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El peligro de la docencia online como norma

La presente crisis provocada por el coronavirus y la necesidad de mantener la distancia física entre nosotros, justo además cuando se constata con más fuerza la humana exigencia del contacto y unión, han provocado también un cambio brusco en la docencia universitaria. Miles de profesores nos hemos visto obligados, por la fuerza de las circunstancias, a adaptarnos rápidamente a la modalidad online para evitar que las consecuencias más lesivas de la paralización de la actividad presencial afecten al alumnado y su formación. El esfuerzo está siendo ímprobo por parte de muchos y hemos de recordar que nuestras universidades no eran antes semipresenciales o virtuales ni, creo, deberían serlo en el futuro cercano e inmediato. Y es que, como en toda crisis, las respuestas puntuales que se están tomando para paliar sus efectos pueden convertirse a la larga en estructurales y permanentes, aun cuando desaparezcan las causas de su excepcionalidad, por lo que corremos el riesgo de que la distancia y lo online, valga la reiteración, queden incrustados en el sistema de enseñanza superior. Pero, ¿por qué calificarlo como riesgo? ¿No es acaso una oportunidad para adaptar la Universidad a la sociedad y sus ritmos cambiantes? Desde luego esto es lo que en parte opina y defiende el profesor y ministro Manuel Castells, como ha quedado demostrado en una de sus últimas comparecencias, donde aboga por aprovechar esta excepcionalidad para una adaptación permanente de las universidades públicas a la bimodalidad online y a la semipresencialidad. Humildemente creo, no obstante, que ese no puede ni debe ser el camino si queremos seguir considerando a la Universidad, y a la Universidad pública, como reducto civilizatorio y motor de transformación social.

Como ponen de manifiesto Carlos Fernández Liria, Olga García y Enrique Galindo en Escuela o barbarie: entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda, los estudios superiores no pueden estar al servicio de la sociedad ni deben adaptarse a la misma, por extraño y contraintuitivo que esto pueda parecer. La Universidad tiene que subordinarse a la verdad, al conocimiento y al bien común, no a la amalgama de intereses, muchos de ellos superfluos y espurios, que presiden el conjunto de relaciones sociales y económicas fuera de sus muros. Es la autonomía de la enseñanza, como transmisión de conocimientos objetivos y, por ende, independientes de un vano subjetivismo, lo que ha posibilitado que el sistema público de educación se convirtiera en una escuela de ciudadanía crítica y progreso.

Don Rafael Sánchez Ferlosio, a quien algunos echamos excesivamente de menos estos días,defendía la idea de la instrucción frente a una demasiada ambigua y abierta “educación”, pues es “justamente el rostro inexpresivo del saber por el saber el que hace nacer en el sujeto, de su propia mente, la opinión y la conducta que la educación querría meterle en la boca ya masticadas y bien ensalivadas”. Es el saber de los conocimientos transmitidos, de las categorías adquiridas, el que debe ser objeto primordial de la Universidad, no su supeditación a un concepto de sociedad no menos ambiguo que esconde, en su pretensión, el sometimiento del conocimiento a los intereses del mercado. En esta estrategia de “adaptabilidad”, que lleva fraguándose desde la irrupción neoliberal de los años setenta y que ya ha deteriorado hasta extremos insospechados a nuestro sistema público (LOGSE y Plan Bolonia mediante), cobra especial relevancia el formalismo pedagógico del “aprender a aprender” y del “enseñar a enseñar”, obsesionado a su vez con las nuevas tecnologías y su supuesta función de panacea para todos los problemas educativos habidos y por haber.

La inconsistencia de tales fórmulas ilustra a la perfección el ataque al ideal ilustrado de enseñanza y a los objetivos de emancipación social que antes entrañaba. La escuela, y más aún la Universidad, constituían el foro en el que el estudiante podía desprenderse de los prejuicios familiares y tribales que afuera le rodeaban; eran los espacios que le permitían alejarse de las exigencias tradicionales, culturales o económicas que le aprisionaban (la “sociedad”) para poder así relegarse en el mundo de libertad que sí permitía y alentaba el conocimiento objetivo, la verdad científica y la reflexión crítica. Y ello era posible gracias a que la transmisión de conocimientos se encarnaba físicamente en la relación empática entre el profesor y el estudiantado, en la presencialidad que permitía la reflexión, la crítica, el debate, la discusión y esa inclinación hacia el saber por el saber que, como bien decía Aristóteles, siempre ha sido connatural al ser humano. Pero esta realidad no era funcional a los intereses del capitalismo cognitivo, sediento de flexibilidad, ruido y adaptabilidad constante. Es decir, justo lo que proporcionan las nuevas tecnologías aplicadas a la enseñanza y aupadas por el “nuevo” (en verdad, ya antiguo y cansino) formalismo pedagógico.

Las tecnologías de la información y la comunicación han abierto unas posibilidades enormes para el enriquecimiento educativo, nadie lo pone en duda; es más, pueden ser instrumentos idóneos para el refuerzo de determinados contenidos y la necesaria complementariedad de las lecciones. Lo que no pueden de ninguna manera constituir por sí mismas el objeto y el medio preponderante de la enseñanza ni desplazar a la presencialidad, pues se le estaría privando a la transmisión de conocimientos de la particularidad que la diferencia, que no es otra que el mentado espacio empático de intercambio que sólo el cara a cara (el “ojo a ojo” que dice un gran compañero), posibilita e impele. Pero, además, la centralidad de lo online culminaría esa obsesión neopedagógica y neoliberal por la adaptabilidad y la flexibilidad, al ser los medios digitales los principales impulsores y receptáculos, por su propia naturaleza, de tales exigencias flexibilizadoras. Frente a la reflexión pausada, estática, consciente y concentrada que otorga el estudio sereno de los textos o de las lecciones de un profesor, la jerga pedagógica que sufrimos desde hace décadas prima el dinamismo, las flipped classroom, las competencias y los proyectos, todo bien aderezado por smartphones, tablets, power points con colorines y flechitas (la lista de nuevos fetichismos es interminable…). Frente a la concentración, requisito imprescindible para el saber, se defiende la interrupción constante de las pantallas. Todo lo contrario, por tanto, a aquel objetivo ilustrado de que el conocimiento de la verdad quede al margen de la subjetividad de cada cual y, sobre todo, del conjunto de intereses también individuales que conforman, cada vez más, nuestras renqueantes sociedades.

El conocimiento es la única riqueza que, al transmitirse, no se pierde. Lo que no puede transmitirse es el “aprender a aprender”, simplemente porque para aprender hay que aprender algo, y ese algo debe ser, en la medida de lo posible, lo verdadero o lo verosímil. Con fundamentos, con argumentos racionales, mediante la discusión y la enseñanza presencial de contenidos, no mediante el aprendizaje ludificado de formalismos vacuos y procesos tecnológicos a distancia, porque a la postre podemos acabar siendo, también, tecnológicamente idiotas.

De aquí la necesidad, para mantener mínimamente un proyecto ilustrado de universidad como estudio superior, de desterrar la excepcionalidad de la docencia online cuando esta crisis se supere. Si se hiciera lo contrario, si las universidades públicas se convirtieran en plataformas semipresenciales con un protagonismo destacado de la docencia online y los medios tecnológicos a distancia, el terreno para la victoria del sector privado estaría abonado (todavía más). Los centros privados, muchos más flexibles congénitamente que los públicos y, sobre todo, nada renuentes a menoscabar la enseñanza de contenidos en aras del puro formalismo pedagógico que ellos mismos financian, podrían adaptarse (otra vez el maldito palabro) con mayor rapidez y facilidad a lo que desean tanto el ministro Castells como la OCDE, la OMC y algunas cátedras de educación bien regadas por los fondos financieros. Y todo, claro, vistiéndose con los ropajes posmodernos del progreso, el nuevo ritmo de los tiempos y la puesta de la Universidad y la enseñanza al servicio de una sociedad que ellos mismos son quienes la modulan y quienes nos desvelan sus necesidades y metas.

Para este enésimo deterioro de la educación que puede acechar tras la crisis, conmigo, desde luego, que no cuenten.

La presente crisis provocada por el coronavirus y la necesidad de mantener la distancia física entre nosotros, justo además cuando se constata con más fuerza la humana exigencia del contacto y unión, han provocado también un cambio brusco en la docencia universitaria. Miles de profesores nos hemos visto obligados, por la fuerza de las circunstancias, a adaptarnos rápidamente a la modalidad online para evitar que las consecuencias más lesivas de la paralización de la actividad presencial afecten al alumnado y su formación. El esfuerzo está siendo ímprobo por parte de muchos y hemos de recordar que nuestras universidades no eran antes semipresenciales o virtuales ni, creo, deberían serlo en el futuro cercano e inmediato. Y es que, como en toda crisis, las respuestas puntuales que se están tomando para paliar sus efectos pueden convertirse a la larga en estructurales y permanentes, aun cuando desaparezcan las causas de su excepcionalidad, por lo que corremos el riesgo de que la distancia y lo online, valga la reiteración, queden incrustados en el sistema de enseñanza superior. Pero, ¿por qué calificarlo como riesgo? ¿No es acaso una oportunidad para adaptar la Universidad a la sociedad y sus ritmos cambiantes? Desde luego esto es lo que en parte opina y defiende el profesor y ministro Manuel Castells, como ha quedado demostrado en una de sus últimas comparecencias, donde aboga por aprovechar esta excepcionalidad para una adaptación permanente de las universidades públicas a la bimodalidad online y a la semipresencialidad. Humildemente creo, no obstante, que ese no puede ni debe ser el camino si queremos seguir considerando a la Universidad, y a la Universidad pública, como reducto civilizatorio y motor de transformación social.

Como ponen de manifiesto Carlos Fernández Liria, Olga García y Enrique Galindo en Escuela o barbarie: entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda, los estudios superiores no pueden estar al servicio de la sociedad ni deben adaptarse a la misma, por extraño y contraintuitivo que esto pueda parecer. La Universidad tiene que subordinarse a la verdad, al conocimiento y al bien común, no a la amalgama de intereses, muchos de ellos superfluos y espurios, que presiden el conjunto de relaciones sociales y económicas fuera de sus muros. Es la autonomía de la enseñanza, como transmisión de conocimientos objetivos y, por ende, independientes de un vano subjetivismo, lo que ha posibilitado que el sistema público de educación se convirtiera en una escuela de ciudadanía crítica y progreso.