Cuando este martes el público cruce las puertas de la exposición Zóbel. El futuro del pasado, entrará en un nuevo Museo del Prado. Encontrará que la institución cultural más importante del país ha dado un paso importante para perder la esencia con la que se fundó en el siglo XIX, y que supone un lastre en la comunicación con la ciudadanía que lo ampara, lo mantiene y lo protege en el siglo XXI. Ese esencialismo desmantelado fue reforzado en 1995, con una ley que segrega el arte que no puede tratar el Prado para no pisar el campo de juego del Museo Reina Sofía. La incorporación temporal de la pintura abstracta de Fernando Zóbel (Manila, 1924 – Roma, 1984) hace saltar por los aires la improvisada frontera de 1881, fecha de nacimiento de Pablo Picasso, que tanta tensión genera entre ambas instituciones. La línea roja se cruza una y otra vez.
“El Museo del Prado no es un museo de arte contemporáneo, pero no puede ignorar a artistas a los que ha condicionado en su modo de concebir el arte. No tenemos artistas contemporáneos, pero somos contemporáneos. Si no dijéramos nada al público contemporáneo estaríamos muertos”, apuntó el director del Museo del Prado, Miguel Falomir, durante la presentación del recorrido ideado por Felipe Pereda y Manuel Fontán, quien se pregunta qué es hoy “la esencia” de un museo como el Prado y rechaza los discursos esencialistas.
“No hay que escandalizarse por esta exposición: Zóbel amó, estudió y coleccionó el pasado. Visitó reiteradamente el museo y lo dibujó”, añadió el director, que en anteriores ocasiones se ha opuesto a incluir en la narración de sus colecciones la perspectiva de género por considerarla un “anacronismo” de la historia del arte. “El arte es un anacronismo mágico. Y los museos, máquinas del tiempo”, indicó Fontán en su razonamiento inspirado en las creencias de Fernando Zóbel.
Atrapados en el tiempo
Sin embargo, mientras no se normalice el desbordamiento cronológico impuesto entre ambos museos, la justificación que se repetirá constantemente será la escrita por Eugenio d'Ors: “Todo lo que no es tradición es plagio”. En 2006, el entonces director Miguel Zugaza abrió las puertas a Pablo Picasso (también a un artista chino que pintaba con pólvora sobre lienzo, que mejor olvidar), y utilizó la misma excusa por la que ahora se invita a Zóbel: “Tradición y vanguardia”. Ahora se apela al futuro y al pasado. ¿Cuántos cameos del arte contemporáneo en el Prado se justificarán de la misma manera? La vía de los contemporáneos clásicos está agotada.
La excusa del artista que pasó muchas horas en las salas, pintando y dibujando, contemplando y reflexionando sobre el museo, es otra de las razones que podría repetirse hasta el infinito al abrir las puertas del museo clásico. ¿Hay algún artista que no haya sido inspirado por el Prado? “Hay artistas que ostentan y hacen gala del desconocimiento del Prado”, responde Falomir.
En la exposición que ahora se inaugura, la relación de la pinacoteca y el pintor abstracto es una anécdota. Zóbel está en el Prado, pero ¿el Prado está en Zóbel? En algunos momentos. ¿Pensó Zóbel en tener una exposición en el Prado? “No hay rastros documentales de ello”, indica Fontán. Entonces, ¿de qué trata Zóbel. El futuro del pasado? De la precariedad intelectual que supone ponerle límites —sobre todo cronológicos— a la mirada. La mirada siempre es el presente, un “anacronismo mágico” gracias al cual el arte es universal y cruza generaciones. La mirada es, como indicaba Falomir, la que legitima la supervivencia de los museos en la contemporaneidad.
Una mirada sin caducidad
Lo explica muy bien Manuel Fontán cuando cuenta cómo Zóbel mantenía una conversación de la modernidad con los maestros antiguos. En público y en privado, porque los 148 cuadernos de bocetos que dejó el artista son la fuente de inspiración de este recorrido arriesgado, valiente y algo abstracto.
Ahora se puede contemplar una selección de algo más de 50, que el propio artista se encargaba de elegir papel y encuadernar, y en los que pensaba mientras traducía la tradición a su idioma. En una pantalla se puede contemplar la digitalización de las páginas de uno de los más atractivos, ese en el que desmenuza Las hilanderas, de Velázquez, hasta dejarlo en los huesos, en ese suspiro suyo tan oriental y casi transparente. “Página tras página, Zóbel analiza la estructura subyacente, y de algún modo invisible, de la composición”, aseguran los responsables.
Durante años, cuentan los comisarios, el Prado se convirtió para este artista y constructor de miradas en una suerte de laboratorio, una fuente inagotable de inspiración: el Greco, Goya, Ribera, Zurbarán y, por supuesto, Velázquez. “Zóbel veía y miraba dibujando, estudiando con atención para desentrañar la forma, la composición o las texturas de las obras de arte”, aseguran. Él escribió que dibujar esos cuadros es una forma de verlos. Una vez en su estudio, muchos de aquellos bocetos iniciaban su camino hacia la abstracción. Una conversión fraguada en el arte del mirar. Por algo el cierre de la exposición es el imponente lienzo titulado La vista, de 1974.
El mito de la novedad
La National Gallery de Londres ha prestado la Alegoría de la castidad (1505), de Lorenzo Lotto, y el cuadro de la institución londinense es aplaudido como el gran hito en el recorrido. No busquen al Prado en Zóbel; contemplen cómo este artista miraba atrás para coger impulso. A todos los maestros, en todos los museos. La prueba está en la foto que Cristóbal Hara le tomó en el Museo de Múnich, con la que se recibe al espectador. “La novedad radical es una mitología”, dice Fontán.
El momento más 'Prado' del montaje es la interpretación que hizo Zóbel de El dos de mayo, de Goya. En 1963 anota en sus diarios que se lanza a pintar en color y que usa la Carga de los mamelucos como “trampolín”. “Veladuras blancas sobre color. Me pongo perdido. Excitadísimo. El cuadro es un jaleo, con aspecto más bien americano”, apunta Zóbel, del que nos habría gustado saber en qué momento escribe, mira y pinta, cómo pudo desarrollar su labor en aquella España de la dictadura. Zóbel fue un destructor de la idea de genio, un pintor dialéctico, un mirón impertinente en contra de las esencias, que creía en la intimidad del arte. El mensaje del arte “llega en un susurro”, escribió en otro de sus diarios, pero qué importante habría sido saber cómo pudo abrirse camino en un tiempo que mató las sutilezas.