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La adaptación de 'Fahrenheit 451' con la que Bradbury tendría pesadillas

Hay veces que la historia de la literatura convierte algo insignificante, en algo que lo cambia todo. En la primavera de 1950, a Ray Bradbury le costó exactamente nueve dólares y ochenta centavos en monedas de diez, redondear el concepto de lo que se entendía por distopía. Construía entonces, aunque él no lo sabía, la tercera obra fundamental de lo que más tarde sería una especie de trinidad para el género. Esa que forman Un mundo feliz de Aldous Huxley, 1984 de George Orwell y Fahrenheit 451, la que nos ocupa.

Por aquel entonces, Bradbury pasaba ciertos aprietos económicos que le impedían reparar su máquina de escribir, mucho menos alquilar un despacho. Así que buscando algún sitio en el que poder desempeñar su labor dio con la sala de mecanografía del sótano de la biblioteca de la Universidad de California, en Los Ángeles. Allí descansaban unas cuantas Remington y Underwood que se alquilaban a diez centavos la media hora. Uno insertaba la moneda y entonces un contador empezaba una cuenta atrás durante la cuál tenías que escribir lo que pudieses. Así, en nueve días Bradbury escribió como un loco un relato llamado El bombero, que se publicó en 1953 con el nombre de Fahrenheit 451, una de las novelas de ciencia ficción más influyentes de la historia.

65 años después, HBO estrena una de las pocas adaptaciones cinematográficas que se han hecho de la historia de Bradbury. Un relato ciertamente difícil de adaptar que dirige Ramin Bahrani, con Michael Shannon y Michael B. Jordan a la cabeza. Intento de actualización de un mito que merecía algo mejor.

Bradbury en la era de la posverdad

Acercarse a un clásico literario para adaptarlo al lenguaje audiovisual siempre resulta conflictivo. Fahrenheit 451 no es una excepción así que se asume que en el proceso de adaptación puede pasar cualquier cosa porque sacrificar tramas, personajes y discursos es algo necesario. Si además, como realizador, tienes pocos espejos en los que mirarte, el problema se agrava. Y si uno de estos constituye a su vez otro clásico en su terreno -como lo es la adaptación del 66 que filmó François Truffaut-, la empresa resulta casi imposible.

Es justo reconocer que Ramin Bahrani se ha tirado a la piscina con la adaptación Fahrenheit 451 que acaba de estrenar HBO. El realizador venía del terreno indie norteamericano, con un nombre hecho en los Independent Spirit Awards y en los Gotham y una presencia como voz de los males urbanos de los Estados Unidos post 11-S.

En Un café en cualquier esquina había conseguido un sencillo pero eficaz drama social en torno a la falta de futuro del inmigrante en la tierra de las oportunidades. Y en Chop Shop ampliaba su crítica con el relato de dos hermanos obligados a explotarse desde muy jóvenes para hacer frente a la realidad económica de Queens. Podíamos pensar que su nuevo film iba a ser capaz de ofrecer cierta lectura interesante de un texto tan político y debatible como el de Bradbury.

La historia original es harto conocida: en una sociedad distópica en la que el control de la información es absoluta, los libros están prohibidos y Guy Montag, el protagonista, se encarga de buscarlos y quemarlos. Forma parte del cuerpo de bomberos de la ciudad, que busca mantener la paz haciendo que arda en llamas todo aquello que pueda perturbarla. Un día, Montag conoce a Clarisse McClellan, una joven que le hará preguntarse por qué hace lo que hace.

Hasta aquí, la película de Ramin Bahrani se mantiene fiel al texto original. Pero más allá de su premisa, la adaptación que propone busca legítimamente reinterpretarlo en clave actual. De hecho, durante sus primeros compases, la película parece querer trazar una metáfora en torno al odio y su propagación digital en tiempos de la posverdad de Trump. Pero pronto, demasiado pronto, se pierde entre reescrituras tecnófobas y pesadillas de la ciencia ficción más ramplona, cayendo en recursos narrativos del cine de acción de bajo fuste.

Tecnofobia para masas

En esta ocasión, Guy Montag no es un funcionario oprimido y depresivo sino una estrella de televisión. En este Fahrenheit 451 el cuerpo de bomberos que provoca incendios en lugar de apagarlos protagoniza una suerte de reality show que triunfa en redes sociales y en las pantallas omnipresentes de la ciudad.

Para modernizar la novela de Bradbury, Bahrani nos presenta una sociedad en la que los medios de comunicación han lavado el cerebro a la población para que odie a los ‘rebeldes’, lectores de libros y pensadores por sí mismos. De ahí que, dispuestos a soltar su bilis, a todo el mundo le encante ver el programa en el que se cazan rebeldes como si fuese perros y se les castigue por serlo. Programa, además, en el que el espectador puede participar en directo enviando mensajes en forma de emoji. En este mundo, Internet se llama Nueve, Siri se llama Yuxie y abundan las alegorías del mundo de hoy, cuanto menos, poco sutiles.

Si el texto de Bradbury abría puertas a la especulación en un mundo en el que se vive una especie de dictadura de lo políticamente correcto, pues subyacía la discutible idea de que habían sido minorías oprimidas las que habían empezado a quemar libros -ya fuere por temas de religión, raza o género-, aquí no hay lugar para la imaginación. No hay espacio para subtextos. Ni siquiera para la inteligencia: donde antes se memorizaban libros por amor a las letras, ahora esta memoria es un virus descargable en el ADN que se puede eliminar en un chasquido. Todo en este Fahrenheit 451 se enmarca dentro de un discurso tecnófobo más bien perezoso.

Tu asistente virtual te espía, las redes sociales sacan lo peor de ti, vives alienado y tu identidad es una tapadera de tus traumas... son algunos de los discursos con los que Bahrani pretende acercarse a una generación que, realmente, ya se ha visto interpelada por debates propuestos en ficciones más inteligentes. Black Mirror, Her, Nunca me abandones, Perfect Sense, El congreso, Ex Machina, Sense 8 o Doctor Who serían solo algunas que nos vendrían a la cabeza sin pensarlo demasiado.

Y si teníamos la esperanza de que, habiendo fracasado en su intento por apelar al espectador actual, la película podría recompensarnos en lo formal… nos equivocamos. Baste decir que en su retrato futurista, en términos de puesta en escena, las ideas originales brillan por su ausencia entre pantallas ardiendo y paletas de colores expropiadas de Blade Runner 2049.

Tampoco acompaña un reparto desaprovechado: la Clarisse McClellan de Sofia Boutella no es la de Julie Christie, ni Michael B. Jordan tiene la capacidad hipnótica del extraño rostro de Oskar Werner en la versión de Truffaut. Peor es el caso de Michael Shannon, uno de los mejores talentos del panorama actoral hollywoodiense capaz de hacer suyas películas como Animales Nocturnos o Take Shelter, pero cuyo capitán Beatty se nos presenta como la versión descafeinada del villano lleno de rabia y miedo de La forma del agua.

HBO se apunta con Fahrenheit 451 el tanto de haber modernizado un clásico, revalorizando tanto el texto de Bradbury como el film de Truffaut. Así que, pensándolo bien, si ha servido para eso bienvenida sea esta adaptación.