Cabe suponer que, cuando la necesidad aprieta, muchos directores de cine sueñan con lo mismo: un productor con fondos casi ilimitados y presto a soltar grandes cantidades para cualquier aventura artística, sin importar sus perspectivas en taquilla. Una figura muy poco contemporánea, en realidad, y más próxima al ideal clásico del mecenas que a cualquier realidad empresarial, pero que podría estar hoy más vigente que nunca.
Esto es difícil de creer, ¿verdad? Pues sí, y sobre todo si a uno le gusta el séptimo arte: las películas suelen pintarnos al empresario, bien como una figura mefistofélica (Kirk Douglas en Cautivos del mal), bien como la sabandija codiciosa de Tim Robbins en El juego de Hollywood. Alejándonos de la ficción, encontramos un panorama tirando a gris, poblado por hombres de negocios con la vista más pendiente del balance contable que de la pantalla. Y, como guinda de la tarta, tenemos historias muy poco hollywoodienses, como la de Humbert Balsan, el productor francés que financió filmes de Bresson, Ivory y Von Trier y se suicidó en 2005 acosado por las deudas. Su caso inspiró El padre de mis hijos (Mia Hansen-Love, 2009).
Los hermanos Ellison: piratas de Silicon Valley
Una cosa es jugar con los arquetipos y otra muy distinta tratar de aplicarlos a la figura de Megan Ellison. Si el nombre de esta productora no te suena, ponte al día, y rápido: hija de Larry Ellison –consejero delegado de Oracle y sexto en la lista de los más ricos del mundo–, la máxima responsable de Annapurna Pictures figura a sus 27 años como productora en los créditos de Her y La gran estafa americana, ambas nominadas al Oscar a la mejor película. Un hito histórico, ya que ella es la primera mujer que figura por partida doble en esa categoría. Su figura aparece unida a lo que algunos llaman ya el “enfoque Silicon Valley”: una actitud hacia las películas similar a la creación de start-ups, sin reparo a la hora de invertir grandes sumas y con miras que abarcan a la vez el beneficio y el riesgo creativo.
Con un perfil anguloso tanto en la prensa del corazón como en el negocio fílmico (que la ha vinculado a los hermanos Coen –Valor de ley- y a Kathryn Bigelow –La noche más oscura-), Megan Ellison se labró en tiempo récord una posición de alta importancia en Hollywood. Lo bastante alta, al menos, como para que Harvey Weinstein le pidiera disculpas por el fracaso en taquilla de The Master (Paul Thomas Anderson, 2012). El habitualmente feroz magnate se daba sonoros golpes de pecho en una entrevista con Deadline, afirmando que no había sabido promocionar la cinta y ensalzando a su joven asociada: “Dios la bendiga por traer películas así a este mundo”, remachó.
Por si esto fuese poco, el hermano mayor de Megan, David Ellison, también se dedica a la producción de cine, si bien desde planteamientos más palomiteros. En agosto de 2010, David y su empresa Skydance Productions llamaron a la puerta de Paramount con 355 millones de euros bajo el brazo, y una oferta para realizar filmes en coproducción. Debido a ello, el nombre de David Ellison figura como productor ejecutivo de Star Trek: En la oscuridad y Guerra Mundial Z, entre otros blockbusters. Y también queda, junto a su hermana, como instigador de la resurrección de la franquicia Terminator, una maniobra financiera que causó sensación en 2010: para vencer a Sony, Lionsgate y otros titanes en la puja por los derechos de la saga, Skydance y Annapurna soltaron 16 millones y medio de euros sin pestañear.
Apellidos, cartera y ambición
Los hermanos Ellison no han estado exentos de batacazos: Megan, sin ir más lejos, tuvo que tragarse el desastre de Passion Play, el filme que hundió la carrera de Megan Fox y volvió a sepultar la de Mickey Rourke. Por otra parte, dudamos de que David se sienta orgulloso de títulos como Un desmadre de viaje. Pero sus trayectorias hacen ver que la propensión a desembolsar millonadas viene unida en ellos a un afilado sentido comercial: Megan no sólo destaca por su labor como productora, sino también por sus maniobras en el mercado inmobiliario de Los Ángeles. Y su hermano ha hecho sus pinitos (como piloto y empresario) en el mundo de la aeronáutica.
¿Cuál es la causa de esta voracidad? Podría decirse que Larry Ellison hizo bien acostumbrando a sus hijos a manejar grandes sumas desde pequeñitos: el patrimonio individual de cada uno de los hermanos podría ascender, contando sólo con los donativos paternos, hasta los 223 millones de euros. Pero el caso de Megan y David es sólo la punta del iceberg. Menos popular, pero también significativo, es Teddy Schwarzman (Cuando todo está perdido), cuyo padre preside la inversora Blackstone. O el de Michael Benaroya, heredero de una gran inmobiliaria de Seattle, que renunció a la compraventa de terrenos para financiar la exitosa denuncia del mercado bursátil Margin Call (2011).
Como suele ocurrir en el mundo de los multimillonarios, Benaroya y los Ellison se conocen en persona. Y podemos suponer que se han visto las caras con otros jóvenes titanes de apellido ilustre, tales que John P. Middleton (Oldboy) o Jamie Patricof, cuya carrera parece unida a la de Ryan Gosling por lazos de talonario: suyo fue el capital que hizo posibles Half Nelson, Blue Valentine y Cruce de caminos.
Todos estos jóvenes aparecen en el negocio respaldados por fortunas familiares, y en sus carreras se combina el buen ojo a la hora de elegir proyectos con prestigio, de esos que te hacen quedar bien al hablar de ellos con los amigos, con inversiones diversificadas que enjugan las posibles pérdidas.
España: cuadros sí, películas no
Dejemos a estos alevines de tiburón nadando en Hollywood, y planteemos una pregunta: ¿es posible que figuras como los Ellison o Michael Benaroya surjan en España? Parece difícil, y eso que los nombres no faltan. Podemos fijarnos, sin ir más lejos, en Gonzalo Martín-Villa: el hijo de Rodolfo Martín-Villa (Endesa) ha declarado su intención de crear “ecosistemas similares al de Silicon Valley” desde su cargo como consejero delegado de Wayra, la aceleradora de start-ups de Telefónica. Pero, que sepamos, no tiene intenciones de extender ese método de trabajo al audiovisual. Los intereses de Marta Ortega Pérez, hija de Amancio Ortega (Inditex), parecen también alejados del cine. Salvo novedades, los directores de cine español deberán seguir soñando con un pellizco de esa fortuna valorada en 4.700 millones de euros.
Aquí, todo sea dicho, nos movemos entre mentalidades muy diferentes: el hipercompetitivo mundo empresarial de EEUU cría cachorros con ganas de cultivar una imagen de emprendedores dispuestos a todo, en todos los ámbitos. El dinero español, por su parte, parece más afín a la creación de fundaciones y la inversión en artes plásticas que a un celuloide respaldado (aún, y sólo en cierta medida) por el erario público.
Fijémonos en la familia Benjumea, propietaria de la multinacional de la ingeniería Abengoa: su fundación Focus-Abengoa, creada en 1982, patrocina un concurso de pintura contemporánea y posee cuadros de Velázquez, Murillo y Zurbarán en su colección pictórica. Pero de cine, ni rastro.
¿Buscamos más síntomas? Pues tenemos uno reciente: mientras galerías de arte, marchantes y coleccionistas suspiran aliviados ante la rebaja del IVA cultural, los empresarios de la industria del cine rechinan los dientes, ya que seguirán cargando con el impuesto del 21%. De la misma manera, la Ley de Mecenazgo prometida por el PP sigue su interminable proceso de gestación, con el celuloide patrio esperándola aún como agua de mayo.
Así, parece difícil que las grandes fortunas nacionales, o sus vástagos, se decidan a poner sus zarpas sobre un sector desprovisto del glamour estadounidense, percibido con desconfianza (o antipatía) por amplios sectores de la población de a pie y de la clase política y que precisa del estreno de un Torrente o un Lo imposible para cuadrar las cuentas anuales. Malas noticias en un contexto internacional donde la unión entre arte y presupuesto depende cada vez más de los intereses culturales de los ricos.