'Camino a la perdición': 15 años de la última gran película de mafiosos

Quince años no pasan tan rápido como podría parecer. Si Camino a la perdición se hubiese estrenado un año antes, el espectador habría pagado con pesetas la entrada del cine. Cuando llegó a nuestras salas en 2002 todo el mundo tuvo que comprarla en euros, sin saber exactamente qué le estaba costado la jugada. En Galicia se hundía el Prestige, que solo eran unos “hilillos”, en Barcelona se celebraban cumbres europeas, en Bilbao ETA ponía coches bomba, en Madrid se convocaban huelgas generales mientras el mundo perdía a Chillida y a Billy Wilder.

Ese año, también se estrenaba una de las películas fundamentales del noir moderno, basada en una novela gráfica casi desconocida en nuestro país, que contaba la historia de un padre y un hijo huyendo de las manos de la mafia en el Medio Oeste norteamericano de 1931.

Tras las cámaras estaba Sam Mendes, que apenas unos años antes había revolucionado la representación de la clase media estadounidense con American Beauty. Delante de ellas, Tom Hanks y Jude Law hacían de asesinos, y un increíble Paul Newman decía adiós a la gran pantalla. Después de su estreno, el cine negro no ha vuelto a ser lo mismo y quince años después aprovechamos para intentar descubrir por qué.

Las raíces de la novela gráfica

Camino a la perdición nació en días grises. Antes de ser cine, fue una novela gráfica creada por Max Allan Collins, popular escritor que había hecho fortuna durante más de veinte años continuando el legado de Chester Gould en las historietas de Dick Tracy. Al menos, hasta que la víspera de 1993 llamó a su agente para comunicarle que le habían rescindido el contrato, a lo que su interlocutor contestó que, además, también había perdido su futuro como novelista: le acababan de cortar las alas a su serie de novelas históricas de detectives protagonizadas por Nathan Heller.

Atrapado en un pozo creativo, Allan Collins tuvo que buscar una cuerda a la que asirse, sin trabajo y con escaso dinero con el que pagarse el plato de lentejas. Así fue como llegó hasta Camino a la perdición, un proyecto que consiguió gracias a Andrew Helfer, amigo y editor en DC, que le dijo que en la editorial de Batman estaban buscando a alguien que escribiese relatos criminales y de misterio específicamente para el lenguaje del cómic.

“Inspirado por la estética del manga, compartí con Andy una idea que llevaba tiempo madurando. Se trataba de una historia llamada Gun & Son, título que rechazó inmediatamente, pero cuyo concepto le gustó... y mucho”, cuenta el propio Collins en el prólogo de la novela. Aquel concepto parecía puramente estadounidense por su componente gánster, por Chicago y el contexto de la Gran Depresión, pero en realidad tenía otra inspiración.

Camino a la perdición es un descarado homenaje a El lobo solitario y su cachorro, tanto al manga como a la increíble serie de seis películas de los setenta escritas por Kazuo Koike”, confiesa Collins. Se trata, en efecto, de una historia muy similar: un samurái traicionado por su shogun, emprende un sangriento viaje vengativo acompañado de su hijo, un niño que tendrá que aprender a valerse por sí mismo en un mundo violento. Según cuenta Collins, “la dualidad dureza-ternura, brutalidad-sensibilidad, rara vez se ha visto mejor plasmada en ningún medio narrativo”.

Y aquí radica una de las claves de la película que nos ocupa. La adaptación al cine de la obra de Collins no se queda en su historia, ahonda hasta sus referentes y de ellos extrae lo mejor. Su gusto por la estética y claridad expositiva, la acercan al noir japonés al más puro estilo del Kurosawa de El infierno del odio, Los canallas duermen en paz o El perro rabioso. Pero pasado por la mirada del cine negro norteamericano. Un cóctel referencial que solo puede salir bien, o muy mal.

De composición y significado

A la novela gráfica, la película de Sam Mendes le debe mucho pero no todo. Además de la historia de Collins, también extrajo mucho del exquisito dibujo de Richard Piers Rayner. Artista de ritmo tranquilo pero constante, capaz de encapsular relatos enteros en unidades mínimas de significado, viñetas que en la película se transforman en planos de un gusto por la composición que sigue sorprendiendo tres lustros después.

Camino a la perdición es incapaz de parar de narrar, plano a plano, pero también es incapaz de sacrificar un ápice de belleza en lo que significa retratar los años treinta y sus bajos fondos. Todo aquello que parece no decir nada, transmite veladamente todo lo que creemos no leer. El diablo está en los detalles.

Pongamos solo un ejemplo: en sus créditos iniciales, Sam Mendes nos muestra un Rock Island nevado y a un joven montado en una bicicleta, con la bufanda tapando su cara como un forajido que, de hecho, no duda en robar una pipa cuando nadie le mira. Al llegar a casa, el joven entabla una pequeña guerra de bolas de nieve con su hermano pequeño, su madre les mira desde la cocina y sonríe. Pero su expresión se desvanece al llegar un coche. El hermano pequeño corre a saludar a su padre. El mayor se queda rezagado, observando cómo entra en casa mientras esconde la pipa que estaba fumando un segundo antes.

En apenas treinta segundos, Camino a la perdición nos ha contado las ansias de un joven por crecer, pero su incapacidad para madurar, el hastío de una madre de familia cansada, la inocencia de un niño y la desaparición de la felicidad en presencia de la figura paterna.

Esto es solo el inicio. Desde este momento, Camino a la perdición emprende una senda estilística de una pericia que alude a los grandes títulos del cine negro, llámese El Padrino o Érase una vez en América, títulos de los que aprende a utilizar elementos urbanos para narrar acciones y voluntades individuales.

Ya sea Jude Law preparando la cámara de fotos como si preparase una pistola, o la bellísima matanza del tiroteo bajo la lluvia, elemento que solo aparece en dos escenas clave del film. Todo en su conjunto crea una experiencia que no olvida que el cine negro creció estéticamente a la sombra del expresionismo alemán, pero que mira hacia el futuro.

“La películas negras comienzan en la experiencia y poco a poco llegan al significado”, decía José Luis Garci en ese monumento al género que es su ensayo Noir. “Nosotros, en cambio, los aficionados, los críticos, los cinéfilos, empezamos siempre con el significado para llegar a la experiencia... si es que llegamos”.

Todo lo que no puede tener un cómic

“Cuentan muchas historias de Michael Sullivan. Unos dicen que era un hombre bueno. Otros que en él no había una pizca de bondad. Pero una vez pasé seis semanas viajando con él, en el invierno de 1931. Esta es nuestra historia”, dice la voz del pequeño Mike Sullivan Junior. Y de pronto, descubrimos que es una voz quebrada, que cuesta entender y que impacta desde el minuto uno. Voz que no se escucha desde las páginas de un cómic.

Más allá de sus hallazgos estéticos, Camino a la perdición es un antes y un después por múltiples razones. Una de ellas es, sin duda, por cómo suena. La banda sonora que compuso Thomas Newman, uno de los más prolíficos compositores de cine de la actualidad, es un pilar fundamental para entenderla. Su omnipresencia, lejos de abrumar, puntea el tempo de la narración y ofrece el ambiente de inspiración bíblica y sonidos irlandeses que hacen que esta carretera al infierno sea un lugar por el que hay que transitar.

Pero no es solo su banda sonora lo que la sitúa como una de las primeras grandes superproducciones de autor de este siglo. Su reparto parece estar calculado al milímetro para sorprender siendo reconocible. Empezando por Tom Hanks, arriesgada elección de casting que contradice al personaje original de la novela. Allí era un despiadado exsoldado apodado 'El ángel de la muerte', impecable, perfecto y psicópata. Aquí, es un padre de familia de aire cándido, que es lo que destila el rostro de Forrest Gump, y cercano que, sin embargo, es capaz de matar.

Lo mismo le pasa a Paul Newman, que a su vejez, aporta una presencia sobria pero constantemente peligrosa. Sin olvidar a Jude Law, que se había confirmado como uno de los hombres más guapos de Hollywood tras Gattaca, El talento de Mr. Ripley e Inteligencia Artificial... pero que ahora optaba por hacer de un asesino en serie de lo más siniestro. Un personaje que, de hecho, no estaba en el cómic original y que resulta el más 'comiquero' de todo el film. ¿La excepción a la norma? Daniel Craig, que ejerce de un psicópata poco creíble y excesivamente teatral.

Padres, hijos y extraños legados

“Es ley de vida, los hijos están en la tierra para preocupar a sus padres”, dice Paul Newman a Tom Hanks. Camino a la perdición es, esencialmente, una historia de padres e hijos.

La carcasa dramática que envuelve todo lo que hemos dicho hasta ahora es, a su vez, la esencia misma de Camino a la perdición. A pesar de su nombre, la parafernalia de road movie que viste a la película de Sam Mendes sirve para vehicular la idea clave, la búsqueda de la redención tras una vida de pecados.

El gánster traicionado por su patrón debe huir con su hijo para, por el camino, aprender a conocerle y valorarle. El patrón traicionado por su heredero debe dar caza al hijo que nunca tuvo, para descubrir que solo este puede liberarle. Y así, la madeja de orgullos y honores se contempla ante nuestros ojos como un relato de mafiosos. Gánsters que quieren dejar de serlo. y padres que quieren conocer a sus hijos.

En cierto sentido, la película que hoy cumple 15 años, también ha visto crecer a sus hijos ilegítimos de una manera u otra. Ya fuera el retrato de lo rural como escondite del crimen presente en Promesas del Este, la utilización de la cámara lenta como sublimación en Mátalos suavemente, y el gusto por la discusión que parece hecha verso de El año más violento.

También, todo sea dicho, ha tenido hijos legítimos. Max Allan Collins tenía pensadas muchas más historias para Michael Sullivan y su hijo. Pero cuando tuvo la oportunidad de publicarlas, ya no contó con Richard Piers Rayner, el dibujante que mejor captó la elegancia de su turbiedad. Este mismo año se ha publicado en España Camino a la perdición 2: en la carretera, una novela gráfica dibujada por hasta tres artistas, José Luis García-López, Steve Lieber y Josef Rubinstein, que aun cargada del sentido de su original, está lejos de su pozo dramático.

Como El lobo solitario y su cachorro, esta película inauguró el camino de un cine que se movía entre lo terrible y lo bello, en una mezcla que escribe un punto y aparte a las formas del cine negro clásico, para dar la bienvenida al cuidado estético del neonoir y el drama criminal contemporáneo. Quince años no son nada para un clásico.