La manera de representar cinematográficamente el esclavismo y la segregación racial genera dudas desde los inicios del cinematógrafo y no puede considerarse un debate reciente. Hace más de cien años, El nacimiento de una nación recibió unas críticas que impulsaron a su realizador a pedir una especie de disculpas fílmicas mediante su monumental Intolerancia. Cuarenta y cinco años atrás, el estreno de Mandingo generó posiciones fuertemente encontradas entre elementos destacados de la crítica estadounidense. ¿Era “la película definitiva de Hollywood sobre la raza”, como la definió Robin Wood o “basura racista”, como la calificó Roger Ebert?
Antebellum parece destinada a estimular polémicas parecidas, quizá menos agrias. Al fin y al cabo, se presuponen ciertas buenas intenciones en el esfuerzo de los realizadores Gerard Bush y Christopher Renz. Su propuesta llega a las pantallas en plena oleada de protestas contra el racismo en los Estados Unidos. E intenta encontrar su lugar en ese Hollywood mainstream donde floreció el exitoso black horror de Déjame salir.
Quizá por ello la campaña publicitaria de Antebellum destaca las filiaciones con el debut como realizador de Jordan Peele (ambos filmes comparten algunos productores) y alinea la propuesta con un cine de terror que no cultiva abiertamente. Sí, aparece una niña inquietante en la tradición de El resplandor u Operazione paura, pero parece que existe solo para poder mostrarla en el tráiler. Sea como sea, el filme de Bush y Renz puede considerarse un film de terror especialmente para ciertos públicos. La académica Robin R. Means Coleman, autora del ensayo que inspiró el documental homónimo Horror noire, ha hecho este tipo de distinciones: “Algunos no entienden El nacimiento de una nación como una película de terror, pero los afroamericanos sí”, explicaba sobre este clásico del cine mudo que brindaba un apoyo explícito al Klu Klux Klan.
Aunque Antebellum pueda parecer sobre todo una tramposa mezcla de thriller y de escenificación histórica, puede entenderse también como un terror fílmico sobre los miedos y las humillaciones, pasados y presentes, de una población. Las promesas de respeto que se lograría a través de la consecución de méritos chocan con una realidad de persistencia del supremacismo blanco.
Érase una vez una película con un giro (quizá) sorpresivo
Antebellum trata las historias de Eden, una mujer cautiva en una explotación esclavista, y de Victoria, una académica de éxito que alza la voz contra las opresiones sufridas por las mujeres afroamericanas. Si la cotidianidad de Eden es manifiestamente terrible, la vida de Victoria comienza a estar salpicada por situaciones inquietantes. Durante parte del metraje, se deja en manos del público que este imagine la relación que une a los personajes. ¿Estamos ante una narración de reencarnaciones de almas a través de las épocas, como Atlas de las nubes, de viajes en el tiempo, como la clásica novela de ciencia ficción Parentesco, de Octavia Butler?
El espectáculo comienza con un plano secuencia que remite a la estilización de la historia acometida en artificios barrocos de la era digital como 1917. La cámara de Bush, Renz y compañía captura imágenes de una plantación de algodón en el Sur confederado en guerra, en pleno aborto de un intento de huida de varios esclavos. Como sucedía en la película de Mendes, la escena tiene algo de coreografía.
A cada espectador le corresponde determinar si esa manera de introducirle en los horrores de la historia tiene un potencial inmersivo verdaderamente perturbador. Y, también, cuestionarse si esa idea de inmersión en una experiencia tan colectiva y tan brutal tiene sentido y puede trascender la tendencia superficial y espectacular propia de la mirada turística.
En las escenas ubicadas la explotación agraria y humana, los responsables del filme muestran viñetas crueles de todo tipo de violencias. En sus imágenes netamente contemporáneas, escenifican los microrracismos y macrorracismos que emergen en una sociedad que llegó a considerarse posracial a raíz de la presidencia de Barack Obama. Y tratan de la terrible reacción posterior de un supremacismo herido en su orgullo.
La reciente La caza usaba los resortes del thriller en contacto con el terror para emitir una difusa moraleja de extremo centro que se escapa de la facilona inercia industrial del antitrumpismo banal, pero que descolocaba con su aparente (y confuso: cosas de los juegos narrativos provocadores) alineamiento con partes del discurso presidencial. Antebellum, en cambio, es un exponente de cine de género que transmite un alineamiento ideológico clarísimo y, para bien o para mal, menos conflictivo a pesar de que llegue a rozar lo ardoroso.
Más allá de la sombra de Jordan Peele
Si Nosotros, de Jordan Peele, fue un artefacto que parecía escapársele de las manos a su creador porque el espectáculo se imponía al confuso intento discursivo, las piezas de Antebellum parecen encajar mejor. Quizá, en parte, porque el puzle es más simple de lo que parecía.
O quizá porque sus autores tienen unos objetivos más delimitados: explorar y azuzar indignaciones, representar sufrimientos que llegan a ser muy extremos y ofrecer una catarsis sangrienta (se asume de nuevo, por motivos argumentales o no, la lógica del matar o morir propia del cine violento) que tiene algo de regalo para la audiencia afín. Aunque pueda generar una cierta extrañeza la escenificación de una especie de guerra racial colectiva, taimada o abierta, donde un solo personaje de tez blanca es positivo.
Muy centrados en la preparación de su supuesta sorpresa narrativa que puede irritar a la audiencia (M. Night Shyamalan puede explicar sus experiencias al respecto), muy centrados también en las andanzas de Eden y Victoria, Bush y Renz no cuidan demasiado al resto del reparto y sus personajes unidimensionales. Este esquematismo no ayuda a dotar el drama de complejidad.
Los cineastas tampoco parecen perseguir la consecución de imágenes estéticamente poderosas o memorables más allá de cuidar el inicio (artificioso) y el final (afectado) de su filme. Aun así, su propuesta puede generar cierto interés. Ese Sur confederado de apariencia enrarecida puede servir para recordar en clave agriamente pop las vergüenzas y las cicatrices de la historia, pero también las dificultades para conjurarlos sin convertirlos en un simulacro anacrónico.
Aunque resulte notoriamente más imperfecta (y mucho menos mordaz, porque comprensiblemente escasea el sentido del humor) que Déjame salir, aunque incluya algunas trampas, Antebellum puede resultar disfrutable.
Como hizo el mismo Peele con Nosotros, sus responsables no se conforman con mimetizar aquel éxito y expanden el terreno de juego narrativo… aunque no se pueda decir lo mismo de su (limitado) aspecto dramático y discursivo. Porque el resultado es un producto de su tiempo por su maniqueísmo, por sus buenos y malos clarísimamente delimitados, por una cierta pereza intelectual más allá del ocurrente mashup de elementos. Quizá la causa defendida merecía una película menos esquemática.