La melancolía es una valla publicitaria que, junto a una autopista de seis carriles, promociona a “la única universidad donde solo se habla de business”. Quienes ahí estudian seguramente nunca aprenderán que la melancolía –creían los antiguos griegos–, es producto de la bilis negra (μÎλαινα χολή). Esa gente tan antigua –los griegos– creían que un exceso de bilis negra causaba la depresión. Por eso lo mejor que puede hacerse con la bilis es vomitarla. A eso vamos.
La melancolía que provoca esa valla publicitaria junto a la autopista –además de por el tortazo a la lengua castellana– no es añoranza del elitismo universitario: más bien al contrario, porque las élites estudian preferentemente en esos sitios donde prácticamente solo se habla de business.
Aunque es verdad que la devaluación de la palabra 'universidad' corre pareja a la proliferación fúngica de las privadas, este texto tampoco va de lo privado contra lo público. Ni va contra los cursos de negocios o de márketing; ni los másteres, ni los diplomas. Ni siquiera va contra ese lugar concreto en el que solo se habla de business.
Esto va del sentido de la palabra 'universidad' y de la función profunda de la formación académica. El problema, en resumen, es llamar 'universidad' a cualquier cosa.
Cuesta imaginar a estudiantes que solo hablan de business saliendo a las calles de París en Mayo del 68, como hicieron en la Sorbona; o manifestándose contra la Guerra de Vietnam, como hicieron en Berkeley, California; o contra la dictadura de Franco, como en la Complutense y otras universidades españolas.
En la Complutense, precisamente, hay una gran escultura titulada Los portadores de la antorcha que muestra a un joven a caballo recogiendo la antorcha del conocimiento de manos de un anciano exhausto. Es una alegoría de la trasmisión del conocimiento entre generaciones. Cuesta imaginar que lo que arde en esa antorcha pueda quedar reducido al business.
La coartada para la proliferación de estas pseudouniversidades privadas es el dinero, claro: ganarlo ofreciendo al alumnado las consabidas 'salidas profesionales' que, a su vez, prometen más dinero. El gancho es ofrecer prácticas y convenios con empresas: garantizar que quienes estudian no pierden el tiempo adquiriendo conocimientos supuestamente inútiles y sean capaces de reproducir lo antes posible las mecánicas laborales; que el programa académico se ajuste a “lo que demanda el mercado de trabajo”.
Pero el mercado de trabajo raramente exige, por ejemplo, saber que la palabra 'escuela' proviene del griego clásico σχολή (pronúnciese 'sjolí') y significa 'descanso', 'ocio'. (De hecho, todavía hoy en Grecia el verbo que se emplea para decir que uno 'sale del trabajo' o que 'libra' es 'σχολÏ'. Si pudiéramos forzar el castellano, el verbo vendría a ser escuelear y significaría lo contrario que trabajar).
Es precisamente en los años de escuela –y de universidad– cuando podemos permitirnos no trabajar. O sea, conversar, leer, aprender y adquirir una visión de conjunto sobre la realidad. En definitiva: filosofar. Por algo la palabra 'negocio' –el business– deriva del latín de 'nec-otium' (el no-ocio).
En su Elogio de la ociosidad, el filósofo británico Bertrand Russell proponía una jornada laboral de cuatro horas que, en su opinión, los adelantos tecnológicos de 1935 ya hacían posible… Nada, pues, de jornadas laborales extenuantes para, llegada la noche, dejarnos catatónicos delante de la tele o del móvil. Russell proponía un ocio creativo: de lectura, exposiciones y actividad física… Esa ociosidad creativa es la que hace posible el pensamiento crítico y las ideas innovadoras y hasta subversivas. Afortunadamente, para practicar el ocio activo –y para formarse– no hace falta acudir a la universidad. Sócrates nunca fue a la universidad.
Pero existen personas que, a su pesar, no han podido formarse –ni en las aulas ni fuera de ellas–; que no han tenido más alternativa que empezar a trabajar demasiado pronto. Esas personas sin estudios –algunas de las cuales vuelven a intentarlo andado el tiempo, incluso ya durante la jubilación– son especialmente conscientes de lo absurda que es la prisa por trabajar, si se puede evitar. Saben bien que el sentido de la escuela y la universidad va más allá de prepararnos para un trabajo concreto.
Por cierto: la palabra 'trabajo' deriva del latín tripalium, que no por casualidad en la Antigua Roma era una variedad de tortura que se infligía a los esclavos. Es lo mismo que todavía hoy entienden por 'trabajo' las víctimas de esclavitud en esas minas, fábricas y calles llenas de menores, a menudo niñas y mujeres arrancadas de la escuela y forzadas a buscarse la vida.
Lo que es seguro es que quien solo habla de business nunca va a aprender que el trabajo es lo contrario del estudio; porque la función de esas pseudouniversidades no es otra que troquelar personas para que encajen en un engranaje mayor.
La fragmentación y la compartimentación de los conocimientos es muy útil para neutralizar el progreso. La ultraespecialización es un sofisticado mecanismo de control social: funciona como las anteojeras que impiden a las burros mirar hacia los lados y elegir su propio camino. Quienes se contentan con saber solo de lo suyo suelen jactarse de ganar dinero y ser útiles, sin sospechar que en realidad más bien sirven como tontos útiles. Y cabe preguntarse a quién beneficia realmente esa utilidad.
La escuela y la universidad, si son dignas de tales nombres, no deberían limitarse a reproducir profesionales cincelados a la medida de un mundo que ya existe. Deberían más bien propiciar personas que, desde cualquier campo, sean capaces de tomar distancia, cuestionar el conjunto y crear mundos nuevos.
Es decir, mejorando lo presente.
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