Joy Mangano podría ser Erin Brockovich. David O. Russell podría ser Steven Soderbergh. Ambas mujeres son iconos femeninos, luchadoras y humildes, perseverantes y brillantes. Ambos directores empezaron sus carreras como unos auténticos outsiders de Hollywood. Pero hay un abismo que les diferencia. Mangano inventó una fregona y montó un imperio de productos caseros gracias a la teletienda, y Erin Brockovich ganó una denuncia colectiva contra la compañía Pacific Gas & Electric por contaminar el agua del pueblo de Hinkley.
Con Brockovich, Soderberg realizó un docudrama bastante realista y complejo en el que una premiada Julia Roberts intentaba desenmarañar el caso. Con Mangano, a Russell le ha salido un telefilme (a ratos surrealista) que tiene voz en off y una Jennifer Lawrence impecable a pesar de que en este caso su personaje le quede viejo. La Joy Mangano que triunfó con su milagrosa fregona le saca diez años a la actriz que la interpreta.
Joy comienza con una brillante secuencia medio onírica, medio lynchiana, que corresponde a una telenovela sobre mujeres asediadas por hombres canallas y sin escrúpulos. Después Russell pasa a su protagonista, la historia -contada por Diane Ladd, su abuela- de una jovencita con talento que inventa cosas, que quiere cambiar el mundo, al menos el suyo, pero que cuando crece se convierte en una esclavizada cabeza de familia, madre soltera, trabajadora y ama de casa. Con una madre enferma inyectándose horas y horas de telenovelas, un padre obsesionado con su vida sentimental y un exmarido que es un Frank Sinatra fracasado, un perdedor con bondad y un poco de carisma. Y todos viven bajo el mismo techo.
La vida de Joy cambia cuando un día en el yate de la nueva novia de su padre se hace daño fregando los restos de una copa de vino rota. Decide crear una fregona a la que llamará la fregona milagrosa. El milagro de esta fregona, que por ejemplo en España ha pasado completamente desapercibida, no es su funcionalidad revolucionaria o su limpieza o su comodidad; el milagro viene cuando a partir de este producto, Joy consigue ser una de las caras más reconocidas de la teletienda estadounidense y de paso, montar un imperio de productos del hogar.
Las escenas surrealistas se suceden durante el metraje con un asedio constante de referencias a los telefilmes y las telenovelas. Fragmentos que se van intercalando como gotas de humor negro entre el drama de esta luchadora. Y aunque no siempre encajan en el metraje que pretende ser realista, sí funcionan como recordatorio de las pretensiones de su director. Russell solo quiere hacer un telefilme brillante, profundo y sofisticado.
No hay nada malo en utilizar el formato del telefilme, con los clímax marcados para las pausas de publicidad, sus personajes de vagos arcos sentimentales y la exagerada manera de ficcionalizar los hechos reales. No, y si verdaderamente este es su propósito estamos ante el único hallazgo de un director demasiado egocéntrico y apresurado, que lleva años buscando una mirada propia y un estilo que lo diferencie. Él quiere ser Soderbergh, Pedro Almodovar e incluso George Cukor, pero aún le queda mucho.
Las mismas familias disfuncionales
Cuatro películas en cuatro años. David O. Russell tiene prisa. Y por eso utiliza el mismo esquema para construir a todos sus personajes. Ya en su mejor película hasta la fecha, The Fighter, el director se recreaba en la familia disfuncional de esos dos hermanos boxeadores y desde entonces ha seguido el mismo cuadro compuesto por padres y madres maniáticos, extraños y con la empatía mermada. A los padres los suele interpretar Robert De Niro: el actor está en El lado bueno de las cosas y en Joy. También coloca a un hijo completamente desquiciado por las circunstancias y la falta de cariño de sus progenitores. Siempre obtienen una redención. Jennifer Lawrence hizo este papel en El lado bueno de las cosas y lo vuelve a repetir en Joy.
Todas estas familias que construye Russell, hasta esa familia postiza que protagoniza La gran estafa americana, viven para lograr el gran sueño americano. Y lo logran aunque Bradley Cooper siempre pierda, como en La gran estafa americana y en Joy.
Russell no se arriesga ni con los personajes ni con los actores. Su juego, donde se atreve, es en los géneros. En The Fighter intercala el cine de boxeo con el melodrama o el cine social, las drogas y el humor negro. Con El lado bueno de las cosas intenta una comedia romántica que no le sale ni tan graciosa, ni tan romántica, como si no se atreviera. El resultado es elegante y perturbador. Con La gran estafa americana quiere hacerse un Scorsese y le sale algo demasiado excéntrico y también demasiado vacío. Y en Joy va directo al telefilme.
A todas las mujeres valientes (e irreales)
Joy está dedicada a todas las mujeres valientes. La frase aparece al comienzo de la película. Russell se basa libremente en Joy Mangano para construir la historia de su propia heroína, por eso da igual que sea Lawrence la que interprete a una mujer de 35 años (la actriz tiene 25). Ambas, la Joy de verdad y la Joy de Russell solo tienen en común la mopa milagrosa.
Cuando la fregona comenzó a salir en la teletienda sus números de venta eran muy modestos. Un día le permitieron a la propia Mangano salir con su producto y en menos de media hora vendió 18.000. Esto ocurrió porque era una ama de casa real, una mujer de carne y hueso que hablaba cara a cara a todos los telespectadores sin pretender ser quien no era. Gracias a la verdad que transmitía, se convirtió en la matriarca de un imperio millonario.
Por algún motivo inexplicable, Russell ha querido alejarse de la historia real y hacer su propia versión. El resultado es la historia de una mujer muy valiente, sí, pero completamente irreal. La odisea empresarial que pasa la Mangano de Lawrence es de una épica innecesaria, contraproducente en la historia y completamente vacía. Da la sensación de que Russell se ha pasado de la raya ficcionalizando la realidad. El telefilme se le ha quedado grande.