Opinión y blogs

Sobre este blog

La administración política de nuestros miedos

El miedo forma parte del relato político. Su construcción procede de las entrañas del poder. Su objetivo es controlar el desborde social. Es la mejor forma de evitar un cisma o una revolución. La Iglesia católica, por ejemplo, administra la condena eterna, el miedo de sus feligreses, ofreciendo absolución a los pecados bajo el secreto de confesión. El temor a sufrir la llama del infierno se muestra eficaz a la hora de expiar culpas. Esta técnica funciona de maravillas. No pocas donaciones a la santa iglesia se realizan en el lecho de muerte bajo amenaza de no pasar el juicio divino. El panóptico de Dios es absoluto. El descanso del alma está reservado a unos pocos elegidos. Asimismo, las sectas -sin excepción- practican el miedo como técnica de control. El temor a la venganza de un Dios castigador da pie a concepciones milenaristas, guerras, matanzas, suicidios colectivos y asesinatos múltiples. El miedo irracional a desatar la ira de un Dios cansado de la corrupción mundana, empuñando la espada justiciera y aniquilando la especie humana, da para mucho.

Lo apuntado para la iglesia se puede extrapolar a la política. Las visiones catastrofistas son un factor de control social. Una manera de administrar los tiempos del poder. En 1986, durante el referéndum sobre la pertenencia de España en la OTAN, tanto el discurso de las fuerzas políticas que apoyaban el sí como el propio gobierno del PSOE, adoptaron un tono apocalíptico. ¿Quién administrará el no? Las respuestas eran, entre otras: “Fuera de la OTAN, España no tiene futuro” o “Renunciar a la OTAN conlleva la muerte política de la joven democracia”. Felipe González, por esa época líder respetado, amenazó con renunciar si ganaba el no. La disyuntiva se planteó en términos de la OTAN o el caos. Y claro, ganó el sí. Los miedos se construyen y se administran al igual que los mitos políticos.

Las personas, las instituciones y la sociedad son objetivo de una política planificada del miedo colectivo. La administración del tiempo por venir, los horizontes futuribles, dan lugar a su elaboración. La incertidumbre, el vacío, la nada y todo aquello que no podemos dominar acrecienta el temor, la ansiedad y el pánico. El miedo al otro, a la exclusión social y económica, a la sinrazón y al sinsentido constituyen los principios sobre los cuales se levanta el edificio del miedo manipulador y paralizante.

Bajo la potencial amenaza de agresión de un otro, el miedo cobra vida. Queremos seguridad, tranquilidad y sentirnos protegidos. La “ley mordaza” no tiene otro argumento que proteger a la población del antisistema. El alborotador que rompe la paz. Hay que estar vigilante. El otro, que también puede convertirse en delincuente, pertenece a la comunidad, el violador, el ladrón, el acosador. Pero puede ser un extranjero, el inmigrante, el sin papeles, un infiltrado. En todos estos casos, su presencia se percibe como una amenaza a la sociedad. Desde tiempos inmemoriales, el otro ha sido repudiado, aislado y reprimido. Considerado un perturbador del orden, se le persigue hasta su destrucción.

Se tiene miedo a morir en un atraco, ser violado, secuestrado, torturado, despojado de los bienes muebles; en definitiva, a padecer una acción violenta fuera de control. Para la antropología social, la criminología o la sociología, la delincuencia forma parte de la conducta desviada y comportamientos anómicos. Para calmar este tipo de miedo social, hoy en día el poder nos agasaja con mayor vigilancia, elevando las penas de cárcel o rebajando la edad penal. Cedemos derechos a cambio de seguridad. Quienes administran, ensalzan y hacen un buen negocio de este miedo son las compañías privadas de vigilancia, ofreciendo sus servicios a cambio de protección personalizada.

También existen miedos colectivos, organizados desde el poder. Miedo a una guerra nuclear, ataques terroristas, pandemias, crisis alimentarias, energéticas, bancarrotas financieras, etc. Ejemplos, todos ellos, que pueden motivar decisiones excepcionales cuyos efectos suponen una involución política, justificadas por la necesidad de ajustar. En Estados Unidos, tras los ataques a las Torres Gemelas, se formuló una legislación antiterrorista ad hoc, recortando los derechos fundamentales de los estadounidenses.

Por otro lado, la arquitectura del enemigo interno, como enemigo del Estado, se asienta en el miedo construido ideológicamente, trasformando al delincuente común en sujetos subversivos, terroristas. Bajo una planificada campaña psicológica, el miedo es inoculado a la población de manera constante, para mantener así activo su principio. Una de las campañas del miedo más recurrentes utilizada por la burguesía, los empresarios y las compañías trasnacionales es el miedo al comunismo, al marxismo-socialista y a las políticas sociales redistributivas.

Su discurso es sencillo: el triunfo de tales propuestas conlleva la aniquilación de la propiedad privada, supone la esclavitud del alma humana, el control de los sentimientos y la vida personal. En este contexto, el individuo muta en autómata, siendo controlado por un sistema totalitario donde la iniciativa privada y las libertades personales son un estorbo. Todos vestirán iguales y pensarán lo mismo. Los niños serán arrancados de sus padres. La iniciativa privada desaparecerá. El mundo se vivirá en blanco y negro. Será delito hacer fiestas, tener ahorros y ser feliz. Sobrevendrá un tiempo de sufrimiento, dolor, escasez, dictadura, tristeza y mediocridad. Con este dibujo del tiempo por venir, se articulan acciones tendentes a combatir este futuro indeseable. El odio, la agresividad y la descalificación se adueñan del escenario. Odio al marxismo, al socialismo y al comunismo. Así se planifican las campañas de publicidad de la derecha en tiempos electorales.

Cuando no obtienen resultados inmediatos, el miedo institucional se reorienta hacia estrategias complejas donde el golpe de Estado es la solución ofertada para frenar el advenimiento de un futuro indeseado. El miedo se reconduce y canaliza bajo las cadenas del terror controlado. La sociedad es secuestrada en nombre de la salvación eterna. Pero hay quienes interiorizan el miedo. Lo llevan en el cuerpo y prefieren renunciar a los principios a cambio de ser bien recibidos por la sociedad dominante. El mensaje es claro: votadme, no soy un peligro para nadie, y menos para el capitalismo.

El miedo forma parte del relato político. Su construcción procede de las entrañas del poder. Su objetivo es controlar el desborde social. Es la mejor forma de evitar un cisma o una revolución. La Iglesia católica, por ejemplo, administra la condena eterna, el miedo de sus feligreses, ofreciendo absolución a los pecados bajo el secreto de confesión. El temor a sufrir la llama del infierno se muestra eficaz a la hora de expiar culpas. Esta técnica funciona de maravillas. No pocas donaciones a la santa iglesia se realizan en el lecho de muerte bajo amenaza de no pasar el juicio divino. El panóptico de Dios es absoluto. El descanso del alma está reservado a unos pocos elegidos. Asimismo, las sectas -sin excepción- practican el miedo como técnica de control. El temor a la venganza de un Dios castigador da pie a concepciones milenaristas, guerras, matanzas, suicidios colectivos y asesinatos múltiples. El miedo irracional a desatar la ira de un Dios cansado de la corrupción mundana, empuñando la espada justiciera y aniquilando la especie humana, da para mucho.

Lo apuntado para la iglesia se puede extrapolar a la política. Las visiones catastrofistas son un factor de control social. Una manera de administrar los tiempos del poder. En 1986, durante el referéndum sobre la pertenencia de España en la OTAN, tanto el discurso de las fuerzas políticas que apoyaban el sí como el propio gobierno del PSOE, adoptaron un tono apocalíptico. ¿Quién administrará el no? Las respuestas eran, entre otras: “Fuera de la OTAN, España no tiene futuro” o “Renunciar a la OTAN conlleva la muerte política de la joven democracia”. Felipe González, por esa época líder respetado, amenazó con renunciar si ganaba el no. La disyuntiva se planteó en términos de la OTAN o el caos. Y claro, ganó el sí. Los miedos se construyen y se administran al igual que los mitos políticos.