Link, el jovial hiruliano que protagoniza una de las franquicias más longevas y respetadas de Nintendo, está lejos de la promiscuidad de su compadre Mario (quizás el personaje más famoso de la historia del género, una figura que ha trascendido los márgenes del juego de acción clásico). Infatigable rescatador de esa princesa Zelda que bautiza a su franquicia, Link se ha movido casi siempre en los no muy estrictos pero bastante más definidos terrenos de la aventura y exploración, lo que le ha impedido convertirse en una multiforme factoría de billetes para Nintendo.
Sin embargo, la uniforme calidad de sus juegos y esa especie de aura virginal que conservan los héroes cuya imagen y nombre no han sido sobreexplotados lo convierten en uno de los protagonistas favoritos de los aficionados al videojuego.
El círculo de Zelda, un círculo singular y lleno de aristas, se ha cerrado con el reciente lanzamiento de The Legend of Zelda: A Link Between Worlds para la última portátil de la casa, Nintendo 3DS. Se trata de una secuela directa de uno de los mejores títulos de la serie, A Link to the Past, editado para Super Nintendo en 1991.
Aquel fue el primer juego de la franquicia que exhibiría uno de los grandes secretos de su intemporalidad: las virguerías narrativas. En este caso, Link discurre por dos mundos paralelos: el de la Luz y el de las Tinieblas. El segundo es una versión tenebrosa y corrupta del primero, de estructura similar pero detalles mucho más escabrosos.
El objetivo de esta diversificación de escenarios es plantear al jugador puzles cuya resolución exige pensamiento lateral y un salto continuo de una a otra dimensión en busca de objetos y recompensas. Se trata de una de las mayores innovaciones de la serie, y una de las más imitadas en juegos posteriores: sería imposible concebir los juegos modernos de puzles sin la influencia de A Link to the Past, del mismo modo que sería imposible sin apreciar la larga sombra de Tetris. Así de influyentes son los Zelda clásicos.
Del papel al pixel
Un juego de Zelda guarda siempre en su interior una interesante disyuntiva: su estructura argumental, robada a las aventuras de fantasía de Tolkien y, por consiguiente, a los juegos de rol de papel y lápiz tipo Dragones y mazmorras, se asienta en un par de pilares imprescindibles. Por un lado, un mundo explorable con relativa libertad, donde el jugador dialoga con personajes secundarios y se pertrecha para la aventura. Y, por otro, las mazmorras, cada una con sus desafíos, puzles, jefes y peculiaridades. Podría decirse que esos compartimentos estancos tienen vida propia, y no resulta exagerado afirmar que mazmorras de clásicos como A Link to the Past han generado, cada una, su propio subgénero dentro de la historia de los videojuegos.
Pero frente a esa estructura argumental de búsqueda de un objeto sagrado (a menudo relacionado con la metafísica de la Trifuerza, el objeto-motor de la serie) y, por supuesto, del periplo de descubrimiento personal del héroe (que sigue los preceptos de Joseph Campbell con lúdica despreocupación), está la estructura jugable, insólitamente compleja para venir de productos disfrutados en toda su profundidad por preadolescentes de todo el mundo.
Hasta la aparición de una cronología oficial en 2011, los vericuetos narrativos de la serie han sido objeto de debate durante décadas: Ocarina of Time, desarrollado para Nintendo 64 en 1998, y señalado en numerosas ocasiones como uno de los mejores videojuegos de la historia, divide la cronología de la serie en tres direcciones, según el grado de victoria o derrota de Link en el juego.
Esa complejidad se plasma en su mismo desarrollo, con el héroe transformándose en una versión de sí mismo joven o adulta, que se combinan para desentrañar puzles o avanzar en los combates. Esos jugueteos con el espacio y el tiempo, que afectan profundamente a la mecánica de la aventura, se expanden en otra obra maestra, Majora's Mask, donde los personajes obedecen a complejos ciclos de tres días con los que se puede experimentar.
Los Zelda son juegos de apariencia inofensiva, abiertamente infantil en algunos casos, siempre desvergozadamente puros en lo lúdico, que son en realidad complejas maquinarias jugables, rebosantes de aventura, exploración y enigmas.
La llegada, decíamos, de una secuela directa de una de las primeras entregas de los ochenta, cierra así cierto círculo: Link, como la mayor parte de una industria que precisa del reciclaje constante de ideas, muestra en su flamante A Link Between Worlds la necesidad de retrotraerse al pasado. Pero como no podía ser de otra manera tratándose de Zelda, un viaje al pasado tiene más connotaciones de las que cabría esperar en un principio. Por eso la saga, treinta años después, sigue tan fresca e innovadora como en los tiempos de las consolas de 8 bits.