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El feminismo accidental de François Ozon

Cuando un director es fiel a sus líneas maestras corre el riesgo de que le tilden de comodón, pero si se le ocurre innovar será un tránsfuga. A su vez, si nos convierte en voyeurs de placeres ocultos, posiblemente sea un perturbado, aunque más le vale no dejar de hacerlo por cobarde. El día a día de François Ozon convive entre apelativos enfrentados, aplausos y abucheos. Eso no ha impedido que el cineasta francés del momento regrese cada año por estas fechas a dar titulares.

“La mujer es más víctima y la actriz es más inteligente”, dijo en su última visita a Madrid. Los personajes femeninos de Ozon se estudian en las escuelas de cine por su doble capa y su predominancia en casi toda su filmografía. Ellas mandan, pero eso no significa que no despierten también bajas pasiones como ocurre con las de Pedro Almodóvar. El parisino y el manchego son comparados constantemente por su sensibilidad camp y el trato a sus féminas.

Esa idea de la víctima a la que alude el francés se reconoce en las últimas cintas de los dos directores: Julieta y Frantz. A ambos les gusta explorar una vis doliente que, en ocasiones, reduce a la mujer a un papel de plañidera.

“El particular viaje de la heroína nos recuerda más a un vía crucis”, dicen en la revista Píkara sobre la infelicidad crónica de los personajes almodovarianos. En el caso de Ozon, el proceso de empoderamiento también viene precedido por un rosario de penas, como él mismo admite.

“Se espera que el hombre entre en acción, pero mi cine es de emociones y la mujer es más reflexiva. Me gusta que busquen su libertad a través de los obstáculos”. Según el director, este difícil camino no es tanto una declaración de intenciones como un recurso cinematográfico para el suspense. De ahí que suela caer en el cliché incluso en sus propias (y a veces polémicas) declaraciones. “Además, las actrices están mucho más dispuestas a ser dirigidas por un hombre”, remató.

Se tiende a diseccionar más de la cuenta el proceso creativo de un director. A pensar que cada línea o gesto están ahí por una razón concreta, y nos equivocamos. Ozon ha admitido en varias entrevistas que muchas de sus ideas son más espontáneas que reivindicativas. Eso no quiere decir que su cine no sea comprometido, pues pone sobre la mesa asuntos espinosos que pocos estarían dispuestos a abordar. La identidad sexual, la homofobia, la xenofobia o el maltrato psicológico son algunos de sus últimos hilos argumentales.

También suele colocar el foco sobre la sociedad machista, de la que dice haber sido especialmente consciente tras la campaña presidencial francesa de 2007 (entre Sarkozy y Ségolène Royal). Esto último hace que su cine transpire esa fuerza femenina que se ha convertido en marca de la casa François Ozon, aunque a veces el mensaje se diluya entre las declaraciones contradictorias de su director.

Ozon y las mujeres

Las veteranas que siguen capitaneando la escena francesa (Catherine Deneuve, Isabelle Huppert y Charlotte Rampling) le acompañan cada vez que pueden. François Ozon lleva escribiendo papeles para ellas desde que se estrenó con una viuda en estado de negación en Bajo la arena. A veces con más tino, como en 8 mujeres, y otras con menos, como en Potiche, pero siempre situando a las mujeres en un periodo histórico y vital desafiante.

Muchos dicen que alcanzó su madurez con En la casa, una obra redonda que desafiaba los límites de la realidad, la adolescencia y el estilo de vida burgués. Y, aunque aquí las mujeres eran básicamente el objeto de deseo infantil y la responsable de la familia, regresó al año siguiente para romper moldes. Joven y bonita era argumentalmente más mediocre que la anterior, pero su personaje principal servía para echar al traste con todo el género teen.

Ozon quería representar la adolescencia como un proceso de desazón y apatía, y escogió a Isabelle. Una estudiante joven y bonita que se rebela a través de convertirse en prostituta de lujo. El sexo no es lujurioso, es una vía de escape desapasionada que permite a la chica ganar en poder.

“Creo que las mujeres entenderán a Isabelle porque prostituirse es la fantasía de muchas. Eso no significa que lo hagan, pero el hecho de ser pagadas por tener relaciones sexuales es algo muy evidente en la sexualidad femenina”, dijo en una entrevista poco acertada. “Creo que ser un objeto sexual es algo muy obvio, ya sabes, ser deseada, utilizada. Hay una especie de pasividad que las mujeres buscan”.

La ministra de los Derechos de la Mujer, Najat Vallaud-Belkacem, invitó a escuchar las voces de las directoras porque “la mirada [de François Ozon] sobre las mujeres es simplista o demasiado generalizada”. La polémica le persiguió por Cannes, San Sebastián y en la promoción de su siguiente película, Una nueva amiga, que aborda la transexualidad a través de un hombre. En su última propuesta, Frantz, también abandona por un tiempo esa provocación y sitúa a la mujer en un primer plano pero con actitud de espectadora.

Anna, delicada y omnisciente

En Frantz, la protagonista es Anna (Paula Beer), una joven que pierde a su prometido en la Primera Guerra Mundial. Ella es el centro de la trama porque narra la historia desde sus ojos, su dolor y el punto de vista alemán tras la guerra. Su vida se reduce a un abúlico paseo al cementerio hasta que aparece en escena Adrien (Pierre Niney), un exsoldado francés que también deja flores en la tumba de su novio.

Anna es todo lo culta que se les permitía a las mujeres en los años 20, respetuosa y amante de la poesía de Verlain. Su presencia es cautivadora incluso cuando el foco se traslada a Adrien, que dice ser colega cercano de su añorado Frantz. El chico francés se convierte de pronto en la prioridad argumental por sus heridas de batalla, su pasado misterioso y la turbia amistad que mantuvo con el joven alemán antes de la guerra.

En él se dan muchas de las virtudes del cine de François Ozon. La primera es una identidad sexual que no atiende a etiquetas: caballeroso y atento con las mujeres, a la vez que parece mantener una relación más íntima con Frantz en sus déjà-vu. Adrien también representa ese miedo a lo diferente (por su nacionalidad) y sus constantes esfuerzos por reconciliar posturas tan extremas como los bandos de una guerra.

Mientras, el personaje de Anna evoluciona hasta ser libre en París, lejos de la expectativa de conseguir un hombre al que hacer la cena todas las noches. Pero es un final abrupto, sin experimentos ni más retos que el de recomponer los pedazos rotos en su interior. Puede que Ozon se esté encaminando hacia otra cosa. O quizá se haya tomado un tiempo para volver a representar a esas mujeres que no parece comprender muy bien en la vida real.