Caravaggio (1571-1610) pasa hoy por ser uno de los grandes pintores de la historia. Pero unas décadas tras su muerte y una influencia que hoy llamaríamos viral, fue casi completamente olvidado hasta su redescubrimiento en el siglo XX. Desde luego, no había permanecido a la altura de clásicos de su época con los que ahora se mide, como Velázquez, Rubens o Rembrandt, por poner ejemplos de fama casi ininterrumpida.
La exposición Caravaggio y los pintores del Norte que trae Thyssen (hasta el 18 de Septiembre) se ocupa de un aspecto muy concreto de esa influencia: en la pintura norte-europea. Porque, por mucho que se venda y se publique, esta no es en lo absoluto una exposición de Caravaggio. Para verlo, solo hay que contar: 12 cuadros son suyos y los otros 34, de otros autores. Aclarado esto para que el visitante no acuda engañado, huelga decir que la exposición merece la pena aunque no vaya a marcar una época, menos en Madrid.
Empecemos comentando que el naturalismo no fue idea de Caravaggio, ni siquiera de antecesores lombardos inmediatos (el pueblo de Caravaggio está cercano a Milán). La pintura del norte de Europa, de una evolución muy distinta la italiana, ya había dejado ejemplos de naturalismo casi extremo, en algún caso tan célebre como la Virgen del canónigo Van der Paele (1436) donde el donante, ya mayor, aparece incluso con una dermatitis estudiada de antiguo desde el punto de vista médico. Es decir, Caravaggio no fue el introductor del naturalismo en el Norte.
Lo que sí que hizo, partiendo de ese rasgo estético e ideológico común, fue aportar a esos pintores norteños otros elementos: dinamismo, un uso dramático de la luz y del color, centrar el tema mediante la supresión de elementos entendidos como decorativos (paisajes, por ejemplo), la captura del momento... El realismo, el pintar del natural o el reflejo de lo muy mundano fueron para esos pintores norteños la menor de muchas influencias.
Pintores de la Europa oscura: guerras, religión y peste
Estamos hablando del Barroco y de la Contrarreforma, un momento especialmente convulso en Centroeuropa con las guerras de Religión (más o menos entre 1524 y 1697) y también en Italia debido a los continuos conflictos entre Habsburgo y Valois por el control de la península. Con el Papado jugando su propio y cambiante juego. Las guerras italianas se hicieron sentir especialmente en Lombardía, donde nació Michelangelo Merisi. Para sumar desgracias que el súper-ascético arzobispo de Milán Carlos Borromeo (1538 – 1584) atribuía a un castigo divino, llegó en 1576 una epidemia de peste, como también al norte de Europa y a otros países, España entre ellos. Todo ello dibuja una época de violencia, de enorme pobreza, de enfermedad, de inseguridad física y espiritual.
Caravaggio, al fin y al cabo un pintor sobre todo religioso con excursiones a lo mitológico, era hijo de todas esas circunstancias y las llevó al paroxismo. En lo personal no hay la menor duda de que era mucho más pendenciero y asalvajado que su contemporáneo Quevedo (1580-1645). Se ha hablado incluso de semi-mafias de pintores callejeros en Roma y Nápoles (estaba por desarrollarse el mercado libre del arte, algo que más o menos llegaría con Rembrandt (1606-1669). En cualquier caso, su peripecia vital fue la de un personaje celebre y aclamado que, no obstante, se pasó huyendo la mitad de su vida hasta morir enfermo en una playa de Porto Ércole.
A los pintores del Norte todo esto seguramente les interesaba mucho menos que al espíritu tardo-romántico que redescubrió a un Caravaggio rebelde, idealista, sin ataduras sociales, etcétera. El éxito fulminante y trascendente de Caravaggio en su época tenía que ver con su pintura católica, más allá de la anécdota sobre si una determinada Virgen María era en realidad una prostituta. Caravaggio estaba comenzando a interpretar el potente programa estético surgido del Concilio de Trento y desarrollado como propaganda (literal) por órdenes religiosas como la Compañía de Jesús. Un programa que se resumía en transmitir ideas de forma emotiva. De donde la necesidad de acercarse a lo común, de la expresividad, de centrar el motivo o la utilización concentrada y dinámica de la luz. Elementos que podían haber aparecido antes de forma aislada en diversos pintores pero que en Caravaggio se unían de forma tan coherente como explosiva, dotando a muchos de sus cuadros, quizá no tanto de gran penetración psicológica, como de una inmediatez y una viveza que de forma indirecta pero segura, tuvo una enorme influencia en los siglos posteriores.
En último término y si se sigue a Eugenio D’Ors, Caravaggio viene a ser el eterno helenismo frente al eterno clasicismo, también barroco, de los competidores directos de Caravaggio, la familia de pintores Carracci. Cuya influencia, mucho menos celebrada en nuestro imaginario romántico, llega igualmente y quizá de forma académicamente más poderosa, hasta hoy en día.
Las salas del Thyssen: influencers, admiradores y extraños olvidos
La exposición del Thyssen es curiosa. No es que sea algo muy cercano al público español, acostumbrado a ver la influencia del italiano en Ribera, Ribalta, Zurbarán, Velázquez o Murillo, pero al mismo tiempo trae al Paseo del Prado a una serie de pintores sobre los que, en términos generales, no hemos tenido mucha idea ni ocasión de adquirirla.
Se abre con una sala dedicada a Caravaggio en Roma, una serie de cuadros representativos que seguramente verían la mayor parte de los pintores norteños que pasaron más o menos tiempo en la capital del papado y formaban parte de un contingente variable entre los 1.500 a 2.000 pintores que buscaban allí aprender tanto de los clásicos como de los grandes renacentistas y en ocasiones ganarse la vida. En esta primera sala destacan algunos cuadros como Muchacho mordido por un lagarto (hacia 1593) que representa perfectamente la idea del momento casi fotográfico; La buenaventura (1594), una pintura de género casi picaresco y que sirvió de inspiración directa a muchos caravaggistas como La Tour (que no está en esta exposición aunque estuvo en el Prado hace nada); los hay que hasta hace bien poco no parecían originales de Caravaggio como David vencedor de Goliat (1598) del Prado; un San Juan Bautista en el desierto (1602) que muestra al precursor como un joven casi efébico o un interesante San Francisco en meditación (1606) cuya atribución, por otra parte, está bastante poco clara. En conjunto un breve pero buen resumen del trabajo de Caravaggio durante su estancia en Roma.
La siguiente sala se titula Los primeros admiradores: Adam Elsheimer y Peter Paul Rubens. El segundo es más que conocido y de él hay una Cabeza de un joven (1601) muy caravaggista y La adoración de los pastores (1608) que hace un uso casi excesivo del claro-oscuro. Adam Elsheimer (1578 - 1610), pintor alemán solo siete años más joven que Caravaggio fue, en efecto de los primeros caravaggistas. Solo que su influencia directa fue tirando a escasa, sobre todo por lo temprano de su muerte y porque no regresó al Norte.
Luego llega una de las decisiones más extrañas de la exposición, incluir a Gerard van Honthorst (1592-1656), uno de los caravaggistas más reconocidos, en una sala llamada Artistas y amantes del arte: quadri da stanza y quadri d’altare. Es algo confuso porque a continuación viene otra sala dedicada a la escuela de Utrecht, ciudad donde nació y murió van Honthorst y de la cual es uno de sus más destacados representantes.
Un comisariado atípico
Esta decisión curatorial seguramente busca dejar claro algo muy importante que trajo el Barroco, consistente en una pintura, no solo seglar, sino para el consumo privado en amables salones palaciegos y progresivamente en los burgueses. Van Honthorst personifica esa doble vertiente muy bien a través de cuadros como La oración en el huerto (1615) o Alegre compañía con tañedor de laúd (1619). También está Dirck van Baburen (1595 – 1624) otro artista de Utrecht (murió allí) de corta trayectoria, junto a Nicolas Régnier, quien sin embargo vivió largos años, entre 1588 y 1667 y acabó muriendo en Venecia.
La siguiente sala, ya se ha indicado, tiene como centro Utrecht: Hendrick ter Brugghen y la escuela de Utrecht. Hendrick ter Brugghen, que nació en La Haya hacia 1588 y murió en Utrecht en 1629 tiene la importancia de haber importado el caravaggismo a los Países Bajos y con ello su extensión a un entorno protestante, aunque sus practicante pudieran ser católicos. En general tanto ter Brugghen, como van Hontshort y en menor medida Dirck van Baburen (1594 – 1624) porque murió joven, fueron abandonando un caravaggismo estricto, pero nunca del todo. Algunos de los cuadros aquí presentes, no es que sean copias, pero sí emulaciones muy inmediatas. También se puede argumentar que hay mejores ejemplos de estos pintores, pero igual son imposibles de conseguir. En conjunto, un trayecto algo confuso y así debía parecérselo a los muchos visitantes que daban vueltas entre una sala y otra.
La exposición se salta olímpicamente el caravaggismo flamenco (Jan Janssens, Rombouts, Seghers, de Coster…) quizá porque se asume que con Rubens ya había suficiente. Y casi termina con Los pintores franceses en Roma que, teniendo en cuenta que no está La Tour y lo de Vouet (1590 -1649) no puede decirse que sea de lo más glorioso de su producción, tampoco es demasiado revelatoria. El final está dedicado a una sola pintura, el Martirio de santa Úrsula (1610) que hasta hace pocas décadas era atribuida a Mattia Preti pero luego ha sido recalificada como última obra de Caravaggio. Sigue habiendo dudas al respecto.
En general la exposición es entretenida, pero ni responde a su convocatoria mediática (¡Caravaggio!), ni resulta de especial relevancia en Madrid, ni está plenamente lograda. Si no fuera porque establece lazos interesantes, aunque ya anteriormente estudiados, y porque trae unos cuantos buenos caravaggios y una larga lista de pintores poco familiares, la verdad es que su interés sería muy reducido. Tal y como es, tenemos una exposición que ilustra, pero no ilumina.