Cuentan las leyendas locales que en las cuevas de la pequeña población navarra de Zugarramurdi las brujas del lugar solían celebrar paganos akelarres en los que se rendía culto al diablo. De este hilo, convenientemente tuneado, ha partido Álex de la Iglesia para urdir el argumento de su última película – Las brujas de Zugarramurdi se estrena en la sección oficial del Festival de Cine de San Sebastián, aunque fuera de concurso-, que podría reconciliar a nuestro cine con una de sus carencias endémicas: ¿por qué apenas se ha explotado el rico imaginario de seres fantásticos y leyendas de los diferentes pueblos de España en la gran pantalla? “El cine español de género se ha remitido poco y mal a todo un acervo antropológico y cultural cuyas posibilidades sí han sabido explorar con poder de sugestión nada desdeñable otras expresiones del fantástico como el periodismo sobre temas sobrenaturales, véase el programa televisivo Cuarto Milenio”, explica Diego Salgado, crítico de Dirigido por y Miradas de cine.
Aunque algunas de estas leyendas y mitos se repiten, con matices, en diferentes regiones, la suma y mezcla de culturas a lo largo de siglos ha propiciado un fascinante bestiario “marca España” que brinda inmensas posibilidades cinematográficas. En las filas del fantástico español han militado muertos vivientes, hombres-lobo y vampiros de diversa factura, pero de inspiración claramente foránea. Pocas veces se ha apostado por la cantera para llevar a la gran pantalla mitos tan fascinantes como la Güestia, ese cortejo fúnebre de almas en pena que vaga en procesión durante las noches brumosas. Tampoco hemos tenido noticias cinematográficas del Basajaun, el peludo señor de los bosques al que muchos apodan como el yeti vasco, ni se han aprovechado las evocadoras posibilidades de aquella cueva de Salamanca donde, según las leyendas transmitidas de generación en generación, el mismo Satanás impartió magisterio.
Como ya le sucediera a corrientes literarias como el romanticismo, el género fantástico tardó décadas en asentarse en el cine español. La presencia de la Iglesia en los distintos organismos censores que proliferaron durante el franquismo marginó mitos y leyendas profanas en detrimento de un tipo de cine místico y piadoso, cuyo máximo exponente fueron películas como Marcelino Pan y Vino (Ladislao Vajda, 1955), o directamente exótico, con títulos como Yebala (Javier de Rivera, 1946) y Cuentos de la Alhambra (Florián Rey, 1950). Se permitió la presencia puntual de alguna criatura del averno en la pantalla, sí, pero siempre en comedias intrascendentes de marcado fondo moralista, como El diablo toca la flauta (José María Forqué, 1954). Al final, el demonio de turno -convenientemente antropomorfizado- acababa mordiendo el polvo o contribuyendo a la redención moral del personaje al que había embaucado con sus malas artes.
Paul Naschy y Amando de Ossorio, entre otros pioneros del cine de terror español, intentaron imprimir un sabor local al boom del cine del género que auspiciaron y promovieron durante los años 60 y 70, pero se toparon una y otra vez con el muro de la censura y la industria. El celebérrimo hombre lobo creado por el primero tenía que haber nacido en Asturias y llamarse Luis Huidobro, pero acabó adoptando el exótico nombre de Waldemar Daninsky y aullando por tierras muy alejadas de la Península Ibérica; una condición de obligado cumplimiento si quería que la película se estrenara en suelo español. Delirios censores aparte, estos cineastas siempre jugaron con el enemigo en casa. Jordi Grau es uno de los supervivientes de la llamada “edad de oro del cine de terror español”, gracias a títulos como No profanar el sueño de los muertos y Ceremonia sangrienta. Cuando echa la vista atrás, asegura que buena parte de culpa de la ausencia de la tradición local en el género se debe a la actitud de unos productores más pendientes de expoliar tendencias de éxito que de rebuscar en su propia cultura para encontrar la inspiración, “que probablemente desconocían”. Un discurso que Salgado comparte a grandes rasgos, aunque ampliando el foco: “No han abundado entre nuestros guionistas y realizadores discursos con solidez intelectual sobre el sentido del fantástico, que tanto debe a las tensiones entre lo nuevo y lo viejo, entre la luz de lo ilustrado y el oscurantismo secular, entre nuestro entorno y nuestro tiempo cotidianos y aquellos, tenebrosamente familiares pese a no poder mensurarlos, que solo atinamos a vislumbrar por el rabillo del ojo”.
El círculo se cierra con un tercer elemento bastante más difícil de cuantificar, que el escritor estadounidense H.P. Lovecraft supo condensar tan bien en El horror en la literatura: “En las razas latinas hay un componente fundamental de racionalidad que niega incluso a sus más extrañas supersticiones”. O lo que es lo mismo, padecemos una falta de autoestima cultural endémica que nos hace despreciar sistemáticamente nuestro legado al tiempo que exaltamos el ajeno. Varias generaciones de espectadores han disfrutado con las encarnaciones hollywoodienses del hombre del saco (desde Freddy Krueger a la aterradora criatura de Jeepers Creepers), pero probablemente desconozcan las variantes regionales del mito con las que se ha atemorizado a los niños españoles durante siglos: el Bute -en Andalucía-, el tío Laín -en Murcia- o la Guaxa asturiana. A Amando de Ossorio siempre se le cerraron las puertas cuando quiso vender los guiones sobre milenarias leyendas gallegas como la Santa Compaña, pero no tuvo demasiado problema para financiar proyectos basados en mitos germánicos como la sirena Lorelei. No tuvo más suerte con el cambio de Régimen y el fin de la censura. Hasta el fin de sus días trató de conseguir, en vano, que alguna compañía se interesase en sus guiones inspirados en motivos tan fascinantes como las meigas. Maniatados como estaban, los cineastas españoles del momento sólo podían estrujarse los sesos en busca de soluciones tan ingeniosas como El bosque del lobo (Pedro Olea, 1970). Este clásico del cine español partía de un hecho real envuelto en mil leyendas, la historia de Benito Freite, buhonero cuyos ataques epilépticos se confundían con una maldición licantrópica, para reflexionar honda y amargamente sobre las supersticiones y miedos de la España rural.
Persiguiendo a Bécquer
El mismo Amando de Ossorio, consumado experto en mezclar referentes locales y universales para armar irresistibles pastiches pop, se empapó de leyendas de Bécquer como El Monte de las ánimas para diseñar el aspecto de sus caballeros templarios, andrajosos espectros que se perpetuaron durante cuatro películas y que le concedieron fama internacional y cariño eterno entre los aficionados al fantástico. Su denodado esfuerzo apenas encontró eco en la industria. Y es que Bécquer, y su brumoso inventario de seres sobrenaturales, sigue siendo una de las asignaturas pendientes del cine español. Naschy empeñó hasta la camisa para sacar adelante La cruz del diablo (John Gilling, 1975), que fundía tres de las leyendas más populares del autor sevillano: El miserere, El monte de las ánimas y La cruz del diablo. Nació como una propuesta ambiciosa, para cuyos papeles principales se pensó en el dúo diabólico de la Hammer: Christopher Lee y Peter Cushing. Sin embargo, las diferencias creativas entre Naschy y el director granadino Juan José Porto acabaron desvirtuando el proyecto, que llegó a la gran pantalla ya muy descafeinado y totalmente alejado de la idea original.
El mismo Porto, con la ayuda de Juan Tébar y Pedro Olea, perseveró algún tiempo después en su empeño de inmortalizar en celuloide la obra de Bécquer, pero el guión duerme el sueño de los justos varias décadas después. La más reciente tentativa de resucitar para la gran pantalla al autor de El cristo de la Calavera también llevaba su firma y, de nuevo, no parece haber llegado a buen puerto. En 2011, algunos medios locales anunciaban el inminente rodaje de El huesped de las tinieblas, un atípico biopic de Bécquer para el que se pensó en contactar, en calidad de productor y guionista, con el mismísimo Tom Cruise. Nada se ha vuelto a saber de este proyecto que cuenta con un precedente igual de atípico: El huésped de las tinieblas (Antonio del Amo, 1948), una atrevida biografía de Gustavo Adolfo Bécquer plagada de licencias oníricas. Más allá de guiños puntuales -como el de Jaime de Armiñán en La hora bruja (1985)-, las adaptaciones más fieles de Bécquer no se han visto en cine, sino en televisión. Cuentos y leyendas, el programa con el que TVE dio a conocer a los espectadores clásicos de la literatura entre 1968 y 1976, emitió notables versiones de Maese Pérez el organista y La promesa.
El exorcismo de Plácido
La celebrada nueva hornada de terror español muy poco tiene que ver con las artesanales muestras de género que abundaron hace ya más de cuatro décadas. Para empezar, realizadores como Juan Carlos Medina -director de Insensibles (2013)- han dado, o están a punto de hacerlo, el paso a Hollywood, cuando no asimilado de forma natural sus preceptos. Así las cosas, ¿cabe hablar ya de cine fantástico español en propiedad? “Pienso que, a partir del año 2000, una generación de jóvenes realizadores se atreve a abordar el terror como subgénero fantástico desde una perspectiva más abierta y de acuerdo con las señas canónicas o tradicionales, comprensibles para un público global. Con el nuevo milenio, lo que se conoce como 'cine español' empieza a dejar de serlo cuando el espectador de cualquier país reconoce los códigos de diferentes géneros en nuestro cine. Nombres como Amenábar (Tesis, Los Otros), Juan Antonio Bayona (El orfanato), Juan Carlos Fresnadillo (28 semanas después) y Jaume Balagueró (Frágiles y la trilogía REC) han elevado este género a la categoría de calidad artística apreciable por audiencias (y mercados) internacionales”, explica Antonio Sánchez-Escalonilla, profesor de Guión Audiovisual en la Universidad Rey Juan Carlos. En una línea similar, Juan Martínez Moreno, director de Lobos de Arga (2011), expone:“Es cierto que últimamente hay una tendencia a ”americanizar“ las películas, imagino que por razones puramente comerciales, por querer hacerlas más accesibles al público. Además, me da la impresión de que la educación audiovisual de las nuevas generaciones de directores está basada en ese modelo americano, o en el asiático”.
En algunos casos, esta influencia de Hollywood se ha combinado con un humor costumbrista, muy de tebeo, y un hiperrealismo sucio, cercano al esperpento valleinclanesco, que ha dado lugar, en palabras de Sánchez-Escalonilla, a “una mezcla entre Plácido y El Exorcista” en películas como El día de la bestia, pero también a una suerte de negrísima Rue del Percebe -los momentos más cómicos de la trilogía REC-. Con su catálogo de niñas poseídas y odios ancestrales entre amigos y vecinos, cierto fantástico español ha contribuido a revitalizar la memoria de la España más negra; una vía que han explorado producciones recientes, como O Apóstolo (Fernando Cortizo, 2012) o la citada Lobos de Arga. “Simplemente me planteé crear una historia basada en el modelo del cine clásico de género, las películas de la Universal, o de la RKO. Al situarla en España, creo que el único sitio que queda en el que todavía existe esa tradición ”mágica“ es Galicia. Allí el contacto con lo 'sobrenatural' no forma parte del pasado, sigue estando presente, y además están orgullosos de ello. Y me pareció el marco perfecto para la historia”, señala Martínez Moreno.
De esta nueva mixtura entre mitos universales y acervo local puede germinar una rama del fantástico español que actualice para las nuevas generaciones los mitos y leyendas transmitidos oralmente y en voz baja a la luz de hogueras. Paco Plaza lo logró en Romasanta (2004), película basada en la historia real del sacamantecas Manuel Blanco Romasanta, que allá por el siglo XIX confesó -aduciendo que un maleficio le convertía en lobo- haber matado a trece personas y utilizar su grasa para hacer jabón. El dilema que plantea Plaza -¿cuál es la verdadera naturaleza de este Romasanta: hombre-lobo u homicida?- sirve de ajuste de cuentas con los monstruos, imaginados o no, que aterrorizaron a nuestros ancestros, y les acerca a las generaciones de espectadores que sólo han experimentado miedo enfrentados en soledad y a oscuras a una pantalla de cine.