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El 90% de la población romaní y sinti de Austria fue asesinada por los nazis. En el resto de Europa es más difícil de calcular, pero los expertos barajan una amplia horquilla que se sitúa entre los 200.000 y el medio millón de víctimas. Fueron discriminados, perseguidos y fusilados. Incluso tenían una zona especial en Auschwitz denominada “el campo de los gitanos”, donde vivían hacinados unos 20.000 hombres y mujeres que en su mayoría fueron ejecutados.
Solo sobrevivieron 1.200 de los más de 12.000 gitanos austríacos. La mayor parte eran pobres, trabajadores que vivían repartidos en grandes asentamientos. Comerciaban con chatarra, arreglaban calderas o afilaban cuchillos para intentar ganarse la vida en estas regiones. Pero fueron liquidados. Es más, años después de terminar el conflicto, no se les incluyó entre las víctimas de persecución racista. Se consideraba que había sido por “holgazanería” y por ser “antisociales”.
Por eso son tan importantes exposiciones como la del Museo Reina Sofía de Madrid sobre Ceija Stojka, una artista romaní que sobrevivió a tres campos de exterminio nazi y, cuarenta años más tarde, quiso dar testimonio desde el arte de todo lo que ella y su familia sufrieron. Primero a través de la escritura y luego con las pinturas que se pueden ver en esta muestra.
Tras la Segunda Guerra Mundial, la comunidad romaní se enfrentó a otra batalla: la de la estigmatización sobre su etnia. No fue hasta 1992 cuando se reconoció el estatus de minoría y, hoy día, a través de organizaciones como la Unión Romaní Internacional, todavía se lucha contra la discriminación en diferentes ámbitos de la sociedad. Visibilizar la memoria histórica del pueblo gitano sigue siendo necesario, pero tiene sus dificultades: al tener una cultura oral, quedan muy pocos archivos que puedan ayudar a reconstruir los hechos.
zigeunerNo obstante, en la presente muestra se reúnen alrededor de 140 obras. El recorrido comienza con los trabajos en los que Stojka retrata su vida de niña, cuando disfrutaba con su familia jugando por verdes prados, y termina con la detención del pueblo romaní y el sufrimiento en los campos de exterminio.
“Durante su infancia pasaba los días en los alrededores de Viena bajo un modo de vida gitano. Vivía en un carromato ambulante e iban al campo en verano para estar con la familia”, explica Paula Aisemberg, una de las comisarías de la muestra junto a Noelig Le Roux y Xavier Marchand.
Pero Stojka no se dedicó a la pintura toda su vida. Comenzó a finales de los 80, cuando ya tenía 54 años, motivada tras una entrevista realizada por una reportera que investigaba los sucesos sobre el pueblo gitano. Fue entonces cuando decidió ponerse a los pinceles y plasmar los horrores que había vivido de niña. “No pintaba de forma cronológica, sino que alternaba los momentos bellos con su familia antes de la guerra y los que vivió durante la contienda. Necesitaba expresarse a pesar de que nunca fue a un museo ni estudió pintura, y lo hizo de manera muy ingenua, pero con una calidad creativa muy importante”, apunta la experta en arte.
Ceija Stojka solo tenía 11 años cuando la llevaron a Auschwitz. Ella y su familia pasaron de vender caballos a estar recluidos entre alambres de espino preguntándose si al día siguiente seguirían con vida. De hecho, la pintora refleja este confinamiento tal y como lo recuerda, desde el punto de vista de una niña. Por esa razón las botas de los nazis se sitúan normalmente en primer plano, como si se trataran de grandes chimeneas.
Los cuadros de la artista varían desde lo figurativo hasta otros más abstractos y caricaturescos. En ellos es habitual ver a nazis con caras deformadas mientras hostigan y trasladan a los prisioneros a los campos de trabajos forzados. En otra pintura, en cambio, se observa un brazo con la inscripción Z 6399. Es el mismo número que Stojka tenía tatuado en su piel y cuya letra inicial servía para identificarla como zigeuner (gitano en alemán).
“Cuenta diferentes momentos, como aquel en el que tuvo que desvestirse y mientras los nazis no apartaban la mirada. Estuvo tres veces a las puertas de las cámaras de gas, pero por razones diversas al final no entró. Pero la muerte estaba siempre acechando, y de ahí que haya elementos recurrentes en sus obras como los cuervos, las chimeneas o los alambrados”, aprecia la comisaria.
Auschwitz no fue el único centro de confinamiento para Stojka. También estuvo seis meses en el campo de concentración de Ravensbrück (donde eran destinadas las mujeres) para luego pasar al de Bergen-Belsen, en el que ni siquiera le daban de comer. Se alimentó a base de tierra, pasto y de la savia de un árbol. De ahí la rama presente en la esquina inferior de todos sus dibujos: es un homenaje a la naturaleza que la salvó.
A pesar del testimonio visual que suponen, las obras de esta pintora no fueron reconocidas en el momento. Fue justo en el 2013, el mismo año en el que murió, cuando un crítico de arte se interesó en sus creaciones para mostrarlas en diferentes centros de arte.
Stojka no ha podido estar presente para comprobar cómo sus obras han acabado en las mismas paredes que alojan los cuadros de Picasso o de Salvador Dalí. Hoy son sus descendientes, presentes en la inauguración del Reina Sofía, quienes son testigos de cómo su legado por fin conseguirá el objetivo para el que fue creado: recordar lo sucedido con el pueblo gitano.
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