Dentro de la constelación de universos cinematográficos en la que anda sumido Hollywood, el Monsterverso es un caso atípico. Para empezar porque no es una única major de Hollywood quien lo gestiona, sino un estudio mediano llamado Legendary Pictures que tiene tratos tanto con Universal como con Warner —habiendo impulsado el díptico Dune, sin ir más lejos—, y que hacia 2016 fue adquirido por la multinacional china Wanda Group. Esto, entre otras cosas, implica que las producciones de monstruos de Legendary van llegando a varias plataformas distintas, diluyendo el ímpetu de escaparate que suele regir la industria.
De tal modo que el Monsterverso ha desarrollado sus películas con apoyo y distribución de Warner, pero también ha estrenado dos series en plataformas de streaming ajenas a esta compañía: la animada Skull Island está disponible en Netflix mientras que Monarch: El legado de los monstruos —muy aplaudida por su diseño de producción— llegó a Apple TV+ en 2023. Es como si de repente en Disney+ pudiéramos ver The Batman al lado de cualquier serie de Marvel Studios. Desde varios flancos el Monsterverso al que pertenece la recién estrenada Godzilla y Kong: El nuevo imperio se perfila ante su audiencia como una marca juguetona y casual, sin exigir pleitesía alguna y sabiendo ser generosa con públicos neófitos.
Esta actitud ligera le diferencia aunque, como cualquier otro universo cinematográfico, haya sufrido alguna remodelación. El Monsterverso tuvo que tomar una decisión prematura. Sus dos primeros ladrillos fueron Godzilla y Kong: La isla calavera, de 2014 y 2017. Cada una introducía al monstruo titular. Pero ambas eran películas de planteamientos opuestos, exigiendo que Legendary tomara partido por uno o por otro de cara a continuar la franquicia. Que King Kong sea el personaje con mayor protagonismo tanto en Godzilla vs. Kong como en su continuación, El nuevo imperio, es una prueba determinante de cuál ha sido la elección.
Dejando atrás los traumas
Algo que el Monsterverso tiene en común con el Universo de Marvel es, por otro lado, su costumbre de fichar a directores salidos de la escena independiente de EEUU para lidiar con sus criaturas desmesuradas, en una curiosa contradicción que ha terminado con Adam Wingard como director de los dos films que unen a Godzilla y Kong. Wingard se hizo un nombre en el mumblegore —cine de terror que a su vez se extraía de otro movimiento indie que privilegiaba los diálogos y la cotidianidad, el llamado mumblecore donde por ejemplo Greta Gerwig inició su carrera—, y antes que él Jordan Vogt-Roberts y Gareth Edwards habían lidiado con presupuestos igualmente escuetos, lejos de los grandes estudios.
La habilidad que Edwards había demostrado para insinuar la monstruosidad más que exhibirla —por imperativo presupuestario, claro— en su debut oportunamente titulado Monsters moldeó su Godzilla de arriba abajo. La película estaba consagrada a subrayar el tamaño de la bestia, incidiendo en su relación con el espacio a la vez que esta asunción de la pequeñez humana inspiraba gravedad y fatalismo: nuestra raza no tenía nada que hacer contra este Titán salvo admirarlo y cuidarse de no estar en su camino, en códigos finalmente similares a los de la película original de Godzilla estrenada en Japón hacia 1954.
El Monsterverso ha omitido el trauma nuclear en la génesis de sus monstruos, claro. Las diatribas sociológicas se han ceñido al país nipón —con ejemplos recientes tan felices como Shin Godzilla o Godzilla: Minus One, que recientemente ganaba un Oscar a Mejor efectos visuales—, y lo que ha preferido hacer Hollywood es manejar inicialmente cierto dramatismo a nivel de personajes humanos (en Godzilla) para a continuación dejarlo de lado (a partir de Kong: La isla calavera). No es muy distinto, en realidad, a lo que ocurrió en la misma Japón, pues poco después de Godzilla ya se había estrenado en 1963 un King Kong contra Godzilla.
Desde que Godzilla empezó a estar acompañado en las producciones de Toho de otros monstruos estilo Mothra, King Gidhorah, Rodan o el propio Kong, pudimos hablar de cine kaiju eiga en su expresión canónica. Películas cuyo gran atractivo consistía en ver a varios bichos gigantescos zurrándose la badana por escenarios urbanos, y películas donde los seres humanos iban forzosamente perdiendo importancia. Porque a nadie le gustaba pensar que la destrucción provocada por cada lucha entre los kaijus dejaba costosos daños materiales y múltiples bajas civiles: el público prefería disfrutar de la destrucción por la destrucción.
No dejaba de ser una paradoja terrible teniendo en cuenta que Godzilla había nacido de la bomba atómica, pero tales son los inescrutables caminos del cine popular, y Hollywood ha querido transitarlos. Kong: La isla calavera empezó a absorber las esencias del kaiju eiga más desprejuiciado, allí donde había indagado Guillermo del Toro con su colosal Pacific Rim, y reconfiguró a los humanos como árbitros de la destrucción antes que personajes con peso. El único peso relevante era el de King Kong, y el de todas las criaturas salvajes con las que medía puños en La isla calavera. Hoy sigue siendo la mejor película del Monsterverso.
Godzilla: Rey de los monstruos fue una secuela fallida donde Legendary intentó comunicar la película de Edwards con el nuevo aliento festivo, y finalmente las piezas en el tablero quedaron ordenadas para el combate definitivo, Godzilla vs. King Kong. Una película con muchos problemas —o muchos humanos que hablaban, en realidad— pero que supo reclamar un aura inesperada de acontecimiento épico. Warner Bros. la estrenó en marzo de 2021, justo un año después del estallido de la pandemia. Lo hizo bajo ese vergonzoso modelo híbrido (cines y HBO Max) que la major había acuñado para reforzar el streaming y aún así obtuvo 470 millones de dólares, dando beneficios de sobra. Para muchas personas, fue el primer blockbuster que veían desde que el coronavirus cambió sus vidas. Y no les decepcionó.
Salvemos la Tierra Hueca (o algo así)
El propio Wingard no pudo evitar el desconcierto cuando Warner y Legendary le encargaron una continuación de Godzilla vs. King Kong. La película había sido desarrollada como clímax del Monterverso, ¿cómo se podía subir la apuesta tras juntar a gorila y lagarto, y además enfrentarlos contra Mechagodzilla en los sorpresivos minutos finales? El director confesó percibir el proyecto en una “encrucijada” —otro elemento distintivo de este encomiable Monsterverso: la aparente ausencia de calendarios—, pero aún así se puso manos a la obra.
El resultado es Godzilla y Kong: El nuevo imperio, y una cumbre del Monsterverso mucho más solvente que la anterior. Un motivo obvio es la reducción más drástica del personal humano hasta la fecha, sin que eso lo libre aún así de aspectos irritantes. Rebecca Hall y Brian Tyree Henry regresan de instancias previas de la franquicia: ella con una trama maternofilial junto a una niña indígena que puede comunicarse con Kong, y él manteniéndose como alivio cómico que grita mucho. Ninguno de ellos logra ser convincente en sus fines —lo de Tyree Henry llega a ser irritante— aunque al menos tienen cerca la agradable adición de Dan Stevens como veterinario hippie, volviendo a trabajar con Wingard tras The Guest.
Los humanos, por lo demás, matizan nuevamente la capacidad del Monsterverso para ofrecer un entretenimiento sin mácula, si bien en su rol habitual de explicar y fiscalizar las acciones de los monstruos se percibe una mayor agilidad. En Godzilla y Kong: El nuevo imperio las justificaciones de cada pasaje de destrucción están reducidas al mínimo —acaso porque la organización secreta que lidia con los Titanes, Monarch, ya ha tenido toda una serie para ella sola—, pues el film quiere entregarse pronto a un afán aventurero que ya era lo mejor de Godzilla vs. Kong, y que también remite a La isla calavera. Para eso nada mejor que mandar a los personajes a la Tierra Hueca, y aumentar caóticamente el menú monstruoso.
La Tierra Hueca es un tropo literario aparecido en la obra de Julio Verne, H.P. Lovecraft o Edgar Allan Poe, nombrando una Tierra paralela a la nuestra a la que se puede acceder desde las profundidades. Desde Godzilla vs. Kong es el hogar del simio, y un lugar que aún guarda muchos misterios al inicio de El nuevo imperio. Buena parte de su acción se desarrolla en la susodicha Tierra Hueca, de hecho, y aunque su visualización no sea demasiado imaginativa ni espectacular —pensando en lo que alguien como James Cameron podría haber hecho con este material caemos en la cuenta de que estas películas no dejan de ser Serie B hipervitaminada—, la energía conjurada es muy simpática.
Godzilla y Kong posee suficientes alicientes como para que no le demos muchas vueltas a lo que ocurre. Le presta una atención primorosa, además, a sus criaturas —conocidas o por conocer—, e incluso se permite tramos de pura abstracción una vez no hay humanos a la vista y solo vemos a estas criaturas interaccionar entre ellas. Es entonces cuando, dentro de que el CGI no sea ninguna maravilla, brilla el esfuerzo por dotar a Godzilla, Kong y los demás de una expresividad muy cuidada, que sirve tanto para afianzar lazos como para realzar emocionalmente las inevitables peleas. Que son, ni que decir tiene, inmensamente satisfactorias, rebosantes de la imaginación de un niño haciendo colisionar sus juguetes.
Es esta lógica infantil, en fantástica confluencia con los hallazgos que sigue deparando el diálogo de los monstruos con la geografía humana —el “desafío” que Kong le lanza a Godzilla con medio mundo entre ambos es el auténtico clímax de toda esta chorrada del Monsterverso—, la que confirma a Godzilla y Kong: El nuevo imperio como una película deliciosa, la constatación de que Hollywood ha sabido importar finalmente el kaiju eiga. Un logro que solo se puede recibir con alaridos similares a los que puedan escucharse en algún encuentro deportivo, o en su defecto con una inmensa sonrisa.