Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Por una reforma democrática de la institucionalidad vigente
Durante los años 50 del siglo pasado, en zonas rurales y empobrecidas de Brasil, el pedagogo Paulo Freire desarrollaba campañas de alfabetización con adultos campesinos a los que daba la oportunidad de profundizar en el conocimiento de su realidad local a través de problemas y proyectos que, a la vez, les permitía diseñar estrategias para mejorar sus vidas. Inspiradas por el ejemplo de Freire, pero también por los textos de Marx, Gramsci, Gandhi, el maoísmo o la propia teología de la liberación, proliferaron pronto en América Latina iniciativas en las que intelectuales provenientes (si bien desencantados) del mundo académico (todos ellos militantes de izquierdas) implementaban proyectos destinados a colaborar con las víctimas de las políticas impuestas por las oligarquías que gobernaban durante aquellos años aquellas tierras. El sociológico colombiano Orlando Fals-Borda tal vez sea la voz más y mejor conocida por el mundo hispano; a él se debe el término con el que se pasó a llamar a este tipo intervención: investigación-acción participativa (IAP).
Su característica esencial residía en que los miembros de las comunidades en los que estos proyectos se llevaban a cabo tomaban parte en las tareas de estudio y transformación de su propia realidad, de tal modo que sus acciones eran una consecuencia orgánica y lógica de la reflexión que ellos mismos habían realizado previamente, afinando y expandiendo su cosmovisión cultural. A la vez, los y las académicas acompañaban este proceso y se hacían eco de él desde cualquiera que fuese la perspectiva que conformaba su especialidad: psicológica, pedagógica, médica, urbanística, política, etc. A la postre, la evidencia más palmaria de que se había producido un cambio en cualquiera de estos niveles era el paso a la acción, con la que los participantes demostraban que habían sobrellevado una transformación interna que les permitía ahora asumir una posición más activa y solvente respecto a la realidad externa.
Este tipo de iniciativas no quedaron reducidas al mundo latinoamericano, ni siquiera a países empobrecidos en el escenario global. Gracias (sobre todo) a la experiencia de la población negra de los Estados Unidos, pronto quedó claro en occidente que el capitalismo universalizaba la opresión a todos los países del mundo. De forma paralela a esta visión, la IAP fue diseminándose como método emancipador entre activistas y académicos. En 1964, por ejemplo, la plataforma estudiantil de la Nueva Izquierda norteamericana, Students for a Democratic Society (inspirada, entre otros, por los escritos de C. Wright Mills), creaba los llamados Economic Research Action Projects, proyectos de investigación-acción económicos que buscaban crear alianzas entre individuos de clases sociales y razas diferentes, con el fin de organizar y mejorar las condiciones de vida de comunidades empobrecidas del norte de los EEUU a través de intervenciones concretas. Iniciativas similares —enraizadas en suelo comunitario— habían pasado a caracterizar el horizonte teórico y práctico del movimiento Black Power, en cuanto este dejó de reivindicar la concesión de derechos formales para concentrarse en todo aquello que sucediera en el interior de las comunidades negras.
Seguro que al lector le vendrán más ejemplos a la cabeza. En cualquier caso, este tipo de proyectos surgieron en la década de los 60 pero no quedaron reducidos a estos utópicos años de experimentación social. Hoy continúan realizándose en las periferias del campo educativo, del trabajo social, activista y comunitario, generalmente fuera de las instituciones. Sin embargo, la idea que quiero defender en este artículo es que la IAP ofrece un esquema idóneo desde el que repensar hoy en España la redistribución de valor a través de las instituciones del Estado. En un artículo anterior, publicado en este mismo medio, defendí la necesidad de que la izquierda busque nuevas formas de canalizar el valor hacia las clases trabajadoras -el mismo valor que el esquema capitalista de trabajo asalariado escamotea y no restituye en su totalidad-. Puesto que esta redistribución ha de llevarse a cabo a través de instituciones, esta revisión habrá de implicar por fuerza la reformulación de la realidad institucional propiamente dicha. Y esto es justamente lo que me propongo sugerir.
Parece claro que desde el paradigma social-demócrata clásico (en el que se basó la modernización española) se concibe la redistribución de valor de tal manera que el aparato institucional del Estado es quien decide la forma que ha de adoptar este valor (como servicio público de educación, sanidad, infraestructuras, etc.; o bien como ayuda económica) tanto como los procedimientos que la ciudadanía ha de cumplir para poder acceder a él. Además, las decisiones sobre estas dos cuestiones se toman en el interior de las instituciones y quedan establecidas en boletines y regulaciones internas que el personal burocrático correspondiente ha de ejecutar. No es casualidad que el conocimiento profundo de estas regulaciones y su inflexibilidad a la hora de interpretarlas caracterice al modelo de burocracia sobre el que se ha construido la realidad institucional española, junto con su tipología profesional.
Frente a este modelo, las instituciones podrían desarrollar proyectos de IAP como el método más eficaz para canalizar el valor de vuelta hacia las clases trabajadoras. Estos proyectos establecerían de inicio vías para que las comunidades pudiesen dar forma a ese valor y decidir cómo quieren recibirlo. Llamo aquí la atención sobre la diferencia entre ciudadanía y comunidad, así como sobre el uso diverso que he hecho de ellas: mientras la ciudadanía delimita individuos en abstracto, la comunidad implica el contexto en el que los individuos existen y sus formas de vida concretas. Si, por una parte, el ciudadano ha de limitarse a consumir el valor que las instituciones del Estado le ofrecen en su aspecto ya acabado (según el esquema redistributivo tradicional), la IAP busca garantizar que la comunidad entera actúe de forma más activa en la distribución del valor, y lo haga mucho antes de que este reciba su aspecto final y ya solo falte que sea consumido por el ciudadano como un servicio o una ayuda. Antes de ello, la comunidad podría adaptarlo a sus necesidades y formas de vida concretas. Por medio de proyectos de IAP, los representantes comunitarios podrían analizar y justificar las necesidades de sus barrios y después proponer y diseñar las maneras concretas para que estas fuesen cubiertas con los recursos del Estado. No existe razón alguna por la que este trabajo de análisis, diseño y planificación deban hacerlo únicamente funcionarios públicos entre las paredes de las diferentes instituciones. No existe razón alguna por la que este proceso deba convertirse en una sucesión de opacos trámites burocráticos. En cada una de las fases de investigación, planificación y ejecución de estos proyectos podrían intervenir personas que encarnasen las diversas perspectivas e intereses que conviven dentro de una comunidad -eso que en inglés se llama líderes comunitarios, un término que alude al tipo específico de representatividad de quien es un ciudadano activo en su comunidad-, ofreciendo su perspectiva junto con la de los equipos de expertos.
Esta metodología requiere también de un tipo de empleado público diferente al burócrata por cuya voz solo hablan disposiciones, regulaciones y decisiones que alguien ya ha tomado siempre en otra parte. Los proyectos de IAP requerirían en este caso trabajadores y trabajadoras públicas capaces de acercar los saberes y perspectivas de las comunidades a los saberes y perspectivas que poseen técnicos y expertos. Para ello tendrían -claro está- que hacer hablar a las comunidades cuando estas estuviesen en silencio; hacerlas activas cuando fuesen pasivas; enseñarlas allí donde hubiese ignorancia y finalmente acompañarlas cuando tuviesen claras sus prioridades y sus deseos. Lejos de aceptar todo lo que viniera de ellas, la labor del empleado público sería la de involucrar a las comunidades en un proceso por el cual estas acabasen adquiriendo un conocimiento más sofisticado y preciso de su realidad pero también mayor capacidad y autonomía para gestionarla. De forma paralela, las instituciones mejorarían su eficacia y su versatilidad para hacer llegar los recursos allí donde son requeridos y serían mejor aprovechados por la comunidad. Estos principios servirían igualmente para la concejala de urbanismo de una gran ciudad, para una maestra con sus alumnos o para el trabajador social con las personas que va a ayudar.
El origen de la IAP se halló en comunidades deprimidas y abandonadas por las instituciones del Estado, tanto en el campo como en la ciudad. Hoy, sin embargo, la IAP se presenta como una metodología de decisión e intervención social irreemplazable para que España profundice en la reforma de sus instituciones y relance, a través de ellas, el proceso de democratización y justicia social que demandan sus mayorías.
Durante los años 50 del siglo pasado, en zonas rurales y empobrecidas de Brasil, el pedagogo Paulo Freire desarrollaba campañas de alfabetización con adultos campesinos a los que daba la oportunidad de profundizar en el conocimiento de su realidad local a través de problemas y proyectos que, a la vez, les permitía diseñar estrategias para mejorar sus vidas. Inspiradas por el ejemplo de Freire, pero también por los textos de Marx, Gramsci, Gandhi, el maoísmo o la propia teología de la liberación, proliferaron pronto en América Latina iniciativas en las que intelectuales provenientes (si bien desencantados) del mundo académico (todos ellos militantes de izquierdas) implementaban proyectos destinados a colaborar con las víctimas de las políticas impuestas por las oligarquías que gobernaban durante aquellos años aquellas tierras. El sociológico colombiano Orlando Fals-Borda tal vez sea la voz más y mejor conocida por el mundo hispano; a él se debe el término con el que se pasó a llamar a este tipo intervención: investigación-acción participativa (IAP).
Su característica esencial residía en que los miembros de las comunidades en los que estos proyectos se llevaban a cabo tomaban parte en las tareas de estudio y transformación de su propia realidad, de tal modo que sus acciones eran una consecuencia orgánica y lógica de la reflexión que ellos mismos habían realizado previamente, afinando y expandiendo su cosmovisión cultural. A la vez, los y las académicas acompañaban este proceso y se hacían eco de él desde cualquiera que fuese la perspectiva que conformaba su especialidad: psicológica, pedagógica, médica, urbanística, política, etc. A la postre, la evidencia más palmaria de que se había producido un cambio en cualquiera de estos niveles era el paso a la acción, con la que los participantes demostraban que habían sobrellevado una transformación interna que les permitía ahora asumir una posición más activa y solvente respecto a la realidad externa.