica privada, amparada por la libertad de conciencia y de cultos. En respuesta compensatoria a su grado de penetración en las instancias públicas, la Iglesia católica debía ser reducida a la condición de asociación privada, colocada en pie de igualdad respecto de otras asociaciones y desprovista de las libertades de enseñanza, comercio e industria.