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Julia Margaret Cameron, la fotógrafa de la habitación de cristal

Las rosas rojas y blancas. 1865

Belén Remacha

Con sus fotografías pretendía “electrizarlo de placer”. Se lo decía Julia Margaret Cameron a Henry Cole, director del entonces conocido como South Kensington Museum, en una de las cartas que le mandó en 1866. En ella, además de su entusiasmo por que le expusiera, dejaba patente su criterio y su constante inquietud por mejorar. Porque su caso tenía una polémica, que radicaba en si era la casualidad o la causalidad lo que daba forma a sus retratos de trazos borrosos. Una duda que surgía en gran parte desde cierto paternalismo profesado hacia una mujer madura, burguesa y sin estudios previos que un día decidió comenzar a disparar con su objetivo.

La repetición indica intención. Ella, nacida en Calcuta en 1815 (cuando la India era territorio británico), aunque reconocía que sus primeros éxitos sí pudieron ser fruto del azar, defendía que la correcta era la opción que se intuye más probable: el efecto imperfecto de sus instantáneas era el resultado de un arduo proceso. Cómo lo conseguía es lo que no está del todo claro. Quizá con una lente nítidamente desenfocada, tal vez con un tiempo relativamente largo de exposición.

Se podrán sacar conclusiones hasta el 15 de mayo, día que concluye en la Fundación Mapfre una retrospectiva compuesta por más de cien fotografías. Llega a Madrid tras inaugurarse en el Victorian & Albert Museum con motivo del 200º aniversario de su nacimiento y 150º de la primera y única exposición de su vida, celebrada en ese mismo centro londinense (sí, consiguió convencer a Cole). “Ansiaba capturar toda la belleza que llegaba a mí, y a la larga mi anhelo fue satisfecho”, escribía Cameron sobre una trayectoria que clasificó en retratos, fantasías con efecto pictórico y Madonnas (la iconografía religiosa tuvo gran peso en toda su obra).

Su buena amiga Annie Tharckeray se refería a ella en las páginas del Pall Mall Gazette en 1865 con un “quizá no sea ningún menosprecio hacia la Sra. Cameron decir que ella no es una artista popular (…). A las personas les gustan los perfiles claros y bien definidos y tienen la fantasía de verse a sí mismas y a sus amigos como si miraran a través de unos prismáticos para la ópera (…). Estas cosas quizá no las encuentre el público de Cameron, pero en su lugar hallarán estímulos visuales e insinuaciones maravillosos y encantadores”.

Regular incluso para ser mujer

Efectivamente, otras voces fueron menos benévolas; eso sí, no llegaban tanto desde el público sino desde la crítica victoriana (masculina en su inmensa mayoría). Entre los comentarios de la época sobre ella se repiten términos como “error” o “descuido”. En definitiva, falta de voluntad para lograr su característico estilo. Pero no sólo eso. También abundaban las alusiones condescendientes hacia su condición femenina. O desde algo peor, como aquella que decía “para los bustos de la Sra. Cameron alguna excusa debe de haber en el hecho de ser obras de una mujer; y aun así esto no implica una manipulación tan descaradamente mala”.

Hoy, a Julia Margaret Cameron se la considera una pionera en su género y, para quien haya logrado saltarse la lectura machista de la historia, un referente en el arte de la fotografía. A mediados del siglo XIX esta disciplina no se parecía ni remotamente a lo que es actualmente; la cámara era un elemento pesado y para llevarla a cabo había que enfrentarse a multitud de productos químicos. En su caso, la técnica que empleaba era la más común de la época, copias a la albúmina a partir de negativos de colodión húmedo. Sí es cierto que Cameron contaba con una ventaja: los numerosos sirvientes, como su criada Hillier, que hacían por ella gran parte del trabajo duro.

En cualquier caso, la fotografía no era entonces un asunto de chicas. Menos todavía de señoras. Casi todas las reseñas que hablan sobre esta fotógrafa comienzan con una frase: “Quizá te divierta, madre, intentar hacer fotografías durante tu soledad en Freshwater”. Se la dijo su hija Julia cuando le regaló, junto a su yerno, su primera cámara (no sería la única). Era 1863, y Cameron era una cristiana devota de 48 años. Ya había hecho fotos a nivel aficionado en alguna ocasión, pero es ahí donde ella misma marca su inicio profesional. Antes de esa fecha, había dedicado toda la energía a las tareas familiares (tuvo siete hijos biológicos y varios adoptados) y sociales.

La casa de cristal

66 años después, su sobrina nieta defendía aquello de que “una mujer debe tener dinero y una habitación propia si desea escribir ficción”. Hablamos de Virginia Woolf, cuya madre, Julia Jackson, fue protagonista de algunos de los más bellos retratos de Cameron. Woolf, con quien parece que la fotógrafa tampoco tuvo una relación especialmente estrecha, describía a su tía abuela como heredera de una “vena de vitalidad indomable”. Pero no era escritora ni tenía un cuarto propio. Lo que tenía era un gallinero que reconvirtió en invernadero (o casa de cristal, más poético, en su traducción literal del inglés).

Ese lugar se encontraba en su refugio de la isla de Wight, al que llegó con su marido Charles Hay en 1855. Fue su centro de operaciones durante los quince años que duró su actividad fotográfica. Por ahí, y por delante de su objetivo, pasaron, entre otros, Charles Darwin; el astrónomo, químico y matemático John Herschel; el pintor George Frederic Watts o el dramaturgo Henry Taylor. De ellos y de otros intelectuales decía querer plasmar “tanto la grandeza de su espíritu como las facciones de su rostro”. También estuvieron Lewis Carroll y su niña “favorita”, Alice Liddel, a quien Cameron le dedicó el que considera que es uno de sus mejores retratos. Y ahí elaboró el que denominaba “mi primer éxito” (enero de 1864), un retrato de una niña llamada Annie.

Ni las miserias, ni el rango

La que vivió Cameron fue una etapa en la que la fotografía se industrializó y se expandió. Durante los 60 del XIX tuvo lugar una retratomanía. Y de alguna manera, ella renovó el concepto. Desarrolló un estilo personal, posicionándose contra la idea documental y descriptiva que proliferaba.

Eso sí, los personajes eran inmortalizados con su indumentaria habitual, y “nada le importaban las miserias ni el rango de sus modelos. Tanto el carpintero como el príncipe coronado de Prusia debían permanecer sentados e inmóviles como piedras en las actitudes que ella elegía, entre los cortinajes dispuestos por ella, y durante el tiempo que ella quisiera”, dijo Woolf sobre su tía abuela.

“Empecé sin ningún conocimiento del arte. No sabía dónde colocar mi caja oscura, cómo enfocar a mi modelo... Cuando enfocaba y me acercaba a algo que para mí era bello, me defendía allí en lugar de enroscar la lente para conseguir un enfoque más definido, en lo que todos los demás insisten tanto”, explica Cameron en su autobiografía inacabada, Annals of the Glass House. La dejó inconclusa tras su muerte, acaecida en Ceilán en 1879.

Después de más de 900 imágenes, cuando se mudó a esa isla (hoy Sri Lanka) su actividad fotográfica disminuyó notablemente. Todavía tuvo tiempo de (esta vez sí) escribir el poema adecuadamente titulado On a portrait, publicado en Macmillan's Magazine. En él rezaba, quizá resumiendo su trabajo: “¡Oh, misterio de la belleza! ¿Quién puede describir tu poderosa influencia?”.

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