En el siglo XXV, dos habitantes de la Tierra miran al pasado. Tienen una máquina que les permite reconstruir fragmentos de lo que fuimos y que ellos analizan con sorpresa distante desde su presente. Su mirada, aislada de los conflictos contemporáneos, arroja una luz nítida e inesperada sobre nuestras luchas y miserias que nos permite iluminar la dialéctica histórica con un foco excepcional. Eso hizo Antonio Buero Vallejo en El tragaluz en 1967 y, bajo esa misma ambientación, proyecta su intención en El tragaluz democrático en 2023, una exposición comisariada por Germán Labrador bajo encargo de la Secretaría de Estado de Memoria Democrática.
Con el marco subtitular Políticas de vida y muerte en el Estado español (1868-1976), Labrador, catedrático de la Universidad de Princenton y director de Actividades Públicas del Museo Reina Sofía, articula un apasionante relato expositivo, como nunca se ha visto en España, sobre las violencias políticas y, a la vez, sus resistencias, herencias y complicidades. Una exposición única situada, curiosamente, a los pies de los Nuevos Ministerios de Madrid, en La Arquería, cuyo inexplicable perfil bajo la hace todavía más impactante. “Frente a cualquier visión redentora del pasado, la imaginación histórica sirve para explorar críticamente los fragmentos incompletos del ayer”, resume con precisión el folleto explicativo que acompaña una muestra que puede visitarse hasta el 23 de julio.
El camino del visitante de la exposición es cronológico y por ello es interesante descubrir cuál es el momento que elige para arrancar este viaje: 1868. El tragaluz nos hace mirar, desde el presente, al Sexenio democrático en el que se construye el Estado español moderno —se abole la pena de muerte, se acaba con la esclavitud, se activan las reclamaciones feministas, la libertad de conciencia y otros derechos— y a la vez se despliegan las resistencias frente a estos avances. Las guerras coloniales imprimen de violencia el momento. La exposición acoge grabados del Romanticismo español en los que se enciende la revolución en las calles, y textos que ayudan a inflamar el fuego: Proudhon, los Episodios Nacionales de Galdós, José Martí.
La nueva ley de Memoria Democrática prevé una reforma del Panteón de los Hombres Ilustres. La máquina del tiempo de esta exposición nos lleva a su fundación, mediante un ritual de inspiración masónica que sucede a la vez que se aprueba la innovadora Constitución de 1869 que propone para España una monarquía parlamentaria, igual que ahora. Un grabado que ilustra el traslado de las Cenizas de Calderón de la Barca al cementerio de San Nicolás nos cuenta el final del proyecto. Un montón de huesos ilustres fueron arrebatados de los conventos, en un acto de necromancia política del Estado, para crear un panteón a la francesa donde honrar los nombres, a los hombres, que nos han traído hasta aquí. Recorriendo la exposición, Germán Labrador señala ese grabado en particular de 1874 porque el coche fúnebre está atravesando, se reconoce a primera vista, el antiguo viaducto de Segovia construido en hierro y madera sobre la calle Bailén. Una obra emblemática de la Primera República, de la que este año se cumplen dos siglos sin apenas celebraciones. Un nuevo régimen que se construye sobre la acumulación de muertes. “La tensión entre necropolítica y biopolítica acompaña toda la exposición”, advierte Labrador. La dialéctica entre nuevas tecnologías aplicadas a las infraestructuras civiles y un retroceso del catolicismo aparece en la primera sala de la exposición.
El siglo XIX también es un siglo de violencia sobre los cuerpos, como el XX, por eso es interesante que una exposición de memoria democrática arranque en 1868 y no en 1931. El artista que sobrevuela estos años es Goya, de hecho lo hace literalmente, con el hallazgo de colocar la reproducción de una obra en el techo, como recordatorio para aprender a mirar diferente —“una decisión curatorial un poco loca”, confiesa Labrador— y como guiño a donde, quizá, se situó una de sus pinturas en la Quinta del Sordo. Hay un Goya que gusta en esa época, que es el de la Pradera de San Isidro, el de los Caprichos. El Sexenio , en cambio, alumbra el Goya que se interesa por la Inquisición —un motivo para hablar de la censura del momento, sin nombrarla—, el de El Aquelarre —una crítica a la superchería—, el de las Pinturas negras. En diferentes obras aparece la idea de la revolución en forma de llamas, hogueras, casas iluminadas. Asoma un Madrid secreto, resistente. Un 15-M del siglo XIX.
Y todo esto pese a que “la Primera República no tiene un imaginario claro, no porque no exista, sino porque ha sido deshecho en su momento”, explica Labrador. “Hay una lenta construcción de una memoria republicana que va de la Primera a la Segunda República y, con la derrota de la Segunda, se vuelve a interrumpir esa historia de la que solo quedaban pedazos”. Pedazos inexactos, además, pues el comisario advierte de que existen obras de este periodo datadas con imprecisión en los museos, según ha podido comprobar durante la preparación de esta muestra. El tragaluz democrático recoge más de 600 obras originales procedentes de instituciones como el Museo Nacional del Prado, el Centro documental de la Memoria Histórica de Salamanca (ha contribuido con 27), el Museo de Bellas Artes de Bilbao o el Museo del Ejército.
La violencia de la metrópolis y la extracción de las colonias resuena en esta primera parte de la exposición, tanto de las americanas como las africanas, conflictivas estas últimas hasta el día de hoy. Una reproducción de la bandera de la República del Rif —el primer ejemplo de Estado poscolonial africano— colgada en la pared, autoproclamada independiente del protectorado español de Marruecos en 1921, recuerda las deudas pasadas que se arrastran hasta la actualidad y sobre las que sin duda mirarían los protagonistas de la obra de Buero Vallejo hoy en día, con sus voces opacas y su rostro impertérrito, y aún así cargado de asombro. Toda una sala se articula alrededor de la Guerra del Rif en los años 20 de hace un siglo, el último capítulo colonial de España, conectando directamente con la militarización del Estado español y el golpe de Estado de 1936.
Se sabe que la del Rif es una guerra de armas químicas lanzadas desde el aire contra la población civil. El comisariado busca obras que alumbren esta narrativa y no le es fácil encontrar la representación del exterminio de la población civil. “Hay que construirla en el hiato, encontrar el dato fantasmal entre documentos, entre las fotos de los soldados llevando las bombas aéreas canjeables con esas armas químicas, en las postales coloniales de los zocos y de los poblados donde sabemos que son depositadas gracias al trabajo de historiadores”, dice Labrador. Asoman los testimonios en un video documental recogidos en los años 2000 de los niños, ya viejos, que fueron bombardeados con gas mostaza en los años 20 y también obras extemporáneas del Desastre de Annual.
En la confrontación entre violencias y resistencias que acompaña toda la exposición, una sala nos arroja una imagen de una manifestación de mujeres librepensadoras catalanas, la primera ocupación feminista del espacio público. A la vez, en el centro del espacio, un garrote vil, la escalofriante aportación española a la tecnología de las políticas de represión violenta que desarrolla el Estado, en su momento una moderna propuesta frente a la crueldad de otros castigos terminales del Antiguo Régimen, como la hoguera o la horca. Se trata de una máquina que incorpora la benevolencia católica hacia los castigados, evitando la disección del cuerpo que impediría una supuesta trascendencia en una vida ulterior. A su alrededor, obras que muestran “carne que se moviliza, carne famélica del campesino desdibujado, carne en las fábricas, carne entregada a la prostitución en las redes de trata, carne que va a los mataderos industriales que se están construyendo también en ese mismo momento y carne de cañón de los soldados españoles movilizados obligatoriamente en la guerra colonial y que vuelven fantasmales, enfermos”, señala Labrador. Se enseña un traje traído como botín de guerra, una estatuilla ritual afrocaribeña que supuestamente guardaba las cenizas de los restos humanos de los soldados españoles, los fastos colombinos del IV Centenario celebrados en 1892, máscaras, gigantes y cabezudos que representan el capital esclavizante y un colonialismo que las instituciones museísticas todavía tienen pendiente revisar.
Testigos de la Segunda República son los libros de nuevas pedagogías y los cuadernos de Antoni Benaiges como apuesta por la educación para hacer pervivir este frágil momento contracíclico democrático y revolucionario. También un expediente de divorcio cuando se legaliza por primera vez en España, derribo de estatuas, el sufragio universal de la mujer, una fotografía de José Val del Omar a un grupo de personas viendo cine por primera vez en el mundo rural, rastros de la felicidad de los niños que aprenden y juegan, testimonios de la matanza de Casas Viejas, de la proclamación de la República Catalana y de la Revolución de Octubre de 1934, o el discurso de García Lorca inaugurando una biblioteca en Fuente Vaqueros, “donde plantea que los humildes tienen no solo el derecho a la alimentación física sino también a la alimentación espiritual, a la emancipación no solo de los cuerpos, sino también de los espíritus, al pan y a los libros”, explica Labrador. Y, frente a la política de la vida, de la buena vida, la necropolítica, como siempre en el relato de esta exposición: “En la Guerra Civil se intersectan todas las formas de vida y muerte modernas”, apunta el texto del indispensable folleto que acompaña la muestra. No hay catálogo, pero habrá un libro que Acción Cultural Española publicará cuando las paredes de este recinto acojan ya una propuesta diferente, y que servirá para dejar constancia de este extraordinario trabajo, una dialéctica colectiva nunca vista antes en formato expositivo.
La violencia fascista contra la población civil, las nuevas tecnologías de destrucción y propaganda, la geopolítica desequilibrada “que hace insostenible la noción de guerra civil como herramienta explicativa para el período donde tenemos acceso a la aviación alemana e italiana y a los combustibles estadounidenses, operando en un sentido solamente. La escasa aviación republicana no se especializa en el bombardeo de objetivos civiles”, recuerda el comisario, frente a los carteles de propaganda, los dibujos de los niños barceloneses entre 1936 y 1938 y, cuando asoma la derrota, las obras del cubano Wilfredo Lam sobre la guerra y del madrileño José Bardasano Baos sobre la desbandá.
Pero los sublevados, representantes del fascismo en España e inminentes ganadores de la contienda, van construyendo su propio relato de la victoria, emponzoñado de magia y de lo que el franquismo llama destino. Aquí la exposición muestra una pintura de Mariano Bertuchi, pintor del protectorado marroquí, en la que la Virgen de Tetuán se aparece en las Alhucemas, una pieza propiedad del Museo del Ejército restaurada para la ocasión. Convive de cerca con un cartel de una corrida de toros en Las Ventas en homenaje a una visita del líder nazi Heinrich Himmler en 1940. Es una sala marcada de tensión, olor a muerte y sangre en la arena. Hay otro estremecedor cartel que sin enseñar nada lo cuenta todo: una corrida “de la victoria” en la plaza de toros de Badajoz, escenario de una de las grandes matanzas en la retaguardia republicana. “El franquismo incorpora el lenguaje de la tauromaquia para expresar la legitimidad violenta de su dominio”, indica Germán Labrador.
Todo esto lo observan, desde el centro de la habitación, las hermanas Fandiño, Maruxa y Coralia, otra de las brillantes aportaciones de ese comisariado. Se trata de la escultura de Las Dos Marías con la que el paseante se encuentra habitualmente en el Parque de la Alameda de Santiago de Compostela, como si aún siguieran vivas, alegremente maquilladas y vestidas con glamur y colorín. “Fueron represaliadas al comienzo de la guerra, pero sobrevivieron y su modo de rebeldía consistió en ocupar el espacio público, vestidas de colores estrafalarios, disputando el corazón de la ciudad franquista a las mujeres de los verdugos de su familia. Ellas defienden el derecho a estar en ese espacio en sus propios términos. En un momento de negro, de luto nacional, de catolicismo, el carácter estrafalario de las Fandiño suponía una suerte de insumisión estética al orden de los vencedores. Al mismo tiempo, la culpabilidad de la sociedad de los verdugos era tan grande quisieron hacer nada. No se atrevieron a aplicar sobre ellas una nueva dosis de violencia aunque sí fueron señaladas como 'locas', como mujeres perturbadas”, explica Labrador.
El recorrido se adentra después en la longa noite de pedra, en palabras de Celso Emilio Ferreiro. Los exilios, la cárcel, el dolor, la sumisión. Los gatos ahorcados en un árbol de Castelao, las mujeres de luto de José Guerrero García. Y el hambre. Y la cárcel. Y ahí aparece Vitaminas. Desde el interior de una vitrina en gran medida aportada por el artista Fernando Sánchez Castillo, mira el eterno muñeco Vitaminas al visitante, con sus ojos que acumulan historia y su rostro de miga de pan. A su lado, una carta de capilla original escrita en papel de fumar y un facsímil de un texto de Miguel Hernández sobre papel higiénico. Son elecciones: “No comerse a Vitaminas”, usar el mendrugo de pan y el papel que escasea para dejar un legado. “Es como crear desde el hambre y desde la desesperación para afirmar la capacidad de la vida”, analiza el comisario. El Gepetto de Vitaminas fue un brigadista cubano detenido al finalizar la guerra y encarcelado en Díaz Porlier. Había sido titiritero. Y, junto al emocionante muñeco, la mismísima cuerda que el artista se trenzó para escapar de la prisión. Algunas de estas obras llegan gracias el colectivo de familiares Memoria y Libertad.
La iluminación del tragaluz finaliza con la transición a la democracia, una de las etapas más interesantes de la muestra, por lo que apunta aunque no llegue a desarrollar más allá, como habría deseado su comisario. Aquí aparecen varias obras impactantes, como el lienzo Seis jóvenes de Juan Genovés sobre las ejecuciones extrajudiciales que está contrapuesto al fantasmal retrato de Franco pintado en 1973 por Tino Grandío. Entre las dos piezas, otras dos relativas al asesinato de Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno, el mismo año de la pintura del ya casi moribundo dictador. Una de ellas es la reproducción del coche, a una escala mucho más pequeña de la real, obra de Sánchez Castillo. Y un impresionante tapiz de Joan Cardells Alemán que borda el atentado. “Situamos el asesinato de Carrero Blanco como un punto de no retorno de la capacidad del franquismo de seguir nombrando el presente a través del evento del magnicidio”, advierte Labrador. Su reproducción en el centro de la sala recuerda a “un cuerpo sufriente, un cuerpo martirizado”; su verdadera reliquia es visitable en otro museo.
En la obra de Buero Vallejo sobre la que metafóricamente se apoya esta exposición, los voyeurs del futuro indagan con sus catalejos las vidas del interior del franquismo. Su dialéctica sirve también como resumen de El tragaluz democrático: “No es un enfoque de víctimas y verdugos, sino de las tramas de dependencia mutua que unen a las víctimas y a los verdugos y que convierten las relaciones de violencia y de solidaridad en un proceso intersubjetivo”, recalca Germán Labrador.