El concepto de arte joven es algo tan vaporoso como para dar lugar a estudios y congresos o a toda una categoría de chistes sectoriales. Si se continúa a este ritmo, dentro de unos años arte joven será aquel realizado antes de la edad de jubilación. En Madrid tienen lugar dos exposiciones anuales por las que han ido pasando todo tipo de artistas que tratan de mostrar lo que, dada una media de edad por encima de los 30 años, deben ser algo más que obras tentativas. En Madrid, dos de esas iniciativas son las exposiciones Circuitos en la Sala de Arte Joven de la Comunidad y Generaciones en La Casa Encendida (aunque el titular de la iniciativa sea directamente Montemadrid).
Ahora se inaugura esta última y solo hace falta repasar los currículos de los artistas para comprobar que pocos de ellos son madrileños (lo cual explica su carácter casi nacional) y casi todos tienen una carrera ya bastante extensa. Lo cual no significa, ni mucho menos, que puedan vivir de esa carrera.
La selección de generaciones se realiza entre las propuestas recibidas por un jurado que suele cambiar con frecuencia y de cuyo comisariado final se encarga Ignacio Cabrero, un histórico de la tampoco muy anciana institución. Este es un comisariado algo atípico porque los artistas vienen dados por la selección previa y su función principal es lograr sobre todo que unas obras no molesten a las otras y cada una de ellas pueda encontrar su valor.
Siguiendo los actuales criterios de lo que resulta más interesante en el arte contemporáneo, prácticamente todo lo que hay en Generaciones 2017 son instalaciones. No hay cuadros, fotografías ni esculturas propiamente dichas. No hace falta ser muy fan de estos géneros ni perseguir mayores vueltas al orden para darse cuenta de que esta es una situación un poco rara. Usar las superficies, más o menos planas, para realizar arte de muchos tipos, no es solo que haya sido una constante de la humanidad, sino que constituye la práctica actual de muchos artistas o aspirantes a serlo. Pero en fin, este es el sino del arte, también desde siempre. Al fin y al cabo los estilos no son sino modas glorificadas.
La exposición está bien montada. Aunque uno pueda preguntarse donde acaba una pieza y empieza otra, la verdad es que todo queda bastante claro y como indicaba arriba, no se molestan demasiado. No hay nada que destaque mucho sobre el resto, casi todas son obras con un punto de espectacularidad y fruto de artistas ya maduros. Sus intereses, pretensiones y las bases intelectuales de las que parten son demasiado distintas como para discernir una línea rectora, aparte de coincidencias reseñables como que muchas de las piezas utilicen audio y/o vídeo como parte de la instalación. Aunque Ignacio Cabrero, en un buen texto introductorio trate de buscar algunas líneas comunes entre las que cabría destacar el juego y una vaga idea de la magia.
Puntos comunes
Juego pueden ser muchas cosas, pero en el caso de David Crespo (1984) el tema va en el Nombre, El Juego de la hiena recibe su nombre de un juego subsahariano, sus raíces telúricas y el hecho de que se juegue ahora cerca de las fronteras de las colonias españolas le añade un explícito contenido político. Es bastante metafórico, pero la presencia de un coche de la Guardia Civil de juguete pone fácilmente sobre la pista.
En la misma sala está F = P.e /1, una instalación donde Rosana Antolí (1981) ha dispuesto una escenografía móvil que recoge lo que sería la sublimación de gestos cotidianos. Una especie de danza a la que le corresponde una música. La pieza se aumenta con dos performers que actuarán tres veces a lo largo de la exposición. Visualmente esta bien, la cuestión es si música y objetos logran que la danza se produzca.
Ya que estamos con la música, hablar de No unisono, la pieza de Alfonso Conesa (1980) que se ha situado en la parte alta de un pasillo. Es la proyección de un vídeo de nueve adolescentes entrenados en el canto en el momento en que están cambiando de voz. Un canto que no funciona muy bien desde un punto de vista canónico, pero sí y mucho desde el punto de vista de la música contemporánea. Potenciada por la forzada gestualidad de los chavales.
Entre dos de las salas principales, un espacio bastante íntimo creado por la estructura del edificio, Marian Garrido (1984) ha montado Souvenirs of future nostalgia que es literalmente de lo más brillante de la exposición. Son piedras translúcidas y casi iridiscentes en diferentes colores que cuentan historias sobre viajes en el tiempo, falsos recuerdos, lo posible-imposible y lo virtual-real. Los objetos parecen muy manuales, pero el papel pintado que tapiza el pequeño espacio habla de digitalización. Una tensión muy actual.
Tras el trabajo de June Crespo (1982) hay toda una elaboración intelectual, sin duda. Pero es refrescante ver una artista que instala lo que llama S/H (Fuerzas felices) improvisando in situ sobre unos elementos dados. El visitante va a ver tubos o desagües sobre azulejos blancos, no detrás ni debajo. Lo cual puede provocar asociaciones propias diferentes según cada cual. La evidencia de que no todo ha llegado hasta aquí medido y remedido se agradece.
No solo artistas jóvenes
El trabajo de Diego Delas (1983), 20.000 toneladas de mármol tiene que ver con el tiempo y la memoria en relación con un texto de Richard Wentworth, que reproduce. Hay una sensación extraña en la reproducción estilizada de adornos de cerrojos que pudieron ser de ladinos que tras la expulsión de los judíos (1492) se llevaron las llaves de sus casas guardándolas de generación en generación.
Lo de Carlos Fernández Pello (1985) llamado nada menos que Marco de referencia. O tres modelos para apreciar el discurso como forma tiene que ver con el psicoanálisis, su diván, el minimalismo, el racionalismo o Franz West. Lo de Lorenzo Sandoval (1980) Shadowwriting (Talbot/Babbage) tiene que ver con las matemáticas, la primera computación, los quipus andinos, con la idea de que otra matemática, esa rectora objetiva de nuestras vidas es posible. Fernández Pello había expuesto ya en la Casa Encendida, pero como comisario en Inéditos (2011), muestra dedicada a nuevos comisarios. No solo los artistas van a ser jóvenes.
Rubén Grilo (1981) ha llenado La Casa encendida, su mobiliario o sus paredes con Noone, Allness, huellas de manos como si estuviéramos ante pinturas rupestres, pero la salida de la exposición muestra Acmé en dos direcciones de Blanca Gracia (1989), la más joven de los participantes. Tiene que ver con un montón de cosas, desde las alegorías del buen y el mal gobierno de los hermanos Lorenzetti en Siena hasta la música, pasando por la interpretación y la performance, el dibujo, la bifurcación de historias...
Una exposición de este tipo, a una sola obra y con el espectador teniendo que cambiar el chip con frecuencia no es fácil de valorar. Y no es fácil que todo guste o interese a todo el mundo. Pero es muy buena información y resulta más que probable que algunas de estas obras toquen la fibra de alguien. Y luego se recuerden.