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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

'La manada': Una libertad muy cuestionada

Nuestro ordenamiento jurídico prevé la prisión provisional en demasiados casos y supuestos, de tal manera que el artículo que regula esta medida cautelar -503 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal- es extenso y farragoso.

Tratándose de una medida excepcionalmente necesaria, habida cuenta de la importancia que como valor superior de nuestro ordenamiento tiene la libertad personal, los jueces deberían acordar la libertad de forma general y en situaciones muy peculiares, aisladas y singulares han de motivar mínimamente las resoluciones que acuerden la prisión provisional, a la espera del resultado del juicio oral contra el investigado, encausado o acusado. Es decir, responde al cumplimiento de una doble exigencia: el respeto a la presunción de inocencia y al derecho fundamental a la libertad personal.

Desde hace años muchos venimos reclamando unos estándares aceptables acerca de esta figura de la que se ha abusado y se abusa en nuestro país. Las cárceles están desbordadas y no parece muy justo que haya un gran número de presos preventivos a la espera de juicio, cuando les asiste el derecho a la presunción de inocencia. Vemos desde hace tiempo que los jueces se esfuerzan más en motivar un auto de libertad que el de prisión provisional en un sistema -art. 503 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal- que parece acoger como norma la prisión provisional en perjuicio del derecho fundamental a la libertad personal.

La reforma de 2003 incorporó gran número de supuestos en los que se podía ingresar en prisión provisional; sin duda, hay dos fundamentos básicos en que basar esta excepcional medida: la existencia de motivos bastantes para entender que estamos ante un sospechoso de comisión de delito que supera la pena de 2 años de prisión y el riesgo de fuga. Digo que son básicamente estos dos motivos, pero hay muchos más que, desde mi punto de vista exceden de lo que consideramos una excepcionalidad a la hora de acordar la prisión provisional de un sospechoso, investigado, encausado o acusado.

Esta reforma de 2003 incorporó, ciertamente, aspectos positivos, como la protección de la víctima -ya puestos a extender la aplicación de esta excepción, este supuesto tiene lógica- pero otros no tanto. Sin duda, el peor de los añadidos lo representa el peligro de reiteración delictiva, por cuanto supera el análisis y enjuiciamiento de unos hechos concretos, centrándose en la persona del investigado: se introduce, así, un odioso y prohibido derecho penal del autor.

Así mismo, una vez recae sentencia condenatoria por hechos graves y con pena larga, es casi imposible que el mismo Tribunal que dicta sentencia tome la decisión de la excarcelación. Siempre nos enviaron un clarísimo mensaje: una vez condenado, aunque el acusado recurra, no se puede sostener que la prisión provisional vulnera la presunción de inocencia, pues condenado en primera instancia, le ampara este derecho pero “menos” que cuando aún no había sido juzgado. Es decir: un tribunal o juzgado que ha condenado no cree que su propia sentencia vaya a ser rebatida por medio del recurso ulterior. Y, de hecho, suele ser así: el porcentaje de sentencias modificadas por medio de recursos es ínfimo.

No estoy en absoluto de acuerdo con esta atmósfera y contexto carcelario que corroe el sistema de garantías de nuestro ordenamiento jurídico y que los abogados y abogadas penalista tratamos de combatir cada día en cada caso. Pese a ello, a lo largo de todos los años que llevo ejerciendo en el ámbito penal los jueces han tratado de convencernos, a través de sus resoluciones de que es necesario encarcelar mucho y a muchos. Tenemos un país en el que el índice de criminalidad desciende cada año, pero lo que no remite es el dato de las prisiones provisionales.

En este contexto, nos encontramos con una resolución dictada por la Audiencia Provincial de Navarra en la que, sorprendentemente, tras el dictado de una condena por delito doloso, contra la libertad sexual, de 9 años de prisión, ha decretado libertad provisional para los cinco integrantes de La Manada. Con anterioridad al juicio, hubo varias peticiones de libertad denegadas por el riesgo de reiteración delictiva y de fuga. Los hechos, presuntamente constitutivos de violación en la fase previa al juicio oral, por el que la fiscalía y las acusaciones solicitaban altas penas de prisión, podrían advertir del riesgo de volver a recaer en dichas conductas y, además, la expectativa de enfrentarse a esas peticiones de penas podría tentar a los acusados a no comparecer ante la Justicia.

Ahora, dictada la sentencia condenatoria a 9 años de cárcel, mientras se resuelven los recursos, parece que ya no hay riesgo de que esas conductas se repitan y, menos aún, de darse a la fuga. El auto explica que ya todas las mujeres estamos a salvo porque como los condenados han perdido su anonimato, estaremos prevenidas frente a cualquier hipotético ataque futuro. Ya dije que nunca entendí el encaje constitucional de incorporar la “reiteración delictiva” como riesgo futuro para encarcelar a nadie, sin embargo, creo que los magistrados han debido entrar en un mar de confusión para eludir este supuesto previsto legalmente. ¿Nuestra protección depende de nosotras? ¿De la mayor o menor rapidez de reflejos ante un futuro ataque de alguien cuyo rostro conocemos? Pienso que esta es la mayor falacia que he leído nunca.

Respecto al riesgo de fuga, estamos ante otra contradicción, en relación a sus anteriores resoluciones y, sobre todo, en el contexto carcelario de nuestro sistema penal: si bien antes del juicio tenían una expectativa de 22 años de prisión en que consistía la acusación de la fiscalía, esta situación no dejaba de ser una mera incertidumbre, pues para eso está el juicio oral. Es tras la celebración del juicio donde se despejan las dudas, en un proceso contradictorio en el que las partes podrán hacer uso de las pruebas practicadas a fin de convencer al juzgador de sus respectivas tesis de acusación y de defensa. Si no se despejan las dudas ya sabemos que los jueces han de absolver.

En este caso, se ha decretado la libertad justo cuando esta incertidumbre se ha despejado, al menos, para el Tribunal: hay una condena no firme de 9 años. ¿Qué debe pesar más, esa incertidumbre antes de celebrarse el juicio o la certeza tras el dictado de la sentencia? Entendemos que el magistrado que redactó en su día el voto particular de absolución habría actuado coherentemente; no así, la magistrada que dictó la sentencia condenatoria.

Además, vemos que el auto de libertad tiene otro voto particular: si algo tenemos claro en este caso es que la Sala está absolutamente dividida e inmersa en un mar de incoherencias.

La verdad, cabe preguntarse si esta decisión denota un avance importante en nuestro quebrantado sistema de garantías o, por el contrario, obedece a una oportunidad o momento difícilmente explicable. Me inclino más por lo segundo y, desde luego, supone un claro retroceso en la calidad de Justicia que desearíamos tener las mujeres para sentirnos mínimamente protegidas.

Nuestro ordenamiento jurídico prevé la prisión provisional en demasiados casos y supuestos, de tal manera que el artículo que regula esta medida cautelar -503 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal- es extenso y farragoso.

Tratándose de una medida excepcionalmente necesaria, habida cuenta de la importancia que como valor superior de nuestro ordenamiento tiene la libertad personal, los jueces deberían acordar la libertad de forma general y en situaciones muy peculiares, aisladas y singulares han de motivar mínimamente las resoluciones que acuerden la prisión provisional, a la espera del resultado del juicio oral contra el investigado, encausado o acusado. Es decir, responde al cumplimiento de una doble exigencia: el respeto a la presunción de inocencia y al derecho fundamental a la libertad personal.