A efectos prácticos, la carrera de fondo de Scott Adkins arranca con Invicto 2, a las órdenes de Isaac Florentine en 2006. Sería aquella la primera vez que incorporaría a Yuri Boyka, arisco convicto ruso autoproclamado “luchador más completo del mundo” por bendición divina.
Aunque nacido como el contrincante del protagonista en esta secuela para el mercado doméstico de un título menor de Walter Hill, su figura acabaría remodelando la génesis del filme: de un producto de explotación a partir de un drama carcelario, a una franquicia en torno a las artes marciales mixtas basada en el continuo desafío del cuerpo de su recién descubierta estrella.
Mientras que con el cambio de milenio llegaba la digitalización del héroe occidental, con trucajes, dobles y juegos tecnológicos, Boyka comportaba una vuelta a los orígenes del cine de acción de los 80: su juego de piernas estiraba hasta el paroxismo el modelo acrobático que encumbrara a Jean-Claude Van Damme; su cuerpo sudoroso, magullado y en perpetua tensión remitía al arquetipo épico posterior a Charlton Heston, convenientemente anabolizado.
Invicto definiría la trayectoria de los golpes posteriores de Adkins, pero también acotaría los límites de su cuadrilátero: lejos ya de la Cannon Films y de Planet Hollywood, a distancia de Asia, su propuesta quedaba marginada dentro del perímetro del vídeo.
Pero las aspiraciones de este estajanovista del actioner no se detenían ahí, ni en las puntuales oportunidades que Hollywood le ha ido brindado con cierta condescendencia. En tiempos regidos por las superestructuras cinematográficas de Marvel y DC, Adkins osa entrar en el mapa de las adaptaciones comiqueras con Accident Man, traslación de la cabecera homónima de Pat Mills (2000 A.D.) y Tony Skinner, sobre un temperamental asesino especializado en encubrir sus ejecuciones como muertes fortuitas.
El “proyecto de mis sueños”, en palabras del actor (que ejerce también de coguionista y productor) se arma con un material recóndito para el espectador medio (inédita en España, la grapa original duró apenas un año en quioscos) y una milésima del presupuesto que manejan las grandes corporaciones del entretenimiento.
Su distribución directa a vídeo a partir del 6 de febrero a nivel internacional –en España no se editará en soporte físico, quedando relegada a plataformas digitales como Movistar+– ratifica el pensamiento de que haya que definir a Adkins, más que Hombre Accidente, como un suicida. Un suicida decidido, cabe decir.
Reafirmación con músculo
La filmografía de Adkins se ha cimentado a partir de los baluartes del género. Los Músculos de Bruselas, ídolo confeso de su juventud, era la referencia imprescindible. Y durante un cierto tiempo, incluso inevitable: solo entre 2008 y 2012, aparece subordinado al karateka belga en cuatro ocasiones. La última de ellas, la demoledora Soldado Universal: El día del juicio final, escenificaría el traspaso de poderes entre uno y otro, algo luego corroborado al asumir el británico el liderazgo de una tardía –y plomiza– secuela de Blanco humano destinada, una vez más, a las estanterías.
Esta misma dinámica ha condicionado el resto de su trabajo. Por impresionantes que resulten sus habilidades, no han dispuesto de total autonomía. Como si de un rito iniciático masculino se tratase, ha tenido que someterse a sus precursores antes del estrellato.
A cada power kick disparada con un calculado movimiento de cadera, el pie de apoyo terminaba posándose sobre la huella de otro: Green Street 3, Jarhead 3, Blanco Humano 2... Incluso con una franquicia tan indivisible a su nombre como Invicto tuvo que recorrer el mismo sendero de pisadas, antes de patearlas y marcar su territorio.
Accident Man ha de entenderse no solo como un esfuerzo por sumarse a la feria de ocasión de las licencias tebeísticas hacia la que ha virado el cine popular, sino como un claro ejemplo de reafirmación personal.
Acostumbrado a quebrar cráneos emulando acentos imposibles, este brummie kickboxer se acomoda mascullando en su deje de nacimiento y se recrea con interminables parlamentos, en contraposición a la brusca parquedad de Boyka o al talante taciturno del Casey Bowman de Ninja.
No renuncia a la chupa de cuero y los vaqueros, a estas alturas establecidas como cliché estético en sus últimas películas. Mike Fallon se constituye así como representación del arquetipo cinematográfico que visualiza sobre su reflejo.
La pelea, en la retaguardia
Por consiguiente, las imágenes adquieren un cariz aspiracional. El colorido Londres que se nos presenta en scope, repleto de destellos de lente, se aleja de la aspereza grisácea de anteriores retos. Ambientándose en los bajos fondos, el espectro de Guy Ritchie no tarda en asomar, como prueban los montajes acelerados (la secuencia de presentación de la fauna de asesinos) y los asincopados saltos temporales (la larga analepsis, a mitad del relato, para descifrar la relación entre Fallon y su patrón Big Ray, parece deudora de la estructura de las viñetas originales).
La verborrea explosiva que derrocha el elenco de sicarios –y donde caben chistosas, aunque cuesta determinar si irónicas, menciones al Brexit– exuda una autoconsciencia que podría entenderse deudora del éxito de Deadpool; si bien el empeño de Adkins por convertir sus diálogos en machadas denota una influencia mucho más directa de la exuberante Cobra, el brazo fuerte de la ley, aunque con un tono menos excesivo y grotesco.
La alusión al sudoroso clásico de George Pan Cosmatos no es gratuita, al menos si nos atenemos a la cuestión genérica. Accident Man rompe con las convenciones del Adkins fílmico previo y esboza una leve intriga neo noir, como ya lo era aquella. La pesquisa del antihéroe se cobra el protagonismo y relega las características coreografías a una posición secundaria.
A ello favorece el gusto neoclásico del exespecialista Jesse V. Johnson (con quien el principal valedor del proyecto venía de colaborar en Perro salvaje, deshilvanado primer intento por escapar de la fórmula), quien apuesta por planos abiertos y movimientos de cámara más reposados y gráciles para rodear siempre a los intérpretes, frente a la insistencia por perseguirlos y avasallarlos de los grandes vehículos de acción post-Bourne.
Eso, sin hablar de la larga sucesión de localizaciones, con la que supera la maldición de los tres escenarios tan propia de las producciones coetáneas directas al televisor.
Esta misma filosofía (y la logística, no hay que olvidar que se rodó en poco más de 20 días) explica que las peleas hayan corrido a cargo de la segunda unidad, dirigida por Tim Man.
El estilo explosivo y acrobático del coreógrafo sueco, quizás el que mejor ha exprimido las capacidades de Adkins hasta la fecha, es bien reconocible en estas secuencias, si bien adolecen de la potencia acostumbrada, a excepción de la extenuante batalla definitiva contra Amy Johnston.
La artista marcial no había tenido hasta la fecha oportunidad de descubrirse al público, a menudo como especialista a la sombra de las primeras espadas de Hollywood, y aquí confirma una personalidad cinematográfica letal agrandando a Jane The Ripper, femme fatale en el sentido más hiperbólico del término.
Acción y reflexión marcial
Los nombres involucrados, las referencias, y la propia presencia de Scott Adkins son alicientes de sobra para que el aficionado a los mamporros deluxe contrate los servicios de Accident Man. Más cerca de Negocios sucios que de Snatch. Cerdos y diamantes, garantiza un visionado distendido y ofrece al cabeza de cartel, más suelto que nunca, una fuga hacia otra clase de retos interpretativas, hacia empresas más prósperas. El paquete está bien asegurado, el cálculo no deja ningún activo fuera.
No obstante, tanto empeño por superar expectativas, por lucir más que un simple directo-a-vídeo, causa un desnivel de energía en el resultado final que la impiden auparse al olimpo del adkinsófilo.
Quizás, porque esa misma impronta que ambiciona se siente caduca, morosa de otros que llegaron antes (de Ritchie a Statham solo hay un grado de separación). Algo que no ocurre con otras muestras que diríanse menores de su filmografía como Eliminators, con la que comparte localización; o Justicia letal: más austeras, más sencillas, sí, pero también más contundentes al hacer volar el derechazo contra la retina.
La situación se lee mejor en su contexto: casi en paralelo a Accident Man, emergió en Netflix España Actos de venganza, enésima reincidencia del Sensei Florentine sobre el modelo de justiciero que ya había trabajado con su pupilo Adkins a través de distintas encarnaciones, y que en esta ocasión modula un tono particularmente afligido.
Resuelta con su habitual solvencia, el cineasta israelí cuenta con un improbable Antonio Banderas en relevo del luchador inglés sobre el tatami. Aunque más que relevarlo, se mimetiza con él: desde la vestimenta arquetípica hasta el compromiso total del malagueño por proyectar el sufrimiento de su personaje en su cuerpo a través del masoquismo implícito en la lucha.
Aún sin estar de cuerpo presente, la huella de su relevancia, está ahí. El rito fue superado. No tiene que demostrar nada. El Hombre Accidente no necesitaba coartadas para alzarse en icono. Ya lo es, a fuerza de hostias.