Isabel Mellén, historiadora: “A diferencia de la Edad Media, nuestra sociedad tiene un trauma con la sexualidad”

El pecado, la lujuria, la provocación, una invitación a procrear… Hasta ahora, el intento de explicar las imágenes de sexo explícito en la escultura de los templos románicos ha recibido diversas interpretaciones, todas ellas cosidas por un hilo común: la extrañeza, la sorpresa y, en definitiva, el choque cultural producto de observar la Edad Media desde el siglo XXI. Ninguna de estas teorías ha terminado de ofrecer una explicación natural, convincente, definitiva sobre la representación de mujeres mostrando la vulva, monjes luciendo un falo gigante o parejas practicando sexo sin tapujos sobre la piedra. El inicio de este otoño ha traído dos nuevos trabajos que vierten luz sobre la concepción del sexo hace casi un milenio: al libro Los fuegos de la lujuria (Ático de los libros, agosto de 2024), de la historiadora británica Katherine Harvey, se acaba de sumar El sexo en tiempos del románico (Crítica), donde la especialista vitoriana Isabel Mellén (1986) trata de huir del tópico imperante, invitando a una reflexión lógica: ¿Y si todas esas imágenes que hoy causan rubor fueran únicamente el fiel reflejo de las conductas de aquel tiempo?

Afirma Isabel Mellén que su libro “está en una línea de renovación”, dentro del aluvión de investigaciones de los últimos años que pretenden devolver el color a esa falsa Edad Media oscura construida en el siglo XIX. “Hasta ahora, la gente se sentía más o menos cómoda con un conocimiento heredado de los siglos XIX y XX, una idea patriarcal que sitúa en la cúspide a los hombres blancos, europeos, heterosexuales, con poder; hoy esa idea se desmorona, mientras las minorías reclaman su papel en la historia”, reflexiona. En cuanto al sexo y su representación hace casi un milenio, la historiadora del arte ­—que en este trabajo se vale también de su formación como doctora en Filosofía­— cree que la visión que teníamos hasta ahora es únicamente “un conocimiento creado desde un solo punto de vista, con una serie de prejuicios contemporáneos de nuestra época que, sin querer, trasladamos a nuestro pasado”.

Ahora bien, ¿qué propone Mellén para interpretar todas esas imágenes inmortalizadas en la piedra —muchas de ellas, rayando en lo grotesco— sin caer en el prejuicio? La autora de El sexo en tiempos del románico intenta colocarse en la mentalidad, en la perspectiva, de cada clase social, de cada uno de aquellos individuos. “Una escena de coito explícito no la veía igual una dama, cuya obligación era mantener sexo para dar a luz al máximo número de hijos, que una prostituta o un clérigo al que le han impuesto el celibato”, precisa. Personas de una misma época (en este caso, evitando anacronismos) con “cosmovisiones distintas”. Apoyada en estudios anteriores, la autora centra el análisis en la mentalidad de la nobleza, promotora de los templos donde se inscribirán buena parte esos mensajes sexuales; el clero, que trata de influir y modificar la conducta sexual de los fieles y la propia sociedad, un conjunto de espectadores “entre los que había colectivos marginados, como las mujeres o las personas homosexuales”, revela.

Un punto de inflexión en el siglo XI

“No sé si las personas de la Edad Media eran felices o no, pero lo cierto es que el sexo no era un trauma para ellas”. Quizá sea esta una de las afirmaciones que mejor definen la propuesta de Mellén, quien sí identifica ese shock en la sociedad contemporánea. El primer trauma tiene que ver con el cuerpo y la forma de mostrarlo. “La mentalidad eclesiástica rigorista (extrema) nace en el siglo XI y va permeando progresivamente en la sociedad, hasta llegar a ese tabú sobre la corporalidad que hemos recibido como herencia”, argumenta. “Hoy se producen situaciones tan absurdas como que se censuren cuerpos desnudos en las redes sociales, mientras existe un montón de pornografía accesible en internet”, ejemplifica. En cambio, “la genitalidad era cosa del día a día en la sociedad medieval, en la que no había intimidad”, contrapone la autora alavesa.

La sexualidad no solo estaba normalizada, sino que era (muy) deseable para la clase social en la que Mellén ha puesto el foco en este trabajo: la nobleza. El linaje tenía que perpetuarse con una larga descendencia, incluso a través de la llamada eugenesia: los familiares mantenían relaciones sexuales entre sí para buscar la pureza de la sangre, incurriendo en el incesto. “Tenían unas costumbres sexuales muy exuberantes, porque alumbrar más hijos favorecía el linaje, daba igual si eran bastardos o bastardas”, expone la historiadora, quien concluye: “La familia estaba por encima del individuo, así que el sexo ocupaba un lugar central”. Y en ese contexto, la mujer era protagonista. Si la estirpe daba derecho a gobernar, “las mujeres eran portadoras de poder político: dar a luz era su sacrificio”.

Y es en este contexto —en la necesidad de la nobleza de perpetuarse— en el que mejor se entienden, a juicio de Mellén, las escenas sexuales de los templos románicos. “Aparece gente desnuda, parejas practicando sexo, las mujeres enseñan la vulva, los hombres muestran falos gigantes… Yo relaciono todo esto con los valores nobiliarios, con la necesidad de procrear; por eso aparecen frecuentemente mujeres embarazadas o en el momento del parto”, ejemplifica.

Cervatos, oda al sexo

El sexo en tiempos del románico es también un mapa en el que rastrear las muy frecuentes escenas de sexo explícito inmortalizadas en multitud de iglesias de cronología románica, sobre las que se han vertido innumerables teorías. No obstante, es la colegiata de San Pedro de Cervatos (Cantabria) la que ha concentrado siempre la mayor parte de las miradas de expertos y curiosos, ante la profusión de estas escenas. ¿Representación del pecado? ¿Llamada a la castidad? Todo lo contrario. Isabel Mellén aplica su método personal. “Lo que se muestra en Cervatos es una fiesta, una fiesta en la que hay músicos, bailarinas, gente bebiendo, saltimbanquis, personas practicando sexo o enseñando los genitales, mujeres pariendo…”. Bajo su punto de vista, “se trata de un ambiente festivo de sexualidad desbordante que yo vinculo a la concepción del matrimonio de la nobleza en esta época”, propone.

Pero, ¿para qué? La historiadora del arte ha rastreado los orígenes de la fundación del templo cántabro, hasta encontrar a los promotores: una familia de aristócratas que construye el edificio para enterrarse en el interior. “En aquel momento, los matrimonios nobiliarios se celebraban a las puertas del templo, de manera pública; la iconografía se acomoda al primer encuentro sexual de la pareja (una noche de bodas, con testigos incluidos), a la que se le ha dicho que tiene que reproducirse”, relata la autora de la investigación. Así que, según su análisis, la iconografía sexual de San Pedro de Cervatos es… el escenario, el decorado de la celebración de una boda, al servicio de “la exaltación de los valores de la nobleza”.

Es decir, que este nuevo trabajo cambia el negro por el blanco, la prohibición por la celebración, en una sociedad quizá mucho más abierta de lo imaginado, en la que también había espacio para los sentimientos, incluso entre las clases acomodadas. “Los matrimonios nobiliarios eran solamente un contrato de cumplimiento obligatorio entre familias, pero una cosa era la ley y otra, el deseo: tanto hombres como mujeres tenían relaciones extramatrimoniales y no había ningún problema”, analiza Mellén. Con una condición, las mujeres debían cuidarse de no concebir fuera del matrimonio, es decir, de evitar incorporar sangre externa al linaje. A excepción de la penetración vaginal, comenta la autora, mujeres y hombres ensayaban todo tipo de posturas sexuales. Este ambiente quedó retratado, por ejemplo, en una orgía inmortalizada en piedra en uno de los capiteles de la pequeña iglesia de Santiago de los Caballeros, extramuros de la ciudad de Zamora.

La Iglesia, el lado oscuro

Pero alguien tenía que frenar la fiesta. Una parte del clero —una minoría extrema, según la escritora alavesa— trata de vincular la práctica sexual con la idea del pecado desde el siglo XI. Cuestión diferente es si aquellas gentes estaban dispuestas a adoptar estos postulados (o eran suficientemente dóciles). “Cuando lees los documentos, parece que se puede cambiar una sociedad de sexo desbordante de la noche a la mañana, pero no era así: la gente, más que hacer caso a los clérigos, se reía de ellos”, sostiene Mellén, quien se remite a la literatura del momento: “Los consideraban obsesos sexuales y los representaban, por ejemplo, con la figura del monje salido, con un falo enorme, donde había cierta burla”.

Así que, por el momento, la Iglesia ha de conformarse con tratar de poner orden entre sus filas en una etapa histórica de desprestigio, donde se compran y se venden cargos (simonía) o, simplemente, estos recaen en personas que carecen de vocación (nicolaísmo). Esta cruzada contra el sexo, no obstante, no caerá en saco roto. Terminará por imponerse: “Comienza en un pequeño núcleo eclesiástico, que quiere cambiar las costumbres sexuales y ganar poder, y, al final, acaban metiéndose en la cama de todo el mundo”, analiza la historiadora. Esa sociedad preocupada por la alta mortalidad infantil, pero no por la práctica sexual, acabará adoptando el lado oscuro, el tabú, ante una mentalidad cerrada en extremo (la religiosa), que persigue hasta el propio hecho de la masturbación.

Falta una pregunta, no poco importante, por responder. ¿Estaba de acuerdo la Iglesia con los mensajes explícitos que lucían capiteles y canecillos (soporte de la escultura románica) que retrataban desnudos y orgías? Isabel Mellén matiza: “Los templos no eran de la Iglesia, sino, en su mayor parte, de carácter privado; una iglesia podía mandarla construir la realeza, una familia nobiliaria o un concejo, además de los propios obispos”. Según este punto de vista, la proliferación de templos no era la ingenua respuesta a una religiosidad emergente, sino, más bien, un elemento de poder en una especie de juego de tronos, cuyo desenlace ha heredado la sociedad contemporánea, la nuestra. Y el sexo tenía un papel central. Aunque hoy medie una barrera, ese trauma del que habla El sexo en tiempos del románico.