Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
El retorno de la 'kremlinología'
En una reciente entrevista con la radio pública alemana, la excorresponsal del Frankfurter Allgemeine Zeitung en Moscú, Elfie Siegl, se lamentaba por la escasez de especialistas en Rusia. Mientras Moscú cuenta con buenos especialistas “en los diferentes países de la Unión Europea”, la Unión Europea, en cambio, “cuenta con muy pocos especialistas que sepan realmente lo que ocurre en Rusia, cómo discurre la política y la mentalidad rusas y, sobre todo, cómo debe reaccionarse eventualmente a todo ello”. La afirmación sorprende cuanto menos, pues sólo entre Berlín y Bruselas se cuenta una plétora de departamentos universitarios, think tanks e institutos –muchísimos más, desde luego, de los que existen en Rusia–, cada uno de ellos con sus respectivos departamentos para Rusia y Asia Central, y ninguno de sus especialistas ha sido capaz de anticiparse a los movimientos del Kremlin. La situación recuerda a la fuerza a aquella pseudociencia, a falta de mejor nombre denominada kremlinología, que dominaba en los tiempos de Guerra fría y de la que la desintegración de la URSS reveló a las claras su carácter falsario. En la Guerra Fría 2.0 la kremlinología regresa pisando fuerte, y no a pesar de su tendencia a la distorsión, sino precisamente debido a ella. “Antes, a nivel de expertos, se diferenciaba entre la propaganda y el análisis, ahora se practica una mezcla de géneros preocupante”, asegura el politólogo ruso Andrei Kortunov, citado en un reciente artículo de Rafael Poch-de-Feliu.
Los kremlinólogos de nuestros días son aplicados operarios en lo que Noam Chomsky denominó “fabricación de consenso”. Los periodistas y académicos que tratan de desafiar este consenso se arriesgan a perder su prestigio, sus contactos o incluso su puesto de trabajo. Quienes lo abonan, por el contrario, se ven recompensados y consiguen, entre otras cosas, más proyección mediática, lo que conduce, en última instancia, a un sesgo informativo, si no a una espiral de empobrecimiento del discurso público: quien más constantemente golpea a Rusia y su gobierno, más puntos por así decir obtiene, más artículos y libros publicados, más entrevistas concedidas y desde luego más dinero. Como todos los kremlinólogos asisten a los mismos concilios, comen los mismos canapés y luego se citan en sus artículos entre sí, el círculo se cierra sobre sí mismo, atrapando al lector de prensa, mientras los cardenales grises en el Kremlin y en la Casa Blanca tiran cómodamente de los hilos.
Uno de los últimos ejemplos de la preocupante “mezcla de géneros” denunciada por Kortunov es un reciente artículo de Michael Emerson, miembro del think tank Centro de Estudios Políticos Europeos (CEPS, por sus siglas inglesas), con sede en Bruselas. Emerson califica en su artículo a Rusia de “régimen fascista”, compara la adhesión de Crimea con el Anschlüss y al Donbás con los sudetesAnschlüss . Todo esto es, evidentemente, una grosera exageración, pero contribuye a enturbiar los intentos por analizar la situación cabalmente. Otro de los lugares comunes de la nueva kremlinología es la figura del filósofo de Tercera Posición Aleksandr Dugin, cuya mención va invariablemente acompañada de la descripción “influyente teórico en el Kremlin”. En realidad, como ha explicado en varias ocasiones en este mismo medio Javier Morales, profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Europea, el eurasianismo, tal y como lo entiende la corriente teórica de la nueva derecha apadrinada por Dugin, “tiene una escasa influencia real en el reducido círculo del Kremlin –mucho más pragmático que ideológico– donde se toman las decisiones, precisamente por vincularse a los delirios conspiranoicos de figuras marginales como Dugin”, quien, recuerda, “se ha quejado recientemente en público de no ser escuchado en los círculos de poder”. En efecto, en política internacional el Kremlin persigue una estrategia multipolar, y por ello mantiene buenas relaciones con países con sistemas políticos tan dispares como Venezuela, China o Irán.
Como escribió hace unos meses en su cuenta oficial de twitter Owen Jones, “por antipático que nos resulte, Putin no encabeza una dictadura totalitaria construida sobre un racismo violento”. En su actual mandato, consolidada ya la “vertical de poder” y un sistema político-económico con desequilibrios obvios y constantemente señalados por los medios occidentales, pero funcional, que combina el neoliberalismo en determinados campos con la estatización en otros –lo que conduce a muchos analistas a considerarlo como un capitalismo de Estado–, Putin ha apostado por una línea ideológica conservadora, con el nacionalismo ruso como estandarte. Aquí conviene precisar que este nacionalismo ruso, aunque vinculado mayormente a la religión ortodoxa, respeta el carácter pluriconfesional y multiétnico del país, y no es el nacionalismo étnico excluyente vinculado a la ultraderecha. El conflicto en Ucrania ha acentuado –como ha señalado Morales en estas páginas– esta línea, iniciada ya el año pasado con las 'cultural wars' (con la llamada “ley de propaganda homosexual”), y que, irónicamente, mantiene tantos puntos de contacto con el neoconservadurismo estadounidense que antes de que comenzase el conflicto en Donbás proliferaban en varios sectores del Partido Republicano los comentarios positivos sobre el presidente ruso.
Llegados a este punto, conviene destacar que el conservadurismo ruso adopta, como el resto de ideologías, formas propias –¿hay algún país en que eso no ocurra?– que merecen un mayor estudio y no los comentarios de zascandil a los que venimos estando acostumbrados. Según ha trascendido a la prensa, dos de los autores favoritos de Putin, por ejemplo, son los filósofos Nikolái Berdyáev (1874-1948) e Ivan Ilyn (1883-1954), que comparten el énfasis en el particularismo ruso en oposición a Occidente. “Las apelaciones de los partidos extranjeros a la democracia formal siguen siendo ingenuas, frívolas e irresponsables”, escribió Ilyn en 1949 en un artículo titulado “¿Qué es el Estado: una corporación o una institución?”. En palabras de Mark Ames, que editó en Moscú durante años el semanario de periodismo 'gonzo' the eXile, Putin vive ahora su “momento Nixon”, en referencia a la mayoría social silenciosa que lo apoya, con base sobre todo en el interior de Rusia, a la que los kremlinólogos y corresponsales de prensa occidentales prestan poca atención, concentrándose en cambio en los círculos de la oposición extraparlamentaria liberal de Moscú y San Petersburgo. Viendo los aciertos de nuestros kremlinólogos, parece que el “momento Nixon” de Putin va para largo.
En una reciente entrevista con la radio pública alemana, la excorresponsal del Frankfurter Allgemeine Zeitung en Moscú, Elfie Siegl, se lamentaba por la escasez de especialistas en Rusia. Mientras Moscú cuenta con buenos especialistas “en los diferentes países de la Unión Europea”, la Unión Europea, en cambio, “cuenta con muy pocos especialistas que sepan realmente lo que ocurre en Rusia, cómo discurre la política y la mentalidad rusas y, sobre todo, cómo debe reaccionarse eventualmente a todo ello”. La afirmación sorprende cuanto menos, pues sólo entre Berlín y Bruselas se cuenta una plétora de departamentos universitarios, think tanks e institutos –muchísimos más, desde luego, de los que existen en Rusia–, cada uno de ellos con sus respectivos departamentos para Rusia y Asia Central, y ninguno de sus especialistas ha sido capaz de anticiparse a los movimientos del Kremlin. La situación recuerda a la fuerza a aquella pseudociencia, a falta de mejor nombre denominada kremlinología, que dominaba en los tiempos de Guerra fría y de la que la desintegración de la URSS reveló a las claras su carácter falsario. En la Guerra Fría 2.0 la kremlinología regresa pisando fuerte, y no a pesar de su tendencia a la distorsión, sino precisamente debido a ella. “Antes, a nivel de expertos, se diferenciaba entre la propaganda y el análisis, ahora se practica una mezcla de géneros preocupante”, asegura el politólogo ruso Andrei Kortunov, citado en un reciente artículo de Rafael Poch-de-Feliu.
Los kremlinólogos de nuestros días son aplicados operarios en lo que Noam Chomsky denominó “fabricación de consenso”. Los periodistas y académicos que tratan de desafiar este consenso se arriesgan a perder su prestigio, sus contactos o incluso su puesto de trabajo. Quienes lo abonan, por el contrario, se ven recompensados y consiguen, entre otras cosas, más proyección mediática, lo que conduce, en última instancia, a un sesgo informativo, si no a una espiral de empobrecimiento del discurso público: quien más constantemente golpea a Rusia y su gobierno, más puntos por así decir obtiene, más artículos y libros publicados, más entrevistas concedidas y desde luego más dinero. Como todos los kremlinólogos asisten a los mismos concilios, comen los mismos canapés y luego se citan en sus artículos entre sí, el círculo se cierra sobre sí mismo, atrapando al lector de prensa, mientras los cardenales grises en el Kremlin y en la Casa Blanca tiran cómodamente de los hilos.