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El gran pequeño Quinquin

El cine de Bruno Dumont siempre ha sido un poco de risa. Títulos suyos como La humanidad, Twenty Nine Palms, Hors Satan o Camille Claudel están muy valorados entre la cinefilia más señoritinga porque transcurren con un naturalismo muy grave y porque en el drama incorporan tiempos muertos, sexo explícito o efusiones de violencia, algo que imprime carácter y va haciendo autor.

En el fondo son películas que se encomiendan a los místicos con un mero sostener el plano, de no mucha sustancia pero sí muy serias, sin pizca de gracia, obras que se erigen en una impostura poética que impide ver lo despoblado del bosque. O al menos así era hasta ahora. Porque ahora Bruno Dumont ha hecho una comedia y por fin podemos tomarle en serio.

El pequeño Quinquin es como se conoce una canción de cuna compuesta por el poeta Alexandre Desrousseaux que desde mitad del siglo XIX tiene estatus patrimonial por representar el sentir específico de regiones del norte de Francia como la Picardía y el Pas de Calais, lugares en vecindad con la extrañeza belga. Escrita en picardo, se trata de una nana algo traicionera cuya letra arrulla a un niño prometiéndole diversión a costa del mundo, de su burla, un sinfín de dulces y una amenaza incierta que es la que finalmente persuade a la criatura y la pone a dormir.

La canción, que titula y suena en créditos, resume muy bien esta última película de Dumont, que ha contado con margen para pisar el pedal, ya que el proyecto nació como miniserie encargo del canal Arte. Tomándose la carta blanca que le ofrecía la cadena, el autor planteó una historia de intriga rural, la desarrolló en un tono tarumba y el saldo fue una pieza autónoma que trascendió los estándares televisivos dividiendo a los espectadores y cautivando a la crítica.

Tras su paso por la Quincena de Realizadores de Cannes o la sección Zabaltegi de San Sebastián, El pequeño Quinquin llega ahora a los cines en un empaque –integral– de más de tres horas, confiada en su premisa tan sencilla como imbatible: en una pequeña localidad costera del Boulonnais han aparecido restos de un cadáver humano. Dentro de una vaca.

El infierno en la tierra

Dumont, filósofo de formación, siempre ha dicho que su cine habla del mal inherente a la existencia, del mal como constitución natural a la que no se puede hacer frente. Todas sus películas merodean ese axioma poco reconfortante al que se diría que es imposible sostenerle la mirada si no es desde el cinismo o la resignación. El pequeño Quinquin habla de lo mismo pero esta vez ocurre algo más, se da una inversión de valores muy estimulante, porque al discurso estulto se le imprime un tenor general de comedia afligida y de repente todo cobra otra vida, una extravagante y posibilista.

La analogía más pronta que se hace de El pequeño Quinquin, por formato y elementos, es Twin Peaks. Un Twin Peaks escarallado, igualmente fascinante en su macabrismo, mucho más espléndido en candores y donde el humor se alzaría como protagonista para hacer del entorno un remanso de bondad natural, un lugar de personajes francos donde la intuición de la fatalidad es constante pero remisa como el oleaje.

El pequeño Quinquin, que se crece en las notas discordantes y en lugar de enanos pone retrasados mentales, remite sin duda a Twin Peaks, pero la familiaridad que transmite está más próxima a la vigorizante perversión de un Claude Chabrol y en cualquier caso pertenece a una cepa legítima, la del rocambole y la del polar, que es contracción de las palabras roman policier y lleva en la etimología una tradición ancestral.

En su deambular autista y en ese desarrollo dramático eviscerado que presenta, esta película policial huele a novela negra, a una de ascendencia contemplativa que lo mismo podría haber escrito un belga, un Simenon demorado, sin ir más lejos, de vacaciones y fumando en porrón en lugar de en pipa, o un Thierry Jonquet en sus mejores momentos de arrojo terrenal, que es lo mismo que decir de elevación metafísica.

El triunfo, en todo caso, es de Bruno Dumont, un hombre que nunca ha visto Twin Peaks, que aquí se libera de sí mismo y revierte en tontuna la obviedad espiritual que le era característica para entregar su historia más especial, una de hondura, ahora sí, verdadera y de ley. En la peripecia le ampara un elenco de actores no profesionales donde brillan la pareja de policías que forman Bernard Pruvost y Philippe Jore y el pequeño Alane Delhaye que interpreta al protagonista, todos conjurados en esta película siniestra que pese a todo cachorrea, que se ve primero con estupor, nos hechiza enseguida con sus despampanantes silencios, pasa a mecernos en su clima poético y termina por pacificarnos como lo haría una nana que nos cantasen diez sordomudos. Una pieza de auténtico cine simbolista.