La ciencia como lucha de clases

La última semana de octubre la revista Nature publicó una lista de los 100 artículos científicos más citados de todos los tiempos. La lista, hecha a partir de la base de datos de Thompson Reuters, sorprende en primer lugar por el número de artículos indexados: 58 millones. Según una analogía muy plástica, si se imprimieran y se amontonaran las portadas de cada uno de los artículos indexados, la pila resultante tendría la altura del Kilimanjaro.

Poca cosa si tenemos en cuenta que el montón quiere abarcar toda la investigación científica realizada por la especie humana desde el comienzo de los tiempos, o mejor dicho, desde que se descubrió el llamado paper, esa constante ontológica universal. En realidad solo abarca hasta 1900, primer año del que Thompson Reuters tiene noticia de la emisión de papers, y desde entonces hasta 2002, según una estimación de la revista Population Today, han vivido sobre la Tierra unos 9.815 millones de personas, con lo que tocamos a 0,06 artículos per cápita, lo que demuestra hasta qué punto la investigación científica tiene tanta popularidad mundial y secular como la pelota vasca fuera del País Vasco.

Casta y proletariado del saber

La segunda sorpresa es la desigual distribución de las citas. En la investigación científica, igual que en el capitalismo de amiguetes políticamente promiscuos, todos somos iguales, pero unos más que otros. La mayoría de los artículos, 25 millones, carecen de toda cita. Son el proletariado del saber. 18 millones tienen entre 1 y 9 citas. Se creen clase media pero apenas llegan a fin de mes. La verdadera clase media son los 13 millones que tienen entre 10 y 99. Y entre los ricos, el millón que tiene entre 100 y 999 parece pobre al lado de los 14.000 privilegiados (el 0,0002%) que tienen entre 1.000 y 99.000, dejando a un lado los 148 on top of the world con más de 10.000 referencias.

Como Nature no revela sus microdatos, tenemos que hacer una estimación sobre la distribución de la “riqueza” dentro de cada “clase social del saber” si queremos sacar una cifra que pueda grabarse en una pancarta o enunciarse en una campaña electoral. Como va de suyo que queremos hacerlo, ahí lo llevas: basta suponer una distribución homogénea dentro de cada grupo para determinar que hay una casta del saber formada por el 24% más rico que concentra el 93% de la riqueza. ¿Y qué pasa con el 76% restante? ¡Cita básica universal ya! Etcétera.

Ahora en serio, la distribución es muy poco meritocrática si atendemos a los criterios de relevancia científica tradicionales, esto es, heredados del positivismo lógico. Las teorías sintéticas, coherentes y predictivas brillan por su ausencia en los puestos más altos de un Top 100 dominado por campos como la Density Functional Theory (DFT) o la bioinformática, que básicamente facilitan el manejo de datos a los físicos y biólogos. En palabras de Peter Moore, profesor emérito de química por la universidad de Yale, “si lo que quieres son citas, si inventas un método que facilite o posibilite que la gente haga los experimentos que desea, llegarás mucho más lejos que, digamos, si descubres el secreto del universo”.

La escala que hay entre un paper de clase media alta (80 citas) y el artículo de Watson y Crick sobre la estructura del ADN (5.207 citas) es la misma que hay entre este texto fundacional y el número uno de la tabla, Protein measurement with the folin phenol reagent (305.148 citas), donde Lowry y cia describen un método de 1951 para cuantificar las proteínas que, según los expertos, está ahora mismo desfasado. Igual que el método expuesto por Bradford y cia en el artículo de 1977 que tiene la medalla de bronce de este raro podio: 155.530 citas a un texto caduco.

El triunfo de la burocracia científica frente a la creatividad

Ya que la ciencia avanza descartando como imperfecto el conocimiento del presente, es una buena noticia que los artículos más citados de la historia reciente de la investigación científica estén anticuados porque eso quiere decir que el citacionismo, la tentación de hacer de la bibliografía una celebración estratégica de las autoridades, no ha cegado la búsqueda en última instancia de la verdad en ciertos campos. El saber científico, igual que la Biblia, no necesita de pasajes entre comillas, de notas a pie de página o de nombres con apellidos, basta con aprender a resolver problemas concretos para ser capaz de reproducir personalmente los descubrimientos que han realizado otros.

El volumen de publicaciones científicas, imposible de asimilar por cualquier humano, y la falta de correspondencia que hay entre los artículos más referidos y los más interesantes (Lowry reconoció públicamente que su best quoted de 1951 era en verdad una birria de artículo) demuestra las limitaciones estructurales de ciertos índices de impacto, así como las ventajas del peer review sobre un sistema de publicaciones científicas sin barreras de entrada y solo juicios de calidad a posteriori.

En términos kuhnianos, estamos ante el triunfo de la ciencia normal sobre la revolucionaria, de los burócratas del conocimiento sobre los genios creativos, del programa de investigación sobre la hipótesis arriesgada. Pero tampoco exageremos: los burócratas no son tan inútiles, como demuestra la biografía de Feynman, una de las personas más capaces que ha tenido el siglo XX, habiendo destacado en campos como la percusión brasileña o la etología de las hormigas, cuya principal contribución a la física de partículas son unos diagramas de aspecto infantil, casi unos garabatos, que permiten visualizar y simplificar increíblemente las operaciones.

Y los genios no son tan necesarios —véase el atascamiento en que se encuentran las disciplinas sin disciplina de las humanidades, indisciplina recientemente contrastada en un análisis del impacto de las revistas de prestigio sobre su propio campo, donde se evidencia hasta qué punto Internet no ha cambiado los patrones de cita (y por tanto de lectura) de los llamados investigadores de humanidades desde 1995, a diferencia de lo que ha pasado en matemáticas o en economía, con la apertura de espacios como arXiv.org, ni entonces ni ahora los humanistas consultan sus propias publicaciones académicas. Cada genio en su casa y la ciencia en la de todos.