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Crítica

‘Beau tiene miedo’, tres horas de psicoterapia excesiva y pretenciosa con Ari Aster

27 de abril de 2023 21:44 h

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Desde hace años, un término se ha extendido por los medios y los cinéfilos de todo el mundo: el de 'terror elevado'. Un concepto que encumbra a realizadores que enfatizan el mensaje social y político de las películas de género y aportan un lenguaje más autoral, alejado del susto fácil, el truco pirotécnico y los golpes de sonido para hacer saltar al espectador de la butaca. Un término que, realmente, muestra una mala memoria. ¿No era terror elevado El exorcista? Paco Plaza siempre dice que la maestría del filme de William Friedkin radicaba en que en el fondo de su historia hablaba de los miedos de una madre soltera. ¿Acaso no hablaba Romero del temor nuclear de la sociedad del momento en plena Guerra Fría con los zombies de La noche de los muertos vivientes?

Ese terror elevado recuperaba la esencia de las mejores películas de terror tras años en donde la fórmula se había pervertido en busca de una rentabilidad fácil y rápida. Entre los nombres de esta oleada de nuevos autores, destacaron los de directoras como Julia Ducournau, Jennifer Kent, Ana Lily Amirpour o Rose Glass; lo hicieron en un género muy masculinizado que también recibió con los brazos abiertos a Jordan Peele, Robert Eggers y, sobre todo, a Ari Aster. A Aster le ayudó llegar de la mano de A24, la productora y distribuidora que se ha convertido en el icono de la modernidad y el riesgo del cine hecho en Estados Unidos.

Aster debutó con una revisión de las historia de brujería que clavaba el cuchillo en las dinámicas familiares y el legado y que apostaba por una puesta en escena sobria, con planos largos y paneos que ayudaban a construir tensión en un filme que no era condescendiente con el espectador. Los rasgos formales se mantuvieron en su siguiente película, Midsommar, radiografía de una relación tóxica que apostaba por el terror a plena luz del día en los ritos de la llegada del verano en un pueblo sueco y con una Florence Pough inmensa que regaló alguno de los planos más icónicos del cine de terror de los últimos años (su cara entre aliviada y aterrada rodeada de flores es inolvidable).

Había, por tanto, mucho interés en ver cómo avanzaba la carrera de Aster. Si seguía apostando por el terror, cambiaba de género y cuál sería su siguiente paso. Como manda la tradición hollywoodiense, su nuevo filme ha sido más ambicioso, más largo (tres horas) y más pomposo. También lo han anunciado como el más personal, aquel en el que Aster abordaría traumas personales. Así ha llegado Beau tiene miedo, un filme que todo el mundo contaba con que pasaría por algún certamen internacional, pero que se estrena en una fecha en tierra de nadie entre los festivales de Berlín y Cannes. Lo hace, de nuevo, de la mano de A24, que le ha dado un cheque en blanco para hacer lo que le diera la gana. 

Nadie puede negar a Aster su voluntad de arriesgar, de no parecerse a nadie y de jugar hasta el límite, pero esta vez la jugada no ha salido bien. Beau tiene miedo es una larga, excesiva, autocomplaciente y pretenciosa sesión de terapia con el psicólogo. Una película desquiciada desde el minuto uno, que intenta colocar al espectador en la mente de una persona enferma. Un Joaquin Phoenix que está en casi todos los planos del filme y que se deja la piel intentando bajar a la tierra todas las locuras que ha escrito Ari Aster.

El Beau del título es un hombre paranoico, hipocondriaco y asfixiado por la presencia materna. El regreso a la casa de su madre provoca en él una crisis que convierte todo en una pesadilla. No hay voluntad de explicar, de facilitar al espectador que conecte con su trauma. Desde el minuto uno, el punto de vista es de la locura. Vemos todo como lo vive Beau, que se desenvuelve en un barrio donde un asesino desnudo acuchilla a gente en la calle, le ocupan la casa si se descuida y una araña asesina pica amenaza al vecindario. Todo eso ocurre solo en los primeros compases del filme.

Beau tiene miedo es una película deslavazada, que se desarrolla a golpe de set pieces que funcionan de forma independiente, pero que no tiene una cohesión interna. Son fogonazos de buenas ideas que juntas, cansan. A ratos llegan escenas que son de una belleza formal arrolladora, como ese interludio en forma de obra de teatro donde Beau es consciente de un trauma con el sexo que su madre instauró en él desde pequeño.

Son tres horas de complejo de Edipo, de viaje por los recuerdos, que resultan agotadoras. Las ocurrencias de Aster oscilan entre la genialidad y la autocomplacencia, con especial énfasis en las metáforas fálicas que se explicitan en un monstruo con forma de pene que simboliza al padre ausente. Una imagen que quiere ser provocadora y solo es obvia y simplona. Nadie puede negarle al director su fuerza a la hora de rodar. Este viaje por los traumas está dirigido como si fuera una película de terror, y esa tensión estirada y provocada funciona en la primera parte del filme, pero acaba diluyéndose. Solo remonta cuando entra en acción Patti Lupone como esa madre castradora y terrorífica en la parte final de una obra que nunca sabe cómo cerrarse y acaba dando vueltas sobre sí misma. Un paso en falso en la carrera de Aster, que al menos sigue provocando reacciones viscerales con su cine en una industria donde el riesgo brilla por su ausencia.