Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
El PSOE garantiza que todo siga “bien atado”
Felipe González marca un antes y un después en el PSOE. En la Transición dejó para tiempos mejores el carácter socialista del partido y, aunque las siglas siguieron siendo las mismas, fue fácil comprobar desde entonces que la palabra “obrero” no solo le queda muy grande, sino que resulta abusiva y hasta incómoda para sus dirigentes, por irreal y comprometedora.
Nadie le objetaría ser, como es, un partido esencial para los intereses de los que mandan si se llamara Partido Español (PE). Por supuesto, disfrutaría del derecho a opinar y actuar como mejor le pareciera igual que cualquier persona, grupo o partido de esta democracia tan imperfecta como necesaria. Pero resulta que llamarse “socialista” y mucho peor “obrero” entra en tal contradicción con la realidad de su ideología, su tendencia y sus servicios prestados, que confunde hasta al más enterado.
Si repasamos su historia reciente, desde que el felipismo ilustrado abandonó para siempre el marxismo como herramienta de análisis, según las exigencias del régimen que dejó todo atado y bien atado, vemos como “se hizo amigo del juez” -según dice el Martín Fierro-, que en este caso es el poder económico. Inclusive internándose peligrosamente en las cavernas más oscuras e inconfesables de la cal viva cuando fue necesario. Por eso no puede extrañar que ahora, para encaminar por la senda del bien a Pedro Sánchez, el felipismo que aún peina las canas que le quedan haya tomado el timón. Es que ya no se puede confiar en los jóvenes, tan dados como son algunos a soñar con mundos mejores y otras extravagancias por el estilo.
Lo cierto es que a Pedro Sánchez no le hicieron falta demasiadas recomendaciones para entretener por un lado a la izquierda del tablero con espejitos de colores, mientras que por otro se sometía a los dictados ciudadanos de la sensatez empresarial. Pero como salió de ese encuentro, donde entregó hasta las bragas de las apariencias, como el hacedor de un acuerdo “progresista”, Rivera tuvo que aclarar los tantos para que no cundiera el pánico en las tertulias mediáticas algo desconcertadas.
“El acuerdo contiene el 80% de nuestro programa”, tranquilizó a los escribas de la moderación, el flamante invento de los poderes fácticos. “Hemos derogado la ley mordaza”, se atrevió a asegurar Sánchez en un intento fugaz de sostener al menos “la vergüenza de haber sido”, como cantaba Gardel. “De ninguna manera”, dijo Rivera, volviéndolo a la realidad de su capitulación. Y como si fuera poco, también desmintió que hubiera derogación de las leyes laborales en el acuerdo, para recomponer así la sonrisa del Ibex 35, que no admite eso ni en broma.
No tardaron nada los medios que tanto nos ayudan a diferenciar el bien del mal en fabricar una disyuntiva falsa: o el acuerdo de la moderación neoliberal para dejar todo como está, o el vértigo izquierdista de una aventura que nos dejaría sin la bondad de los inversores y el peligroso enfado de los dioses del mercado.
La otra posibilidad -que casi todos quieren evitar- es convocar nuevas elecciones, porque como suelen decir los que mandan “a las elecciones las carga el diablo”. “La gente viene bien para decir que sí, para decir amén”, cantaba Serrat, pero siempre las élites se sienten una pizca inseguras cuando la gente decide.
A todo esto, el PP, despechado como una novia que espera en vano en el altar, no quiere saber nada de integrarse donde señalan los patrones y se aferra a las glorias de un pasado como la Sawson en “El ocaso de los dioses”. Atravesado de lado a lado por una corrupción incesante, su voz ya no tiene la fuerza moral que le imprimía el Aznar eufórico de las Azores cuando se codeaba con el amo Bush para declarar guerras ilegales e ilegítimas. Ahora las cosas han cambiado y las élites que lo arropaban le soltaron la mano, porque tienen a Ciudadanos limpito de polvo y paja, y con energía juvenil para mantener sus privilegios por el mismo precio.
Y como siempre, ahí está el PSOE (mejor, el PE) más felipista y más gardeliano que nunca en su “cuesta abajo en la rodada” para salvar esta bola de set que planteó la izquierda, al menos verbalmente. Ahí está el PSOE (o el PE, como prefieran) para olvidar los deslices verbales de hace un rato, cuando acusaban a Ciudadanos de ser lo mismo que el PP pero con 20 años menos. “Los azules y los naranjas que se vayan a casa”, vociferaba Carmen Chacón sabiendo que si mañana tenía que decir lo contrario, sería por el bien de España, naturalmente.
Lo único que le falta a este juego macabro donde las cartas están marcadas y el enigma resuelto fuera del Parlamento, que es donde están los que realmente mandan, es que el PP entre en razones, se incorpore de una vez por todas a lo que debe ser, se ponga tercero en la fila que es lo que le corresponde ahora y nos preparemos todos para los ajustes que están por venir.
Nada cambia -en la superficie- para que todo siga igual.
Pero abajo -en la calle- está la gente. Abajo está la esperanza.
Felipe González marca un antes y un después en el PSOE. En la Transición dejó para tiempos mejores el carácter socialista del partido y, aunque las siglas siguieron siendo las mismas, fue fácil comprobar desde entonces que la palabra “obrero” no solo le queda muy grande, sino que resulta abusiva y hasta incómoda para sus dirigentes, por irreal y comprometedora.
Nadie le objetaría ser, como es, un partido esencial para los intereses de los que mandan si se llamara Partido Español (PE). Por supuesto, disfrutaría del derecho a opinar y actuar como mejor le pareciera igual que cualquier persona, grupo o partido de esta democracia tan imperfecta como necesaria. Pero resulta que llamarse “socialista” y mucho peor “obrero” entra en tal contradicción con la realidad de su ideología, su tendencia y sus servicios prestados, que confunde hasta al más enterado.