“Si Britney sobrevivió al 2007, tú puedes sobrevivir a este día”, dicen miles y miles de tazas de café en monoambientes habitados por millennials a lo largo del mundo. En 1998, el año del lanzamiento de su single “Baby One More Time”, Britney Spears era el epítome del éxito absoluto, la tercera venida del Mesías de la perfección decolorada después de Marilyn Monroe y Madonna. Con su frescura de buena chica sureña virgen y republicana, una sensualidad controlada al milímetro, la disciplina férrea de una mujer que tiene los ojos en la línea de llegada y un carisma que no se compra, Britney parecía destinada a un largo imperio. (Quizás pocos recuerden esos 15 segundos de Britney apoyando a Bush en Fahrenheit 9/11 que, viéndolos hoy, con el recorte sarcástico de Michael Moore, son ejemplo del esnobismo anti white trash del que dejamos de reírnos en 2016.) Sin embargo, menos de diez años después (y sin haber cumplido, ni siquiera, a los cuarenta), la princesa del pop que nunca llegó a reina se convirtió en el nuevo símbolo del descontrol, y no en un sentido positivo, interesante o glamoroso; cuando se trata de una mujer, el descontrol rara vez se entiende así.
El 2007 fue el año emblemático de su caída. La crucificaron más que a cualquier padre ausente cuando la vieron manejando con su hijito en el regazo; se rapó la cabeza, salió a bailar con las chicas malas y encima de todo, engordó. Así, gorda y pelada, la filmaron pegándole al auto de un paparazzo con un paraguas. Menos grave que lo de Justin Bieber, quizás, que se agarró a trompadas con uno, o lo de Jude Law, que le pegó a una fotógrafa saliendo de un boliche; ni siquiera parece haber sido tan grave para el dueño del auto, que venía siguiendo a Britney justamente esperando un momento como ese. Diez años después, subastó el paraguas; no sabemos cuánto logró sacar por él, pero dice que aspiraba a unos cien mil dólares.
El público ya había decidido que Britney estaba loca, y que lo único más divertido que verla en la cima era verla desplomarse. Ese mismo año, Britney dio una performance legendaria en los Video Music Awards de MTV que a la distancia es más triste de ver que el video del paraguas. No porque no le haya pegado a la pista (nunca fue una gran cantante), sino porque ese show en el que está ausente y perdida recuerda lo que Britney podía hacer en el escenario apenas dos o tres años antes. El cambio no es su panza, que tanto comentaron en los medios, sino sus ojos vacíos, sus movimientos borroneados, irreconocibles en las articulaciones de una chica que había sabido ser la electricidad y la precisión, que había tenido una mirada de esas que perforan los ojos de decenas de miles de fans al mismo tiempo. Se la veía ida pero no paró: siguió hasta el final, y todos se rieron de ella.
Después del show, con Britney ahí, Sarah Silverman dijo en el escenario que los hijitos de la artista eran “los errores más adorables”. Era septiembre: lo que quedaba del año se iría en escándalos mediáticos y judiciales, una internación y una batalla con su ex marido por la tenencia en la que no le iría muy bien. Al año siguiente Britney entró bajo la custodia (conservatorship es el término legal que se usa en California) de su padre y un abogado nombrado por la Justicia para ayudar con el manejo de su enorme patrimonio. Legalmente, en 2008, Britney Spears deja de ser considerada un adulto responsable. No puede disponer de sus bienes, ni elegir en qué trabaja, ni siquiera a quién ve; tampoco puede manejar.
Los detalles finos del arreglo son desconocidos, al igual que el verdadero estado de la salud mental de Britney y su relación con su padre, Jamie Lynn, que se apartó de su rol de tutor por causas “en discusión”. Según una versión, se debió a sus problemas de salud; según otra, porque el padre de los hijos de Britney, Kevin Federline, lo denunció por agredir a uno de ellos. Este hecho, sumado a diversos testimonios y cartas anónimas de origen dudoso, resucitó el interés de larga data de les fans de Britney por lograr su “liberación”: de ahí el hashtag #FreeBritney.
El chiste “parpadeá dos veces y te rescatamos” tiene varias versiones serias en el caso de Britney; les fans le pidieron “vestite de amarillo si necesitás ayuda” y así apareció en un video, con una remera amarilla. Más allá de las teorías conspirativas sobre las señales que da o deja de dar para sus fans y del secreto que rodea el proceso, Britney afirma que está bien; no volvió a hablar de lo mal que la pasa desde el documental For the record (2008), en el cual se refirió a su vida como “peor que la cárcel”, porque la cárcel al menos sabés cuando termina. Así y todo, sus fans no dejan de recordar una y otra vez que en los doce años que Britney lleva bajo custodia grabó discos, hizo shows y fue jurado en un reality; ¿qué tan incapacitada para tomar decisiones puede estar una persona que trabaja tanto? Para colmo, se dice que la madre de Britney empezó hace poco a “megustear” posteos con el hashtag #FreeBritney. Y otro detalle interesante: Courtney Love contó en Instagram que la asesora que le recomendó al padre de Britney la estrategia de la custodia intentó varias veces convencer a su entorno de ese mismo movimiento. Dice el rumor que esa mujer, Lou Taylor, se acercó también al padre de Lindsay Lohan.
¿Qué dice la obsesión con Britney (la de los medios, pero también de les chiques que van con carteles a sus citaciones legales y siguen la historia con pasión) de nuestras ideas sobre la subjetividad, la normalidad, la salud y las mujeres? ¿Qué discursos e historias pone en juego, qué sensibilidades toca? En un sentido, Britney sobrevivió al 2007. Ya no hace escándalos en público y sigue ganando muchísimo dinero: de hecho, ese es uno de los argumentos de “su equipo” para defender la custodia. Sin ella, Britney hubiera tomado pésimas decisiones financieras; alguien podría haberse aprovechado de ella y nadie hubiera querido contratarla, sin la garantía de su padre y su abogado de que ella se portaría bien. Britney hace, dicen sus guardianes legales, una “vida normal”. ¿Pero a qué precio? Quizás sea mejor cambiar la leyenda de las tazas de café.
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Al menos desde los comienzos de la modernidad, la cultura occidental teje una relación tensa y llena de vaivenes entre la locura y la femineidad. La historia de Britney es solo el capítulo más reciente de esa novela, que tiene en la figura de la Ofelia de Shakespeare uno de sus pilares más importantes. La crítica feminista Elaine Showalter sugiere que podemos rastrear en los modos en que se ha representado a Ofelia (tanto en el teatro como en las artes visuales, la literatura e incluso los propios discursos médicos y psicológicos) las idas y venidas del sujeto “loca” en los imaginarios socioculturales europeos. De todos los personajes de Hamlet, afirma la especialista en Shakespeare Bridget Lyons, Ofelia es el que se ha representado más persistentemente en términos simbólicos. La vemos vestida de blanco, adornada con flores (que evocan pureza, sensualidad silvestre, virginidad y fertilidad), tocando el laúd distraída. Su pelo suelto que le recuerda al espectador la distancia que la separa de las convenciones de la mujer normal que se atiene a las pautas de la civilización y lleva el cabello recogido. Estas convenciones con las que la obra se representó durante siglos evocan significados específicos de género, en especial en el contraste con el protagonista de la obra. Mientras la locura de Hamlet (que viste de negro) aparece como metafísica y vinculada a la cultura, al poder y la política, la enfermedad de Ofelia se representa como eminentemente física y natural, relacionada al cuerpo, a la emoción y a la naturaleza femenina.
Ofelia fue censurada y celebrada: mientras el teatro inglés del siglo XVIII suavizó el personaje hasta eliminar cualquier potencial subversivo que su representación pudiera evocar, el romanticismo que inmediatamente lo sucedió exaltó sus posibilidades como ícono de la sensualidad desbocada y apasionada, imagen que dominó el modo en que Ofelia aparecía en el escenario hasta bien entrado el siglo XX. Otras corrientes artísticas posteriores, como el surrealismo con el ideal de la femme-enfant, recuperarían este esquema conceptual que, reducido a su expresión más burda y odiosa, se convertiría en el flagelo de “te quiero linda, libre y loca”.
Por otra parte, también el feminismo de segunda ola reivindicó la figura de la loca. The Madwoman in the Attic (“La loca en el ático”), publicado en 1979 por Sandra Gilbert y Susan Gubar, es un clásico de la crítica literaria feminista y pone en el centro a la figura de las locas encerradas que florecieron en la literatura victoriana luego del romanticismo. Uno de los casos emblemáticos que analiza el libro es Jane Eyre, la novela de 1847 de Charlotte Brontë. En la novela, Jane es una huérfana que termina estudiando para institutriz y enamorada del dueño de la casa en la que trabaja. Cuando Jane está por casarse se entera de que el matrimonio no puede realizarse: Rochester, el galán, está casado con Bertha, una mujer —de ascendencia creole, valga aclarar— que se volvió loca y vive encerrada en un cuarto de la casa donde Jane vive y trabaja. En la lectura de Gilbert y Gubar, Bertha y Jane hacen un juego de espejos: Bertha representa para Jane “el hambre, la rebelión y la rabia” que ella tuvo que reprimir para convertirse en adulta y adaptada a la sociedad burguesa.
Aunque Gilbert y Gubar escriben un libro de crítica literaria sin pretensiones de intervenir en un debate sobre salud mental, es difícil no ver en sus lecturas una “romantización” de la locura. Sin embargo, esto ya estaba sobre la mesa al interior del mismo feminismo de segunda ola. Showalter y la psicoanalista Shoshana Felman advertían ya en los ‘80 sobre la diferencia entre una celebración acrítica de la loca como punta de lanza revolucionaria y una comprensión más sesuda de los componentes de género presentes en las nociones sociales de normalidad. La locura, en la perspectiva de Felman, es “más bien lo opuesto de la rebelión. La locura es el punto muerto al que se enfrentan aquellas personas a las que el condicionamiento cultural ha privado incluso de los medios para protestar y autoafirmarse”.
En una perspectiva similar, otra psicoanalista feminista, Phyllis Chesler, había publicado en 1972 Women and Madness (Las mujeres y la locura). En él, Chesler intenta conectar las representaciones misóginas sobre las mujeres y su naturaleza “salvaje” con los tratamientos que ellas recibieron en instituciones psiquiátricas en Estados Unidos hasta bien entrado el siglo XX. A partir de testimonios y reconstrucciones históricas, Chesler muestra que (además de lo que Foucault ya nos enseñó sobre el trato inhumano en esos espacios) internar a una mujer contra su voluntad en un neuropsiquiátrico era fácil para un padre o un marido que quisieran sacársela de encima. También muestra que reacciones comprensibles a situaciones traumáticas (muchas veces violentas) que esas mujeres habían atravesado eran patologizadas y utilizadas como excusa para internaciones involuntarias.
El modo en que una sociedad trata a la figura de la “loca” -escondiéndola o exaltándola- habla de la relación de esa época o de ese grupo social en particular con la idea de normalidad. Cuando lo que se celebra es la idea de la originalidad y de que la verdadera pesadilla es ser “corriente y prosaico”, la loca ocupa un lugar de preferencia. Esa loca imaginaria, por supuesto, es construida para el deleite de quienes la imaginan, pero no por eso menos operativa en tanto productora de representaciones sociales. Igualmente imaginaria y productora de una educación sentimental será la loca que encerraron los victorianos en una época en que el ideal de femineidad se acercó más a conceptos como armonía, delicadeza y control. Es difícil, sin embargo, separar tanto estos dos polos en términos temporales y conceptuales: no solamente las fronteras que separan a cada época son porosas, sino que a veces la diferencia entre condenar algo y encontrarlo fascinante es más sutil de lo que parece.
Hoy, en pleno siglo XXI cambalache, convivimos en un presente denso con todas estas representaciones (aunque a Britney parece haberla abandonado una, la del glamour: la loca linda, además de inofensiva, tiene que ser joven). Ella es la loca misteriosa, la villana que no cuida a sus hijos, la víctima infantil, la enferma que tiene que estar internada. Quizás Britney inaugura una nueva cara con su caso actual: la tutelada, la que es controlada no ya solo por el sistema médico sino por el sistema jurídico. Una paradoja curiosa (históricamente bastante nueva): ser considerada una menor de edad eterna como lo eran las mujeres hace un siglo y al mismo tiempo generar millones y millones de dólares. Sobre todo, Britney encarna un tipo particular de loca característico de la sociedad de los medios masivos que también le tocó ser a Winona Ryder en los ‘90: la loca famosa, la que nos muestra su vergüenza en tiempo real, la que nos mostró su éxito y nos deja regocijarnos en su caída.
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Es absurdo querer decidir sobre la salud mental de Britney buscando pistas en internet como hacen sus fans; ya bastante difícil es para un profesional diagnosticar a una persona de carne y hueso. Ningún ensayo prudente debería responder si es correcto que Britney Spears en particular esté bajo custodia o si su padre es la persona correcta para ejercer esa función. Hay preguntas que tiene que responder la corte de California y, contrariamente a lo que piensan muches de sus fanátiques, creo que ni la corte ni la familia de Britney tienen la responsabilidad de revelar públicamente nada de esto. Sí, quizás, puede que haya una necesidad de explicar cómo funcionan las leyes de custodia y cuáles son los mecanismos para garantizar la dignidad y la autonomía de las personas.
En una nota publicada en Vox, la académica Isabel Molina-Guzmán dice que para la generación que creció idolatrando a Britney es duro aceptar que la persona que más admiraban hoy pueda estar tan mal que quizás no esté capacitada para tomar decisiones por sí misma. Es duro, además, porque transcurre en una época en la que —gracias al movimiento #MeToo— estamos poniendo sobre el tapete la libertad y la agencia de las mujeres. “No se supone que el cuento termine con tu papá tomando el control de tu vida”, dice Molina-Guzmán, de modo que les fans se inventaron una narrativa que acomode mejor lo que quieren creer. Siento que Molina-Guzmán tiene razón, pero quizás haga falta un paso más.
“La gente pregunta: ¿cómo terminaste ahí? Quieren saber es si es probable que ellos terminen ahí dentro también”; así empieza Girl, Interrupted (Chica interrumpida), el libro de memorias de Susanna Kaysen en el que se basó la película Inocencia interrumpida sobre una joven que en la década del ‘60 fue internada por sus padres en un hospital psiquiátrico.
Como todas las otras locas a lo largo de la historia de la cultura moderna, como todas las mujeres que son rotuladas con esa palabra, Britney nos interpela porque nos recuerda nuestra fragilidad. “Es el horror de su propia contingencia carnal”, decía Simone de Beauvoir, “lo que el hombre proyecta en la mujer”. Lo que nos enfrenta y nos aterra de la idea de la loca es lo que el patriarcado puede hacerle a una mujer, por supuesto, pero no solamente eso: es algo más atávico, más existencial, es la certeza de que hay todo un universo de sensaciones y pasiones que no podemos controlar. La idea que una también, uno también, puede terminar “ahí dentro”.
Vivimos tiempos más apolíneos que dionisíacos: nuestros famosos toman agua, hacen yoga y se enorgullecen en Internet de lo bien que llevan sus divorcios y lo bien que comen. La herida, el fracaso, lo incompleto y lo que no podemos manejar son cosas que preferimos evitar en esos avatares virtuales que tan fácilmente confundimos con las subjetividades de los demás e incluso con la propia. Sin embargo, vivimos también tiempos caóticos, donde la precariedad y la contingencia (el coronavirus es eso: la absoluta contingencia carnal) hacen que los futuros se nos escapen entre los dedos. Britney, Ofelia, Bertha y todas las demás nos vienen a hablar de eso que en épocas de “hágase a usted misma” quizás no queremos escuchar: que más allá de todo lo bueno que podamos hacer, de todo lo feministas, sanas y equilibradas que podamos ser, la vida sigue sin estar bajo control.
Este artículo ha sido publicado originalmente en la Revista Anfibia. Puedes leerlo aquí.