Setenta y dos años después del final de la II Guerra Mundial, el violento pasado del imperialismo japonés sigue siendo una herida abierta en Asia por la que periódicamente estallan conflictos diplomáticos. Personalidades japonesas como el actual presidente, Shinzo Abe, tienden al revisionismo histórico, a la disculpa o minimización de los crímenes de guerra. Y una cierta nostalgia del imperio trasluce en películas como Kamikaze: moriremos por los que amamos (guionizada por un antiguo gobernador de Tokio, el derechista Shintarô Ishihara).
Pero el cine también ha servido para relatar las cicatrices de los colonizados.
China conmemoró la matanza de Nanking con la superproducción Las flores de la guerra. Y varios éxitos recientes del audiovisual surcoreano también apuntan a ese Japón centrado en anexionar territorios y aplastar la resistencia local. Roaring currents, la película más vista en la historia de la República de Corea, se sitúa en el lejano siglo XVI. Asesinos y El imperio de las sombras tratan de la resistencia a la ocupación vigente durante la primera mitad de siglo XX. Esta última época también es el telón de fondo de La doncella.
Referirse a ese pasado traumático puede resultar, de alguna manera, cómodo. Parte del cine surcoreano muestra una relación problemática con el presente, a través de una crítica a la corrupción con tintes antipolíticos. Thrillers policiales y judiciales como Por encima de la ley o Another public enemy critican la impunidad de las élites, pero entronizan a policías y fiscales que desprecian las garantías constitucionales. Tratándose de un país con un pasado reciente de dictadura militar y de transición a la democracia tutelada por el ejército, sus historias de policías y fiscales enfrentados a la legalidad vigente adquieren connotaciones golpistas.
Atacar al enemigo exterior, en cambio, posibilita un cierre de filas patriótico. El flashback histórico permite saltar varias realidades comprometidas: la guerra civil, la división de la península, la dictadura... Una película como Asesinos, protagonizada por tres partisanos que planifican un atentado, permite reconstruir una unidad nacional abstracta sin entrar en conflictos ideológicos. Roaring currents es un ejemplo aún más evidente de nacionalismo militarista: el heroísmo de un almirante desobediente sirve para ganar una batalla imposible y coser una sociedad dividida.
Turbio thriller con acción
thrillerEn comparación con estas películas, El imperio de las sombras puede presumir de una cierta sobriedad. El realizador Kim Jee-woon (Encontré al diablo) trata también de la lucha armada contra la ocupación, pero apuesta por un material más escurridizo. Al fin y al cabo, su historia sigue los vaivenes de un protagonista turbio y ambivalente: Lee Jung-chool, un antiguo partisano convertido en jefe de policía japonés a quien la resistencia quiere volver a captar como agente doble.
El relato respeta los fundamentos del relato patriótico (villanización del enemigo, repulsa hacia el colaboracionista, reproche a unas élites que vendieron el país), pero incluye ciertas dosis de tristeza alejada de triunfalismos. Incluso se muestra una cierta comprensión hacia ese antihéroe que duda. En el ámbito creativo, se toman distancias respecto al espectáculo de acción pura. Y se configura un sugerente thriller de espionaje, agentes dobles y lealtades oscilantes. Los diálogos a media voz conviven con algunos momentos de neo-noir, de glamour retro al sonido de trompetas jazzísticas.
Con todo, El imperio de las sombras es una gran producción comercial. Así que no faltan algunos tiroteos a gran escala. O una impactante persecución inicial con decenas de soldados nipones correteando por tejados. La exhibición de virtuosismo, eso sí, puede resultar artificiosa: los responsables parecen avisar a la audiencia antes de cada set piece, subrayando que están a punto de ofrecer una escena memorable.
En la línea del cine propagandístico, no hay personajes japoneses que jueguen un rol remotamente positivo. Entre los invasores sin voz ni apenas rostro, solo dos de ellos tienen una cierta identidad. El teniente Hashimoto se muestra como un hombre desequilibrado, histriónicamente violento, capaz de asesinar a un confidente en un arrebato de ira. Más interesante resulta el personaje de Higashi, un alto mando calmoso, glacialmente cruel, que ha apadrinado el ascenso profesional del protagonista. La justicia colonial también juega un papel curioso en la ficción, pero no haremos spoilers sobre ello.
A pesar de jugar un papel secundario en la trama, el líder de la resistencia interpretado por Lee Byung-hun (Los siete magníficos) se convierte en el referente discursivo de la narración. Él es quien desafía a Lee a que asuma su responsabilidad histórica. Y es una frase suya la que matiza el patetismo del último tramo del filme, donde los resistentes sufren y mueren: “Incluso cuando fallamos, continuamos avanzando”.
Este mensaje hace más digerible una historia de reveses y sacrificios.
La historia del gobierno colonial japonés en Corea fue la historia de una larga derrota. Quizá por ello, según el realizador de Asesinos, tratar esa época en filmes de presupuesto elevado era un tabú.
Ahora el silencio parece roto. Y no sólo se producen espectáculos de acción y resistencia armada. También se afrontan hechos tan traumáticos como la prostitución forzosa de miles de mujeres coreanas durante la ocupación. Este asunto sigue causando tensiones diplomáticas en la zona. Y ha sido el núcleo de películas de ficción recientes como The last comfort woman y Spirits' homecoming.