Los españoles conocemos la Hispanic Society of America porque esa institución suele ser visitada por figuras públicas como la familia real cuando hacen una visita oficial a Nueva York. Allí no la conoce hoy casi nadie, tras haber sufrido un lento declive de décadas. Una cuesta abajo por la que ha pasado de ser uno de los museos chic de la ciudad, cuando fue fundado por el heredero ferroviario Archer M. Huntington en 1904, a tener en los últimos años un déficit galopante y a recibir unos 20.000 visitantes anuales, menos que cualquier museo mediano en España. Una cifra ridícula en una ciudad como Nueva York.
Hace unas semanas abrió en el Museo del Prado una exposición sobre los Tesoros de la Hispanic Society, que se podrá visitar hasta el 10 de septiembre. Un suceso posible porque la sede de la institución ha cerrado dos años para emprender obras de ampliación y modernización (no hay aire acondicionado, por ejemplo) que costarán alrededor de 15 millones de dólares.
Esto ha permitido que la Hispanic haya podido prestar sus Tesoros (unas 200 obras en total), cosa en principio prohibida por los estatutos elaborados por su fundador, el mencionado Archer Huntington. Aunque, ha de recordarse, algo parecido ya había sucedido en 2008-09 cuando las salas dedicadas a Sorolla también cerraron para ser renovadas y su enorme obra Visión de España (o Las regiones de España) pudo venir de gira por media España.
Tesoros de la Hispanic Society es una exposición extraña. Resulta un poco desconcertante que un largo recorrido por las artes españolas (y en pequeña medida su proyección en Hispano-América) pueda ser uno de los grandes atractivos del año. Y es un poco raro porque, aparte de la Duquesa de Alba (1797) de Goya, una de las dos versiones del Conde duque de Olivares (1625) de Velázquez, la maravillosamente llamada Santa Emerenciana (1635) de Zurbarán y algunos Zorollas y Zuloaga, aquí no hay lo que suelen llamarse obras maestras.
Si hablamos de otro tipo de artes como escultura, cerámica, libros, telas u orfebrería, esa impresión se agudiza. En nuestro país, en el mismo Madrid, pero también en Barcelona, Bilbao, Sevilla o Valencia, hay ejemplos más potentes de lo que ofrece este recorrido por una visión del alma española, ideada para ilustrar al público norteamericano de su época. Es cierto que la variedad de objetos presentes ahora en el Prado, está dispersa en diferentes museos en cada ciudad, existen. Por otro lado esto no es Velázquez o el Bosco, donde apenas se vieron unas pocas obras que no estuvieran en España, pero casi todas ellas de primer orden. No, lo que hay aquí son buenos ejemplos de muchas cosas, que no es poco pero tampoco es tanto.
Una visión congelada en el tiempo
Eso pretendía Huntington frente al ansia compradora de algunos de sus coetáneos, crear una narrativa. Tesoros parece actuar como un espejo que nos devuelve la imagen de cómo se entendía el arte español hace más de un siglo. Una visión congelada en el tiempo. Desde la muerte de Huntington en 1955, si no antes.
Es cierto que no se ven las colas típicas de toda exposición masiva que se precie, pero la exposición está bastante llena desde primera hora de la mañana. Hay un poco de todo. Desde torques celtibéricos (o celtas) y esculturas romanas a pintores de aquellos principios del siglo XX como Zuloaga y sobre todo Sorolla, que encarna mejor que nadie el espíritu de la Hispanic Society.
Entremedias hay testimonios de la cultura musulmana en forma de telas o cerámicas; escultura u orfebrería medievales o libros miniados y atlas de diferentes épocas. A partir de ahí, un amplio recorrido por el Siglo de Oro y el barroco en general, que luego se prolonga en Goya y en una muy discreta presencia de clasicistas académicos del XIX. Ni rastro de historicismo.
Hay que esperar a los mencionados Sorolla y Zuloaga o a Nonell y Beruete para retomar una pintura que no sean retratos de contemporáneos célebres. A ello hay que añadirle una sección sobre Hispanoamérica cuya buena intención era indudable pero cuya visión, totalmente colonial, limita mucho su registro y ancla firmemente el conjunto en un lejano momento histórico.
Ese momento, en lo económico, lo social y lo cultural coincide con la llamada Guilded Age (Edad Dorada, según la llamó Mark Twain) de finales del XIX, cuando los Estados Unidos conocieron un crecimiento económico, industrial y demográfico sin precedentes. Twain la llamó así tanto para significar el tipo de gustos exageradamente suntuosos de los primeros grandes titanes de la industria como para hacer ver que la fina capa de oropel ocultaba una realidad social desigual y violenta.
El 'top' de la alta sociedad
Huntington, nacido en 1870 pertenecía de lleno a lo más alto de esa sociedad. En realidad formaba parte de una nueva especie, los grandes herederos de la industria, en su caso de la inmensa fortuna amasada por el constructor de ferrocarriles y puertos Collis Potter Huntington. Collis tuvo nueve hijos pero además adoptó a Archer, hijo de su hermana. Tal vez el amor de este por la cultura influyera en esa decisión, porque el mismo Collis Potter reunió una colección muy amplia que quedó al cuidado de Archer hasta la muerte de este, cuando pasó al Metropolitan Museum.
Archer mismo no tuvo que preocuparse de seguir unos estudios pautados ni de trabajar para ganarse la vida. Con la plena aprobación de su familia decidió muy pronto dedicarse a la cultura, con una especial devoción por la península ibérica. La cuestión es que Archer tomaba su vocación con seriedad científica. Y no solo eso, sus concepciones sobre el arte y la cultura españolas eran bastante avanzadas y en contra de los prejuicios dominantes en su época, que en parte aún perduran hoy en día. Por ejemplo, Archer sabía distinguir entre las diferentes regiones y entendía la pluralidad de la cultura española, entonces representada solo por el binomio Andalucía-Castilla.
De la misma manera y en contra de la historiografía clásica basada en Modesto Lafuente (1806-1866), Archer valoraba la influencia de la cultura musulmana en la española. Aparte de español aprendió árabe y realizó su primer viaje a España en 1892. Un viaje por un lado preparado con un detalle casi agobiante y por otro lleno de peripecias poco cómodas, como tener que viajar a lomos de mula entre Plasencia y el monasterio de Yuste (42 km). A Archer le gustaban los paisanos y documentó sus actividades mediante miles de fotografías encargadas a fotógrafas como Ruth Matilda Anderson o Alice D. Atkinson.
Todo esto culminó en la fundación de la Hispanic Society, aunque las actividades culturales de Huntington se extienden al Met, a un museo de marinos en Newport o a la urbanización de la Audubon Terrace, el área donde se encuentran tanto la Hispanic Society como otras instituciones (que la han ido abandonando a lo largo del tiempo). Además de sus cientos de cuadros y esculturas, la Society tiene algo así como 15.000 grabados y cerca de 175.000 fotografías sobre nuestro país, seguramente una de las mayores colecciones sobre el tema. Además de ello cuenta con una biblioteca con 250.000 volúmenes, que incluso un historiador como Menéndez Pidal echaba de menos, teniendo la Nacional de Madrid y los archivos del Patrimonio a su disposición.
Sin vocación popular
La Hispanic Society nunca trató de ser popular. Se dirigía a una capa cultivada y con sed de conocimientos. A sus inauguraciones o eventos los invitados solían acudir en Rolls Royce Springfield Ghost. Pero el caso es que hasta la primera guerra mundial, la Hispanic Society tuvo momentos de verdadera popularidad. Se comenta que la exposición de Sorolla en 1909 atrajo a 170.000 visitantes. Posteriormente y tras una de Zuloaga, Archer decidió no realizar más exposiciones de ese tipo. Seguramente se daba cuenta de que el arte contemporáneo español no podía prescindir de Picasso y eso no entraba en su idea sobre España, ya sin tantos prejuicios pero al fin y al cabo conservadora.
A partir de la II Guerra Mundial, la sociedad entró en un lento declive. Los estatutos heredados del fundador son muy rígidos y durante decenios tampoco parece haber existido gran interés en idear formas para flexibilizarlos. Hoy en día el barrio que rodea el museo es de mayoría hispana, donde hispano se entiende forma muy diferente a la de la Hispanic Society. Se ha pensado incluso en cambiar el nombre del museo, pero tal vez bastaría con reordenar sus fondos explicando a los hispanos de hoy cómo evolucionó una de sus fuentes de identidad. Al fin y al cabo, la cultura latina actual ya se ve atendida por el Museo del Barrio, al otro lado de Central Park.
Pero los problemas de la Hispanic Society no son solo estatutarios o de identidad, sino financieros. En 2011-12, la institución subastó, también en Madrid, su enorme colección numismática (38.000 piezas) por 25 millones de dólares. Por otro lado, en el 2015 llegó a la presidencia de la Society Philippe de Montebello, un peso pesado como director que había sido del Metropolitan durante casi treinta años y que promete revivir la institución, que con las obras en marcha absorberá la ahora vacante sede neoyorquina del Museo del indio americano.
El futuro de la Hispanic Society será interesante de seguir, pero esta exposición madrileña, que ilustra más que ilumina, hace pensar que tal vez en nuestro país hagan falta presentaciones holísticas de este tipo que nos ayuden a entender mejor las interrelaciones entre diferentes artes y periodos. Que desde nuevos puntos de vista ofrezcan una idea menos sectorializada de nuestro devenir histórico-cultural, común y particular, algo complejo y delicado de tratar pero no por ello menos existente. Y es que algo que podemos aprender los europeos de americanos como Archer Milton Huntington es que lo didáctico no es un pecado. Que nadie nace sabiendo.