Hay varios tragos difíciles de afrontar en la vida de todo adulto. En una escala similar estarían contarle a alguien más pequeño la verdad sobre el Ratoncito Perez, sonreír y asentir ante una pregunta que no has entendido y admitir que nunca viste un clásico del cine de todos los tiempos y película de culto alzada por consenso. Un, dos, tres, La princesa prometida.
Sobrevivimos al treinta aniversario celebrado el año pasado, pero ahora que vuelve a las salas por primera vez desde su estreno en 1988, la mentira ha ido demasiado lejos. Aunque hemos coreado la frase “yo soy Íñigo Montoya, tú mataste a mi padre. Prepárate a morir”, no habíamos visionado ni medio minuto de la película a la que pertenece.
La adaptación del texto que imaginó el guionista William Goldman no siempre gozó de la popularidad actual. De hecho, aunque el cuento original fue publicado en 1973 y FOX adquirió rápidamente sus derechos, Goldman no encontraba a nadie dispuesto a adaptarlo. No era fácil que el hombre que había escrito la oscarizada Butch Cassidy and the Sundance Kid (1969) colocase una fábula medieval creada para satisfacer a sus dos hijas: “Les pregunté sobre qué querían que escribiera una historia: una me dijo que de princesas y la otra de novias”. Y así nació La princesa prometida.
Treinta años después, la cinta que dirigió Rob Reiner (Cuando Harry conoció a Sally, Algunos hombres buenos) ha conseguido colar en el imaginario colectivo a Wesley y a su amada Buttercup y a la genial pareja de colegas formada por Fezzik e Iñigo. Sin embargo, a la vista está que no en todos los imaginarios.
Demostrando que nunca se es demasiado mayor para disfrutar de un cuento de hadas, nos hemos propuesto enmendar el descuido a los veintitantos. Eso sí, el resultado ha quedado cuanto menos dispar: ¿es La princesa prometida un clásico imperecedero o una obra prescindible y sobrevalorada?
Ya resulta bochornoso admitir que has vivido casi tres décadas ajeno a una película de culto, como para pretender que el visionado sea igual al de quien la descubrió en los años 80. Cuando tocaba, en definitiva. La fantasía ha cambiado radicalmente, los efectos especiales nos narcotizan frente a historias mediocres y, sobre todo, el amor como se entendía en las fábulas tradicionales ya no vende (por suerte, la mayoría de las veces).
La princesa prometida hace gala de todo lo contrario con relativa dignidad. Es cierto que es difícil empatizar con ese chaval resfriado al que obligan a despegarse un rato de la consola y practicar una actividad que ya parecía anacrónica en los niños de los 80: la lectura. Tampoco lo hacemos ahora con el Bastian de la Historia interminable, con el Andy de Toy Story o con el Mickey de Los Goonies, pero todos ellos activan ese mecanismo neurológico llamado nostalgia.
En cuanto Peter Falk -Colombo- entra por la puerta del cuarto de su nieto, la magia se obra también en La princesa prometida. Esas dos realidades superpuestas le dan a la película de Rob Reiner la licencia de tener una moralina más blanca que la nieve. Al fin y al cabo, es un abuelo educando a las nuevas generaciones en valores que más nos valdría que no prescribiesen nunca, ni aunque pasen treinta años.
Tranquilidad, no vamos a hacer una lista de palabras grandilocuentes como amor, honor o lealtad. El buenismo nunca ha sido una virtud en el cine y menos ahora. En cambio, hay un par de escenas que ilustran en sí mismas algunas de estas lecciones imperecederas:
La falsa lucha del gigante Fezzik y el hombre enmascarado -“¿queréis decir que vos dejáis esa piedra y yo mi acero y luchamos como gente civilizada?”- y el vacío existencial de Iñigo Montoya tras haber pasado una vida persiguiendo la venganza de su padre -por cierto, qué placer descubrir a qué se refería una de las frases más repetidas de la historia del séptimo arte-.
Ambas secuencias, aderezadas con un humor parecido aunque menos descarado que el de los Monty Python, son la muestra de que ya cabían distintas masculinidades en la ficción del siglo pasado. La violencia, la competitividad y la carencia de emociones entre los hombres de las epopeyas medievales son sustituidas aquí por muestras de cariño y honor.
Quizá lo único que no ha envejecido bien es la trama de Buttercup, una princesa que pasa de mano en mano y cuya misión se reduce a esperar a ser rescatada. De hecho, una de las escenas más indignantes es cuando, en una pesadilla, una anciana le afea haber rehecho su vida tras la muerte de su amado. Como si el destino de toda mujer viuda fuese ejercer de Penélope o plañidera durante el resto de sus días.
Por lo demás, lo bueno de descubrir La princesa prometida rozando la treintena y en la era de Internet es que podemos acceder a los entresijos del guion de William Goldman (Todos los hombres del presidente, Dos hombres y un destino) y de su difícil llegada a las salas. Una historia casi más épica que la del propio Wesley y la campesina Buttercup.
La segunda ventaja -pero no por ello menos importante- es que a esta edad tenemos un oído lo suficientemente entrenado como para valorar que la BSO fuese compuesta por el enorme Mark Knopfler. Y, qué demonios. Porque, como el abuelo Colombo, nunca deberíamos ser tan mayores como para dejar de creer en las hadas. As you wish!
Seamos sinceros, hay películas que se han ganado la etiqueta de culto sin saber muy bien cómo. Quizá sea el paso del tiempo. O quizá el esnobismo de amar productos que en su momento fueron desprestigiados. Pero algunas obras tienden a adquirir un valor sobredimensionado por parte de fans empeñados en encontrar elementos narrativos rupturistas. A veces, hallando significados que ni siquiera fueron pensados por su propio autor. La princesa prometida es uno de estos ejemplos.
De acuerdo, habla sobre el honor, sobre los límites del mal, y transita entre los arquetipos de los cuentos de princesas para darles una vuelta. No es un relato tradicional y juega con las expectativas del espectador que se siente identificado con aquel niño obligado a pasar las vacaciones de navidad en la cama, resfriado y aguantando la brasa de su abuelo. Pero si necesitamos tener 8 años para disfrutar un producto cultural, lo que se nos está pidiendo es que no tengamos bagaje suficiente como para poder detectar sus evidentes carencias.
La princesa prometida da continuamente la sensación de situarse a medio camino entre una película de los Monty Python y de los hermanos Coen sin llegar a tener la magia para perdurar en el tiempo que sí tienen estos creadores.
Solo basta un vistazo a La vida de Brian para comprobar de qué forma tan audaz se criticaba al fanatismo religioso, con escenas tan señaladas como la de la moneda para un exleproso o la lapidación de las mujeres barbudas. Su valor no era únicamente presentar un gag divertido, sino que además el chiste tenía varias capas de significados: hablaba de feminismo, política e incluso de hipocresía social
En cambio, el filme de Rob Reiner se queda en una crítica a la alta burguesía que no es tan recordada por su inteligencia como por la frase de “me llamo Íñigo Montoya, tú mataste a mi padre. Prepárate a morir”. Y tal falta de poso no se puede justificar por su supuesta orientación a un público más infantil. Ni siquiera tiene valor en nuestros días la relación presentada entre abuelo y nieto, tintada por la (ya entonces) anacrónica visión de que los videojuegos son píxeles inútiles mientras que la lectura es cultura con mayúsculas.
Tampoco ayuda que, puestos a hablar de fantasía, no exista un tema reconocible en toda la película a pesar de que Mark Knopfler es quien se encarga de la parte sonora. Y no porque no existan grandes temas, sino porque el montaje no le da la importancia que merece.
Hay mucho más valor transgeneracional en otras películas ochenteras, como Regreso al futuro (1985) o Los Goonies (1985), película sin la que hoy día serían inconcebibles productos como Stranger Things. El legado audiovisual de este 'cuento de hadas' es difícil de encontrar porque ya en su momento fue presentado con fecha de caducidad, una marcada por un discurso con poca visión trasgresora. Por eso, en la actualidad, para volver a la Edad media y a las historias de princesas necesitamos algo más que a Íñigo Montoya.