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'El hoyo': la ciencia ficción española tiene un nuevo, violento y valiente exponente

En contra de lo que podría parecer, el cine español actual abunda en la ciencia ficción constantemente. Pero lo hace en el circuito raramente accesible al gran público que sigue siendo el cortometraje. Solo en los últimos cinco años títulos como Tu último día en la tierra y Caracaballo de Marc Martínez Jordán o reStart y Einstein-Rosen de Olga Osorio dan buena cuenta de la salud del género en nuestro país, terreno fértil para realizadores con miradas propias y originales.

También resulta ser abono para un subgénero muy común que bien mereciera algún estudio: el de anuncios de realizadores ilustres de nuestro cine que acuden al género resguardados por campañas de marketing. Cuánto, de Kike Maíllo para el Banco Santander, la desafortunada La tienda del LOL de Daniel Sánchez Arévalo para Campofrío, el Proyecto Tiempo de Isabel Coixet para Gas Natural Fenosa, la timorata Danielle de Alejandro Amenábar para la Lotería de Navidad...

El caso es que en cuanto a largometrajes de ciencia ficción se refiere, nuestro cine sigue siendo parco. Y los aficionados al género -que son muchos-, se ven obligados a agarrarse a propuestas que son clavos ardiendo, y pueden resultar más bien decepcionantes por mucho que se aplauda el arrojo por abrazar y defender el noble arte del relato distópico.

Con todo -o por eso mismo-, la primera película del realizador bilbaíno Galder Gaztelu-Urrutia se significa como un oasis en el desierto. La prueba de que, si existen los medios y la voluntad, nuestro cine puede ofrecer grandísimas aportaciones al género. El hoyo es una distopía brillante, directa al grano, gore y valiente donde las haya.

Ascender o morir en un sistema caprichoso

El hoyo es algo más que una supuesta cárcel. En un futuro distópico, El hoyo es un lugar al que van a parar criminales, pero también desamparados y parias de toda clase. Tiene varios pisos y cada uno de ellos es ocupado por dos personas, todo ello en una construcción de la que se ignoran las dimensiones reales. Y se vive en base a unas reglas estrictas, claras pero azarosas.

Una vez al día, una mesa repleta de comida pasa por todas las plantas durante unos minutos. Los que están en los primeros niveles comen a placer, sin ningún tipo de mesura ni de límite. Pero los que están en niveles inferiores comen sobras, el día que tienen suerte. Además, los huéspedes cambian por azar de planta cada cierto tiempo.

Un día, un joven llamado Goreng -interpretado por un entregado Ivan Massagué- se despierta en un nivel intermedio, alimentándose de sobras y migas de pan. Entonces empieza a plantearse qué será de él si, al poco, amanece en uno inferior. ¿Cómo sobrevivir a un sistema tan caprichoso?

La premisa de El hoyo resulta atractiva por razones obvias. Los mundos en los que la acción debe necesariamente desarrollarse en base a determinadas leyes suelen ser espacios creativos en los que se potencia el riesgo narrativo.

En este caso, podríamos suponer que Gaztelu-Urrutia propone una reflexión sobre el ascenso en la escala social en términos extremos. Si el protagonista no sube, no come. En lo que podría significarse como una crítica bastante obvia de cómo opera la lucha de clases en sociedades tardocapitalistas.

Sin embargo, lejos de encasillarse, como si el camino obvio produjese en sus creadores algún tipo de alergia, El hoyo ofrece un desarrollo tan irregular como apasionante. Y lo que empieza siendo un juicio sobre el sistema pronto se convierte en una exploración existencialista de la condición humana. Una estimulante, aunque caótica, aproximación a la desesperación, la escasez de solidaridad, la malicia, el ombliguismo y la defensa de determinados valores en tiempos de absoluta ruina moral y material.

Una pesadilla 'ballardiana'

En su novela Rascacielos, J. G. Ballard intuyó que en un edificio podían contenerse muchas de las claves para entender cómo el capitalismo mantiene a sus ciudadanos siempre insatisfechos y alimenta un falaz sueño de ascenso en el escalafón social.

En su influyente libro, como bien supo ver Ben Wheatley en High-Rise -su denostada pero interesantísima adaptación cinematográfica-, Ballard planteaba un escenario cada vez más apocalíptico sin salir de los límites de un inmueble impersonal. Hasta devolver a la civilización a un estado prehistórico de bestialidad en el que el hombre, ya saben, era un lobo para el hombre.

Algo semejante propuso Bong Joon-ho en Rompenieves, en el que la lucha de clases no se planteaba en términos de ascenso si no de avance -entre vagones de un tren, de los más desfavorecidos hasta una acomodada primera clase-.

En este caso, al final, la revolución social se enfrentaba a una contradicción: conquistar el objetivo podría perpetuar un sistema. Una vez terminada la insurrección, la opresión se ejercía sobre otros. Mismo modelo, otros pasajeros en primera clase. ¿O había otra forma de entendernos?

Galder Gaztelu-Urrutia propone en El hoyo una relectura de dichos relatos de naturaleza distópica. Parece asimilarlos rápidamente en boca de un personaje secundario durante los primeros segundos de metraje: “Hay tres clases de personas: los de arriba, lo de abajo y los que caen”.

Pero a partir de ahí, construye algo realmente original, sin miedo a pisotear la credibilidad de la narración propuesta. El hoyo pronto inventa sus propios códigos y lenguajes -frases como 'La panna cotta es el mensaje' se convierten en himnos de revuelta-, para ofrecer un relato de tintes seudoreligiosos.

En él, una figura con suficiente fuerza voluntad y capacidad de movilización, puede alterar el orden establecido con un arma sorprendentemente: su fe en que las cosas pueden ser de otra forma. La simple duda hace tambalear los cimientos de El hoyo. Pero a su vez, moviliza al espectador, planteándole un relato social osado, violento, incómodo y magníficamente construido.