Kandinsky, el espíritu y la pintura

Vasili Kandinsky (1866-1944) es probablemente uno de los pintores más populares en la larga historia de la abstracción. Y parece justo que así sea, porque seguramente fue el primero en liberar por completo la pintura de la figuración.

La muestra es que hay hoteles de postín donde la decoración está compuesta mayormente por reproducciones de Kandinsky y en menor cantidad de miembros de Der Blaue Reiter (El jinete azul), grupo muniqués que él fundo, o de artistas que años más tarde encontraría en París, como Joan Miró. Y es que, aunque no se entre en las profundidades espirituales o teóricas de Kandinsky, su pintura tiene algo que siempre se ha valorado en el arte, aunque no lo parezca: ser decorativo y agradable a la vista. Cómo aquel que dice, dos resquicios que permiten abrir la puerta a una de las obras pictóricas, organizativas y teóricas más importantes de la modernidad.

Por supuesto que hubo abstracción antes de Kandinsky, solo hay que pensar en las decoraciones de aquellos países musulmanes donde estaba prohibida la representación de personas. O, de forma mucho más cercana al mismo Kandinsky, los Montones de Heno que Claude Monet había comenzado a pintar en 1890 o el Nocturno en negro y oro – El cohete cayendo (1875) de James Abbott McNeill Whistler. En ambos casos se trataba, no de una representación fidedigna de lo visto, sino de la impresión que dejaba (y deja) en la retina. Al fin y al cabo, se llaman de esa manera por algo. Kandinsky rompió ese cordón umbilical, liberando la pintura de su corsé figurativo, algo que ya venía augurándose desde hacía mucho tiempo antes de la primera Acuarela abstracta en 1910. Al menos desde el descubrimiento de la fotografía, allá hacia 1850. Era la superación de lo material para dirigirse directamente a lo espiritual.

Un siglo después, aquel acto heroico tenía algo de paradójico. Por mucho que hubiera liberado de materialismo la pintura, sus cuadros -cómo todos los cuadros- seguían siendo objetos físicos destinados en primer lugar a la retina. Y en ello permaneció básicamente fiel a la teoría del color proto-romántica que había formulado Goethe a principios del XIX. Todavía hay una continuidad. La que rechazaría el arte conceptual que en una u otra forma es el ismo dominante hoy en día y que, en principio, no necesita de soporte material y aún menos de vocación expresiva.

Lo que vemos en esta exposición, toda ella procedente del Pompidou de Paris que a su vez recibió en buena parte del legado del autor, es un recorrido por cuatro fases de su pintura. Se trata pues de una retrospectiva tal cual, a diferencia de una como la de Munch, temática aun con cierta componente biográfica.

Las cuatro fases del salto

Está bien así. Son las cuatro grandes etapas en el arte de este hijo de buena familia que estudió leyes y tenía ante sí un futuro bastante prometedor (en 1918 se vio en Rusia que los futuros nunca están asegurados) y se decidió a pintar a los 30 años. Y son de lo más significativas. Kandinsky llega a Múnich en 1896 para aprender, cosa que hizo muy rápido, integrándose en una escena todavía influida por el impresionismo pero que galopaba hacia el abandono de la representación exacta de lo exterior. Esto que hoy conocemos como el primer Expresionismo alemán, heredero directo de Gauguin, de Matisse, de todo cuanto tendía a poner en valor características intrínsecas de la pintura como el color y la forma por encima de lo que representan.

Aquí hay testimonios como Schwabing: Sol de invierno (1901) de sus principios algo apagados como post-impresionista y de su viaje a Túnez con Paul Klee y August Macke, dos compañeros del Der Blaue Reiter. La reverberación del Mediterráneo y la disolución de las formas en manchas de colores vibrantes es algo que en gran medida iba a marcar su trayectoria futura. Pero es curioso, más que sus propios apuntes de Túnez (tampoco tan excelentes), su conexión con los brillantes paisajes callejeros que Macke pintaría a raíz de ese viaje. También probó con un cierto primitivismo que incluía visiones de una Rusia primigenia medieval, como en Das Lied. Es lo mismo que estaba haciendo la vanguardia moscovita, por otra parte.

Esta etapa en Múnich duro hasta 1914, cuando el estallido de la I Guerra Mundial le obligó a regresar a una Rusia ya pre-revolucionaria y con una escena artística que incluía a Malevich, Stepanova, Tatlin, Rodchenko, Popova. Volvía ya casi como un maestro. Su libro De lo Espiritual en el Arte (1911), cuyo título lo dice casi todo, había sido también muy influyente en Rusia, sobre todo en el Suprematismo. Pero la verdad es que el idilio ideológico no duró mucho: la línea hard-core de constructivistas y productivistas y su énfasis en el diseño y lo utilitario eran poco reconciliables con su concepción del arte.

Por otra parte, al principio y en una situación económica no muy boyante, Kandinsky tiró mucho de un medio barato, como es la tinta sobre papel. Y son unos dibujos impresionantes que, quien sabe, tal vez le ayudaran a profundizar en la forma, sin más color que el blanco y negro. Luego, cuando volvió a pintar, haría unas escenas rústicas figurativas de orden casi costumbrista que se producían el mismo año (1917) que acuarelas absolutamente abstractas. Unas abstracciones muy expresionistas, desasosegadas, casi pre-surrealistas. Herencia aún de Múnich. Pero, visto lo visto y que el nuevo orden soviético no iba a ser un buen caldo de cultivo para sus ideas y su trabajo, Kandinsky decidió dar un nuevo cambio a su vida.

La orden de la Bauhaus

En 1921, Walter Gropius le invitó a visitar la recientemente inaugurada Bauhaus (1919-1933). Un año más tarde se trasladó a la pequeña Weimar (la ciudad de Goethe) como profesor de murales y de teoría pura de la mítica escuela. Además de escribir un influyente manual llamado Punto y Línea Sobre el Plano –de cuyas ilustraciones hay aquí varios ejemplos- y de las clases, Kandinsky siguió pintando, esta vez de una forma más geométrica, con cuadros como Sobre Blanco II (1923) que podría haber firmado Tatlin. Pero también una serie como Pequeños Mundos, que combinan lo geométrico, lo expresivo o lo aparentemente orgánico de una manera que realmente parecen tales pequeños mundos. Muy fascinante.

Si la agitación de la revolución soviética le resultaba algo ajena, el ascenso del nazismo en Alemania (1932) era algo insoportable. La Bauhaus tuvo que cerrar en 1933 y Kandinsky se muda a París. Allí encuentra otros círculos de artistas dominados por figuras como Picasso o Breton, con los cuales tampoco se sentía identificado. Pero si con otros como Miró o Hans Arp. Ecos del primero se encuentran en abstracciones casi biomorficas (un poco como paramecios u otros microorganismos), pero también hay aquí algunos de sus fantásticos aguazos sobre papel negro que a veces recuerdan a las pinturas-sueño de los aborígenes australianos.

Kandinsky murió en 1944, según testigos, en cierta placidez que no significó mayor decadencia creativa. En 1936 había pintado uno de sus cuadros icónicos, una de sus Composiciones, la IX. Es la relación directa de la obra de Kandinsky con la música, un tema sobre el que había vuelto una y otra vez. Una herencia lejana de la sinestesia que Scriabin, otro ruso, desarrolló en la juventud de Kandinsky y que el tanto admiraba. Un cuadro que, hoy en día, sigue yendo mucho más allá de su potencial decorativo. Y de su propia materialidad.

Es una buena exposición. Hay que decir que está puede ser de las últimas exposiciones de este tipo en Centro Centro. Con independencia de su calidad, esta exposición adopta forma de negocio cultural, no necesariamente repudiable, pero quizá tampoco imprescindible en una ciudad tan museística como Madrid. De hecho un museo nacional, el Thyssen, estaba negociando una exposición sobre Kandinsky cuando se les cruzó esta. Según dijo Santiago Eraso, nuevo director de todo el tinglado que es Madrid Destino (todas las instituciones y espacios dependientes del ayuntamiento) habrá concreciones sobre temas como este en unas semanas. Mientras tanto ahí está Kandinsky. A 10 € con descuentos. Una ganga.