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45 años de 'Tiburón': el turismo era el otro depredador

Del 20 de junio de 1975 ya han transcurrido cuarenta y cinco años. Casi medio siglo del estreno del primer gran éxito que firmo el entonces veinteañero Steven Spielberg. Una nueva edición videográfica en formato UHD, que ofrece en resolución 4K la conocida (y bien recibida) restauración digital presentada en 2012, conmemora esta relevante efeméride.

Al fin y al cabo, el correspondiente bombazo en taquilla marcó el concepto de blockbuster veraniego, progresivamente orientado a las audiencias adolescentes. El resultado artístico tenía algo de obra bisagra que presagiaba el rejuvenecido audiovisual posterior a Star Wars, pero también admitía un visionado gratificante como entretenimiento para adultos.

Tiburón es una vibrante monster movie ambientada en una localidad isleña. En las cristalinas y turísticas aguas de Amity Island acecha un enorme tiburón blanco que va devorando bañistas y pescadores... ante la reacción dubitativa de las autoridades locales, deseosas de proteger su negocio estival. Después de varias muertes, tres personajes de personalidades muy diferentes (un jefe de policía, un afable oceanógrafo y un arisco cazador de tiburones) se alían para cazar al depredador.

Spielberg y el director de fotografía Bill Butler consiguieron ofrecernos un buen número de imágenes poderosas. La confección de un guion fue un proceso casi colectivo que se concluyó sobre la marcha. Intervinieron el autor de la novela original (Peter Benchley), un dramaturgo premiado que había escrito los dos primeros filmes de Stanley Kubrick (Howard Sacks) y un guionista de comedias televisivas (Carl Gottlieb). Se sumaron las aportaciones de Spielberg, de los mismos actores y de otros escritores como John Milius, un versátil guionista y director de violencias fílmicas que intervino en la escritura de Apocalypse now o Amanecer rojo.

Otro factor relevante de este triunfo creativo fue el memorable trabajo del otro rey Midas del Hollywood de la época: ese John Williams que daría forma sonora al nacimiento de la era de los blockbusters mediante sus composiciones para Star Wars, Superman, En busca del arca perdida y otros éxitos del momento. Como uno de los temas musicales de Psicosis, las notas que acompañaban las apariciones del escualo han penetrado tanto en el imaginario popular que las reconocen muchas personas que no han visto el filme. Y se graban en la memoria de quienes sí lo han visto.

Una producción costosa con aspectos de serie B

El accidentado rodaje de Tiburón terminó de aportar elementos a la leyenda. El mismo actor coprotagonista, Richard Dreyfuss, creía que el resultado sería desastroso. Las dificultades de la filmación en el mar, y el persistente mal funcionamiento del tiburón mecánico diseñado por un histórico trabajador de Disney, Bob Mattey, no solo sirvieron para dar color a los documentales sobre la creación de la película: también impactaron en la obra.

Parecía que los dioses del audiovisual de bajo coste se conjurasen para acercar a su terreno esta producción de rumbo cambiante. Tiburón  tenía que haber sido una película de coste medio-alto, pero se convirtió en una de las producciones más caras del año a causa de las complicaciones técnicas y la larga duración del rodaje. El monstruo mecánico apenas se podía utilizar, así que el gran espectáculo que planteaban Spielberg y compañía tuvo que mutar sobre la marcha.

Los responsables de la película tuvieron que acercarse a la lógica de cierta serie B, ejemplificada en ejercicios de estilo como La mujer pantera y otros hitos del realizador Jacques Torneur y el productor Val Lewton, que oculta al máximo sus monstruos tanto por motivos logísticos (no se dispone de presupuesto para hacerlos convincentes) como artísticos (porque la sobreexposición puede resultar vulgar, incluso risible). De ahi nacieron algunos elementos muy efectivos de la ficción que afirmaban la presencia del animal sin que este fuese visible.

En la película, Spielberg trataba una amenaza inmotivada, reminiscente del impacable camión de su telefilme El diablo sobre ruedas. Esta vez no se hablaba de cementerios indios u otros terrores históricos, sino de una arrolladora fuerza de la naturaleza en forma de tiburón asesino. En la posterior (y apreciable) variación low cost Piraña, el realizador Joe Dante y compañía aportaron la correspondiente nota ecologista y de crítica a la experimentación armamentística, con Vietnam en el retrovisor. Otros productos oportunistas, como el filme italiano Killer crocodrile, cambiaron el dardo al ejército por la crítica a la irreponsabilidad corporativa.

Spielberg y compañía partían de un bestseller  literario. Aportaron una narrativa visual y un montaje ágiles y dinámicos, calculadísimos en el ritmo, en la dosificación de distensiones cómicas y de momentos más dramáticos. Los personajes de la obra pueden ser arquetípicos, y también las relaciones entre ellos, pero se exprimía su potencial a través del trabajo de los actores. El realizador también se mostró receptivo a incorporar pequeños detalles humanos que a veces no tienen una función narrativa concreta, como una escena aparentemente improvisada del sheriff de la localidad tonteando con su hijo.

El monstruo, la comunidad y la economía contra la vida

Uno de los aspectos interesantes de la película es que no apuesta por representar un paraíso amenazado por la irrupción de una amenaza exterior. La misma comunidad de Amity Island es su mayor enemiga: prohibir los baños habría obligado al tiburón a buscar otro lugar donde encontrar alimento, pero políticos y comerciantes rechazan que se cierren las playas de una localidad dependiente del turismo. A pesar de que han muerto varias personas, el jefe de policía interpretado por Roy Scheider continúa cediendo a las presiones.

El alcalde y muchos conciudadanos están impacientes por dar por finalizada la crisis, de manera siempre precipitada, para poder volver al business as usual. Las escenas de pacífica invasión turística resultan inquietantes aunque estén amenizadas con música alegre. Y el alcalde presiona a un padre de familia para que se bañe con su familia en contra de su voluntad: hay que generar confianza entre los turistas, aunque eso suponga poner en peligro alguna vida.

Con todo, estamos en Hollywood, Estados Unidos. Así que la solución proviene del mismo capitalismo que provoca las muertes precedentes, de ese dinero turístico que ese año estará teñido de sange. El jefe Brody aprovecha el abatimiento del alcalde tras la muerte de un niño para forzarle a contratar por 10.000 dólares al cazatiburones del lugar: un huraño pescador liderará la caza de la particular Moby Dick de la isla. Le acompañaran el mismo policía y el afable científico interpretado por Dreyfuss.

Los responsables de la obra colorearon este tercer acto con pequeños conflictos entre los personajes y algún monólogo potencialmente memorable. Como otras obras de género producidas en la época (véase la futura Alien y sus camioneros del espacio), la narración estaba recorrida por conflictos de clase, de procedencia, de formación… Para empezar, Brody es un neoyorquino que ni siquiera sabe nadar y que difícilmente podrá ser visto jamás como un isleño de pleno derecho.

El recio capitán Quint es el hombre de acción necesario para acabar con el gran tiburón blanco, pero también es un machista que acosa al representante de la ciencia, que es todo aquello que él puede detestar: un ratón de biblioteca de familia rica, equipado con caros aparatos tecnológicos que relativizan el poder de la fuerza. Tras algunas estampas de convivencia en el espacio reducido de un pequeño barco, tiene lugar la lucha final. Y de ella emerge el héroe por accidente, mundanísimo, que se beneficia del trabajo de sus compañeros para acabar con la amenaza.

Dentro de las convenciones de la ficción espectacular, Brody es un no-héroe, incluso un cobarde. En la vida real, quizá se consideraría solamente una persona normal en circunstancias difíciles. En Tiburón 2, una correcta pero descolorida fotocopia de su predecesora, el personaje completaría su evolución a héroe reminiscente del western... o de El enemigo del pueblo, del dramaturgo Henrik Ibsen. Su rectitud le llevará convertirse en adversario coyuntural de la misma comunidad a la que protege. El motivo de nuevo: priorizar la vida frente a la economía cuando se plantea esta dicotomía más bien engañosa, o cuanto menos miope, que no deja de amenazar aspectos de nuestras vidas por muchas décadas que pasen.

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