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'El gabinete del doctor Caligari': 100 años de imágenes siniestras que anticiparon la violencia de Hitler

Crímenes, sonambulismo y autoridades enloquecidas en esta obra de Robert Wiene

Ignasi Franch

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En el inicio de El gabinete del doctor Caligari, un hombre comienza a contar una historia. Ahí comienza el flashback que compone la mayoría de este breve y atractivo clásico del cine silente: un relato de los asesinatos cometidos alrededor del espectáculo de feria que da título al filme. Un sonámbulo de aspecto trágico comete asesinatos a las órdenes del autoproclamado doctor que le controla. La narración conectaba con la tradición del gran guiñol, con las historias de crímenes y crueldades al límite de la locura o más allá.

El realizador Robert Wiene y su equipo de dirección artística apostaron por una escenografía atrevida, basada en geometrías casi imposibles, que conectaba con el expresionismo. El resultado es un goce para amantes de la imagen siniestra y desasosegante: juegos de desproporción, paredes de ángulos extraños, paisajes de aspecto surrealista, confusión entre objetos que están en la escena, objetos pintados que solo parecen estarlo y rayos de luz pintados sobre el escenario que acaban de generar un efecto de extrañamiento.

El resultado contribuyó a cambiar el juego en el ámbito del cine de misterio y terror. Y quizá facilitó que primeras espadas del séptimo arte apostasen por realizar películas de fantasía y terror, siguiendo la estela del actor-director Paul Wegener de El estudiante de Praga o El Golem o del realizador sueco Victor Sjöström, que preparaba La carreta fantasma mientras se rodaba y estrenaba El gabinete del doctor Caligari. En años posteriores, el maestro F. W. Murnau firmó la conocida Nosferatu o una romántica versión de Fausto, Jean Epstein (un crítico del filme de Wiene) rodó su maravillosa El hundimiento de la casa Usher y el usualmente grave Carl Theodor Dreyer se inició en el cine sonoro con la excepcional Vampyr.

Los productores de El gabinete del doctor Caligari también destacaron el coste  moderado de la película. La escenografía experimental había servido para rodar un filme de aspecto artístico sin necesidad de un gran gasto. En este aspecto, el trabajo de Wiene y su equipo también resultó influyente. Algunas de las más llamativas producciones de terror de Universal en los primeros años 30, como La momia (realizada por el director de fotografía alemán Karl Freund) o Satanás (firmada por el también germano Edgar G. Ulmer), llevaron a Hollywood rastros de estos hallazgos. Y el film noir bebería de unos juegos de luces y sombras que aumentaban la inquietud del espectador mientras rebajaban las facturas a pagar por el estudio.

Simbolismos del inconsciente

En plena resaca de la I Guerra Mundial, la película de Wiene adquirió connotaciones políticas más allá del disfrute estético y del juego narrativo. Al realizar una “historia psicológica” del cine alemán de entreguerras, el ensayista Siegfried Kracauer vio en Caligari una anticipación del régimen nazi de violencia y control de la conducta. El guion había corrido a cargo de los pacifistas Carl Mayer y Hans Janowitz, el segundo de los cuales desarrolló (según las explicaciones que dio a Kracauer) problemas psiquiátricos y un fuerte resentimiento hacia las instituciones tras su participación en la contienda. Su propuesta podía remitir a la obediencia del soldado (el sonámbulo) ante las órdenes de una autoridad desquiciada (Caligari).

El memorable giro final de la película hacía que la escenografía empleada adquiriese sentido: la acercaba al mundo de los sueños y los delirios. En paralelo, matizaba estas lecturas críticas que, según otros implicados en la creación de la obra, eran más bien inconscientes e involuntarias. Como en el caso de La invasión de los ladrones de cuerpos, además, el desenlace incorporaba un final conformista que animaba a mantener la confianza en el sistema. Eso sí: el añadido al filme de Don Siegel, rodado a instancias de los productores, resultaba desatadamente tranquilizador. Wiene y compañía, en cambio, ofrecían una sacudida con elementos desasosegantes.

La construcción de Kracauer, su visión de Caligari como antecedente de Hitler, tenía algunos puntos débiles. Empujado por los recuerdos idealizados de Janowitz, el ensayista germano concedió a los guionistas del filme una voluntad crítica que no parecía corresponderse con sus intenciones iniciales: el texto fílmico permitía esa lectura, pero no parecía planificada. La aportación realizada con el libro De Caligari a Hitler, su psicoanálisis del cine de la República de Weimar, no era menos poderosa y sugerente por ello, pero su lectura requiere el cotejo con otras fuentes.

El gabinete del doctor Caligari parecía hacer honor a la barraca de feria que era centro de la trama. La película tenía algo de teatro filmado, brillante y atractivo, pero limitado en el ámbito de la narrativa visual. Para un mago de la imagen cinematográfica como Jean Cocteau, autor de Orfeo o La bella y la bestia, supuso “el primer paso hacia un grave error que consiste en fotografiar planamente decorados excéntricos, en lugar de obtener sorpresas por medio de la cámara”. El mencionado Murnau o Fritz Lang (que pudo haber dirigido la película) dotarían de un mayor dinamismo a sus pesadillas cinematográficas.

Aun con sus limitaciones y sus puntos débiles, el filme resultante desprendía un efectismo remarcable en sus hallazgos estéticos, desatado en su uso de triángulos amorosos, crímenes y muñecos, en su telaraña de vigilias y sueños, de durmientes y delirantes. Sus autores mantenían el contacto con una narrativa de misterio en clave excéntrica que hacía uso de localizaciones peculiares. Como en El hombre que ríe o Los crímenes del museo, las ferias y los espectáculos devenían lugares amenazantes.

En la posterior Las manos de Orlac, Wiene se abonó completamente a la explicación racional: como solía suceder en el misterio clásico, se reinstauraba el estado de las cosas mediante un desenlace completamente tranquilizador, esta vez sin aristas. De alguna manera, el realizador invirtió los términos de su obra más conocida. Esa vez no había trabajos actorales más o menos convencionales en escenarios extremos, sino interpretaciones extremas en escenarios convencionales. La locura ya no era un riesgo real sino un espejismo derivado de una trama de engaños.

Una década después, Fritz Lang tomaría el relevo de la representación más o menos inconsciente de la violencia autoritaria. El testamento del doctor Mabuse tenía suficientes connotaciones incómodas como para que Joseph Goebbels la prohibiese. Aunque Lang fuese un testimonio tan poco fiable como Janowitz sobre las intenciones de su obra, su propuesta también brilla como una advertencia posible sobre liderazgos malvados. Aun así, resulta extraño considerar el filme un ataque frontal a Hitler: su coguionista, Thea von Harbou, había concebido una distopía filonazi como Metrópolis. La figura de von Harbou no estaba exenta de contradicciones: se adaptó al nuevo orden del audiovisual nazi... mientras driblaba el racismo del régimen al casarse en secreto con un periodista indio.

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