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La calada con psicodelia de Joaquin Phoenix

Los sabuesos ya no son lo que eran. La profesión ha degenerado en parias que nada tienen que ver con Philip Marlowe, Sam Spade o “el detective de los detectives Johnny Staccato, siempre más listo y más profesional que los polis”. Lo dice Doc Sportello, el último gran investigador privado de la literatura americana, el personaje protagonista de Inherent Vice, aquí titulada Vicio propio, la obra más accesible de uno de los alumnos de Vladimir Nabokov -aunque el ruso no se acuerde de haberle tenido en clase-, el escritor sin rostro Thomas Pynchon.

Año 1970, Conchita Beach, psicodelia y minifaldas. Doc Sportello es ese hippy adicto a la marihuana perdido en mitad de un intrincado caso al que se apuntan una panda de moteros nazis, un obsesivo policía con cierto trauma relacionado con un antiguo 'bromance', algún miembro de la Black Guerrilla Familiy, dentistas adictos a la coca que trafican con heroína y saxofonistas que regresan de la muerte. Y como suele ocurrir todo comienza con una femme fatale, ni tan felina como la Faye Dunaway de Chinatown ni con tanta verborrea como la de Lauren Bacall en El sueño eterno.

Ella se llama Shasta Fay, lleva una minifalda muy corta, es delicada, preciosa y también la ex de Sportello. Fay remueve el universo del detective, que solo puede contemplar cómo todo se descoloca lentamente, cómo todo flota en el espacio y se desordena sin que él pueda hacer nada, salvo seguir fumando hierba.

La novela, publicada en 2009, es un raro y laberíntico ejercicio policiaco que agarró y posteriormente devoró Paul Thomas Anderson, otro señor genial que en este caso se dedica a hacer cine. El director de The Master se obsesionó con la adaptación de este libro inadaptable. El resultado es una película de culto, una sucesión de escenas que te embotan el cerebro como lo haría una profunda calada de hierba, Puro Vicio es el mal ‘viaje’ de Joaquin Phoenix.

El trabajo del actor es portentoso, su retrato de Sportello es una extraña aleación entre el detective Jeff Bailey que Robert Mitchum interpretó para Jacques Tourneur  en Retorno al pasado y el retrato que Elliott Gould hace de Philip Marlowe en Un largo adiós, esa setentera adaptación de Raymond Chandler llevada a cabo por Robert Altman.

Perico Vidal contaba que Sarah Miles decía que había tres Robert Mitchum: “The sober Mitchum, the drunk Mitchum and the marihuana Mitchum”. El actor experto en mostrar mucho con poco estaba enganchado al Coyote, una variedad colombiana de hierba tan prensada que parecía chocolate. Su cara de fumado era el 33% de su personalidad y Phoenix ha absorbido ese talento para la impasibilidad del gran actor. “Nunca aprendí nada oyéndome a mí mismo”, decía Mitchum en Retorno al pasado. Phoenix ha ido un paso más, Sportello no entiende nada nunca.

Sportello trata de avanzar en un caso complejo y enrevesado lleno de intereses e interesados. Él no sabe de dónde le vienen los golpes, los testigos o los giros de la investigación. Doc se va encontrando cosas por el camino igual que ese Philip Marlowe que Elliot Gould dotó de principios, individualismo y coherencia en un mundo profundamente envenenado. El detective de Altman es un bicho raro en el universo de los detectives, su tributo cómico al cine negro es el mismo que Phoenix ha llevado aún más lejos con su interpretación.

El laberinto que Anderson no quiso resolver

Thomas Pynchon está en la lista de autores imposibles de adaptar junto a Jack Kerouac, a quien hace solo tres años intentó adaptar Walter Salles con una versión cinematográfica de On the road que supo transcribir el alboroto mental del escritor, pero que no aportó nada más, salvo una dirección terriblemente plana.

A su lado también está Hunter S. Thompson, demasiado salvaje, demasiado subjetivo, demasiado gonzo como para intentar llevarlo a la pantalla. Solo un loco como Terry Gilliam ha estado cerca de traducir sus líneas en imágenes en esa divertida abominación que fue Miedo y asco en Las Vegas.

Inherent Vice es enrevesada, difícil de seguir para cualquiera. Hay muchos personajes y pasan demasiadas cosas. Sportello está tan perdido como el lector y Paul Thomas Anderson tuvo que trabajar muy duro para llevar a cabo esta adaptación nominada al Oscar. Sin embargo, lo que no hizo el director de Magnolia fue intentar explicar nada, se limitó a colocar los capítulos a su gusto eliminando unos y deformando otros para darle fuerza dramática a una película que es fiel al libro sólo en su justa medida.

El director no consigue traducir la escritura nerviosa del autor que adapta, flaquea en la falta de ritmo y alarga el metraje de forma extenuante, pero estas imperfecciones avalan la obra como lo que es, un complejo y excéntrico laberinto al que se puede (se debe) entrar una y otra vez.

Habrá público que perdido en la trama decida abandonar, echarán pestes y descalificarán a Anderson llamándole “moderno”  y cosas así. Pero resulta que hace ya muchos años un tal Howard Hawks adaptó El sueño eterno, una enrevesada novela de Chandler de la que ni siquiera él, el propio autor, conocía bien la trama. A Hawks, que era un director muy práctico, le acabó dando igual y dejó todo el peso de su obra en los mordaces diálogos entre Humphrey Bogart y Lauren Bacall. Lo que ocurría con el caso era lo de menos.

Igual que Hawks, Anderson ha confiado su película a los caretos de Joaquin Phoenix y su Sportello, ese sabueso fumado que contempla con gesto impasible como las pequeñas motos que circulan por Gordita Beach resbalan en los vómitos y demás rastros de una resaca que duró más de una década.